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Eran otros tiempos

¡Definitivamente, eran otros tiempos!
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 23 DE MAYO DE 2009 22:00 h

Mientras recorro, paso a paso, la costanera antofagastina, en el Norte Grande chileno, y mi vista se extasía con la imponente inquietud del Océano Pacífico, tropiezo con unas grandes ruinas de piedra de extraña figura. No parecen haber sido fortalezas contra los ataques piratas, corsarios y filibusteros al estilo de las de Cartagena de Indias, en Colombia; ni de las de San Juan, en Puerto Rico.

Antes de empezar a pensar a qué corresponderán, mi acompañante y anfitrión, el Pastor Juan Roberto Pérez me explica: «Son las ruinas de antiguos hornos donde Bolivia fundía la plata que traía desde sus yacimientos en las minas de Cerro Rico, Potosí. Y desde aquí la embarcaban, ya elaborada, para satisfacer las demandas de su clientela repartida por todo el mundo». Esto me hace recordar que estoy pisando suelo que antes de 1879 fue territorio boliviano. Y que como resultado de la Guerra del Pacífico pasó a manos chilenas. En ese momento, sin que Juan Roberto se percate, vuelve a mi memoria con ímpetu de mar bravío la campaña que hace unos meses iniciamos con mi amigo Ricardo Estevez, de la República Oriental del Uruguay para mover conciencias y devolverle a Bolivia una salida al mar consistente en una pequeña franja de apenas 170 kilómetros de largo por 1 de ancho, lo mismo que tendría que hacer Perú. Es todo lo que necesita el país hermano para reintegrarse, por vía marítima, al resto del mundo.

Mido con la vista lo que podría ser ese corredor en la impresionante vastedad del mar y me digo: «¡Cuán poco se necesita para hacer feliz a un prójimo, en este caso, una nación hermana!»

Un pasadizo de apenas 170 kilómetros de largo por uno de ancho bastaría para que Chile y Perú hagan el gesto más grande de su historia dentro del concepto de Cristo cuando dijo: «Al que no tiene, dale, así acumularás riquezas en el cielo, donde ni el moho ni el óxido corrompen, ni donde ladrones minan y hurtan» (paráfrasis mía).

En razón del motivo de mi viaje a esta región tan septentrional de Chile, he hablado a mis amigos de Antofagasta del efecto mariposa. Escribí sobre esto en algún momento del pasado cercano. Y he estado haciendo referencia a ello en relación con el trabajo que viene realizando nuestra Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos. Los esfuerzos por levantar una generación de escritores cristianos hispanos a veces son tan imperceptibles que podrían compararse con el aleteo de una mariposa; sin embargo, de acuerdo con las conclusiones a las que han llegado los científicos que estudian los fenómenos que se dan en el campo de la metereología es probable que nuestros suaves y casi imperceptibles aleteos terminen provocando una tempestad en algún lugar (que esperamos sea el mundo de habla hispana). Ya se perciben algunas señales promisorias, lo que nos da ánimo para estar «firmes y constantes...sabiendo que nuestro trabajo en el Señor no es en vano» (1 Corintios 15.53).

Lo mismo quisiera pensar de la botella que, simbólicamente, lanzamos al mar mi amigo Ricardo y yo. Hemos venido aleteando hasta ahora, en apariencia, infructuosamente. Nadie en Chile parece conmoverse con la pena boliviana de haber perdido algo tan valioso como es el mar en una guerra que, como dijimos en su oportunidad, fue provocada por intereses foraneos y mercantilistas y en las que otros se llevaron la plata y nosotros nos quedamos con los muertos.

Así, mientras me deleito admirando «el mar y el cielo se ven igual de azules/ y a la distancia parece que se unen/ mejor es que recuerdes que el cielo es siempre cielo/ y que nunca nunca nunca el mar lo alcanzará/ permíteme igualarme con el cielo/ que a ti te corresponde ser el mar» pienso en mis hermanos bolivianos. Y, en silencio, hago una oración: «Padre de las naciones y dueño del universo entero incluyendo la vastedad de los mares, ¿hasta cuándo vamos a esperar para que nuestros hermanos bolivianos vuelvan a tener aunque sea un pedacito de ese ancho mar que tú les asignaste alguna vez en el lejano pasado de la Historia y que perdieron a causa de las guerras fratricidas provocadas por mezquinos intereses? Haz que el leve aleteo que hemos comenzado Ricardo y yo y al que han adherido unos pocos por aquí y otros pocos por allá se transforme en una acción concreta de quienes tienen en sus manos el poder de decidir y otorguen a Bolivia lo que tanta falta le hace ».

¡Eran otros tiempos, sin duda!

Y me lo recuerda un mural pintado graciosamente en casa de un buen amigo a quien acabamos de conocer, Jorge González, hombre nacido en la pampa y que ama su tierra calichera. Es un mural donde se ve a un señor elegantemente vestido montando un caballo brioso al que controla con su mano izquierda mientras con la derecha va dejando caer una especie de monedas sobre una cantidad de figuras humanas sin rostro en actitud de trabajo. Pregunto sobre el significado del mural. Jorge toma unas especies de monedas que conserva en el pequeño museo de cosas viejas que llena la sala de su casa y se desparrama por pasillos y otros cuartos y me dice: «Antiguamente, los señores dueños de las minas de cobre pagaban a sus obreros no con dinero sino con fichas. Eso que ve usted en el cuadro son fichas como éstas que ahora usted tiene en sus manos. Con esas fichas, los mineros tenían que abastecerse en los almacenes regentados por la Compañía sin que pudieran usarlas en otros lugares».

¡Sin duda que eran otros tiempos!

La zona norte de Chile de la que Antofagasta es su principal ciudad, es otro mundo. Aquí se mueve e impone por simple presencia el minero que a costa de su vida, extrae el cobre de las entrañas de la montaña. (La atmósfera en las minas de cobre contiene altas concentraciones de azufre el que absorbido día tras día termina acabando con la salud y con la vida incluso de los mozos más fornidos.) Esta es zona de mineros. Una vez en el pasado fue el oro blanco, el caliche o salitre. Su explotación dio origen a pueblos, teatros, bibliotecas, negocios, cementerios que luego habrían de desaparecer dejando como mudos recordatorios de tiempos mejores edificios, rieles y cruces que perduran por siglos gracias a las características climáticas de esta región. Hoy es el oro verde (verde es la piedra que sale de la montaña aunque rojo es el metal una vez refinado). El pan de Chile, como le dicen los chilenos. Pan que, en algún momento, cuando la libra de cobre alcanzó en el mercado mundial los cuatro dólares se transformó en pastel y que ahora, cuando está al nivel de los dos dólares y centavos ha vuelto a ser pan.

Aquí, a esta ciudad de Antofagasta, ALEC quiere venir a celebrar su próximo seminario. Se cubriría una amplia zona que incluye cuatro regiones geopolíticas del país con una población total de varios millones. Existen las condiciones. Hay una infraestructura que bien podría utilizarse, hay medios de comunicación masiva, hay líderes pastorales, eclesiásticos y del mundo académico y cultural. Antofagasta, es, además, un lugar donde confluye gente de tres países: Chile, Perú y Bolivia. Es una zona rica no solo en minerales, sino en cultura y en diversidad étnica. Su juventud, con una amplia gama de universidades a las que puede acceder con mayor o menor dificultad económica, se abre camino en un mundo lleno de posibilidades.

A este lugar queremos venir, buscar a quienes creen tener el don para escribir, enseñarles a desarrollarlo y esperar que de aquí surja un ejército de escritores cristianos hispanos que glorifiquen a Dios con sus creaciones literarias.
 

 


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