La palabra
bioética (del griego
bios = vida, y
ethos = ética) fue empleada por primera vez en un artículo del médico investigador del cáncer, Van Rensselaer Potter, en el año 1970.
El trabajo se titulaba
Bioethics: The science of survival. Un año después volvía a aparecer en su libro
Biothics: Bridge to the Future. Nacía así una nueva disciplina humanística que acabaría imponiéndose también en el ámbito científico como la Ética de la biología.
En realidad, fueron los problemas éticos planteados en Estados Unidos, durante la década de los 60, en torno a la experimentación con seres humanos, lo que desencadenará la aparición de la bioética como defensora y garante del futuro de la humanidad. La cuestión a decidir era si todo aquello que tecnológicamente se podía hacer, había realmente que hacerlo. De manera que, en sus orígenes, se trataba de una ética al servicio de la vida que pretendía crear una conciencia responsable, sobre todo, en el colectivo médico y científico. Pocos años después, en 1978, el término bioética se definía como “el estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias de la vida y del cuidado de la salud, en cuanto que esta conducta es examinada a la luz de los valores y principios morales” (Elizari, J. 1994,
Bioética, San Pablo, Madrid, p. 16).
Sin embargo, en la actualidad, este término parece haber adquirido connotaciones muy distintas. Ante la crisis de valores y la pérdida de certezas absolutas acerca de la vida, el sufrimiento y la muerte, que padece el mundo occidental, se ha llegado a aceptar que los investigadores, biólogos,
médicos o genetistas, son los que tienen la última palabra, la competencia exclusiva, en casi todas las cuestiones de la existencia humana. La bioética se ha convertido así en un término peligroso, en una “ciencia postmoderna” que puede servir para justificar cualquier manipulación drástica de la vida.
La pérdida de la fe en Dios que experimenta el individuo contemporáneo, así como el deseo de alargar su vida eliminando toda enfermedad o suavizando el conflicto de la muerte, constituye un caldo de cultivo apropiado para la aceptación incondicional de esta nueva bioética alejada de lo trascendente.
El problema de tal concepción es que pretende ser completamente secular y al alejarse de cualquier consideración religiosa cae en el terreno del agnosticismo y el ateísmo.
Las conclusiones prácticas a las que se llega, mediante estos prejuicios, se fundamentan en el consenso social de la mayoría democrática. De manera que todo aquello que esté autorizado por la ley se concibe como moralmente bueno y lo que no, se considera automáticamente como malo. Pero, si la ética se reduce a las costumbres predominantes o a una mera estrategia de votos, sin reconocer ni hacer caso a ningún valor universal que sea indiscutible, es muy difícil lograr soluciones que realmente protejan la vida humana.
De cualquier forma, lo que hoy parece evidente es que la bioética se ha convertido en una disciplina fundamental del mundo contemporáneo que augura el comienzo de una nueva fase en la historia de la humanidad.
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