Hace unas meses me apunté como jurado al II Concurso Círculo de Lectores de Novela. Había unos escritores noveles que tiempo atrás habían presentado sus obras noveles al concurso. Los señores de Círculo de Lectores habían seleccionado las cinco mejores y éstas se entregarían a los miembros del jurado, que eran los lectores anónimos, que sin título ni autor, votarían la mejor. Mi hermana me animó a que me apuntara, pero como no tenía tiempo de leer más cosas, entre las dos nos repartimos el trabajo. Sin ánimo de ser cruel, pocas veces me he reído tanto.
La pregunta a todo esto era: ¡¡¿Éstas son las cinco mejores?!!
Walker Percy, que era editor, decía que, cuando le proponían una obra, le bastaba leer unas cuantas páginas para saber si era buena o mala. Decía que, incluso, en las peores, con leer el primer párrafo ya tenía suficiente para no tener que seguir leyendo. Hasta que una madre pesada se presentó con el manuscrito de su hijo fallecido y el pobre señor Percy se enfrentó a estas primeras líneas:
“Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez”, que es, de hecho, el principio de uno de los pilares de la literatura norteamericana, como en España pueda ser El Quijote:
La conjura de los necios (1980, escrita ca.1960), de John Kennedy Toole. Y su madre tenía razón. Leí esta obra hace unos seis años, y aún estoy conmocionada. En serio, sigo conmocionada. Cada vez que la evoco, vuelvo a esa sensación de asombro que me acompañó la lectura. No sé qué hace quien no la ha leído que no sale corriendo a por un ejemplar, ahora mismo, en serio.
Principios, por haberlos, hay muchos. Uno de los comienzos más asombrosos de la historia de la literatura (al menos de la literatura que yo he leído) es el del Niebla (1907), de Miguel de Unamuno, que dice: “
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía.” Me encanta.
Aquí, desde luego, solamente tengo derecho a opinar como simple lectora, porque en el momento en que te presentas ante las primeras páginas de un libro sólo cabe la emoción estética que te provoca. ¿A cuántos libros nos hemos enfrentado cuyos principios son tan aburridos, tan aburridísimos, que continuar leyendo es verdaderamente un acto de buena voluntad? A lo mejor me he perdido grandes obras, pero he de reconocer que para estas cosas tengo poca paciencia. Yo, como millones de personas en el mundo, soy una adicta a los comienzos que enganchan. Y ahí es donde algunos escritores, errando en el blanco, se piensan que lo mejor es una introducción al estilo de una película de James Bond o Jackie Chan: silencio, fundido a negro, manos deslizándose entre un archivo con una linterna desenfocada… y de repente ¡un estallido musical y coches saltando por los aires! Me refiero, sobre todo, ya saben, a
El Código DaVinci y a sus secuaces. Perdón otra vez por mentarlo.
Pero no, algunos comienzos son muy silenciosos, cautelosos, confortables: En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad. Éste es el de
El hobbit (1937), de J.R.R. Tolkien. La historia está llena de aventuras, pero mejor tomémonoslo con calma desde el principio. Eso es muy
hobbit, desde luego.
Algunos otros no son más que una simple introducción, que pone en tensión al lector ante una historia que, más o menos, se espera (porque un libro comienza a leerse mucho antes de que se abra la primera página):
Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada… de
Alicia en el País de las Maravillas (1865), de Lewis Carroll, un matemático loco.
A mí me encantan los principios que te lo aclaran todo muy bien aclarado antes de empezar con la acción. Esos cuentos donde lo importante no es
lo que pasa, sino
dónde y por qué pasa:
En lo más profundo de una de las inmensas ensenadas de playas que el Hudson acaricia en sus orillas orientales, se produce un enorme ensanchamiento al que los viejos marinos holandeses llamaron en tiempos Tappan Zee; para navegarlo, recogían las velas prudentemente mientras invocaban a San Nicolás. Este comienzo lo escribió Washington Irving en
La Leyenda de Sleepy Hollow (1920).
Algunos otros son desconcertantes. De repente te plantas enfrente de la primera página preguntándote si lo has leído bien o si te has saltado información. En esto Henry James es un experto:
Le habían dicho que las señoras estaban en la iglesia, pero comprobó que esta información era inexacta cuando travesó la extensa y resplandeciente galería y se detuvo ante la puerta que dominaba el inmenso parque. De
La lección del maestro (1891) ¿Qué señoras? ¿Quién le había dicho qué? … Pero tranquilos, es Henry James, todo tiene su explicación, pero más adelante. Y Borges, mi adorado Borges, como gran descendiente estilístico de Henry James, lo lleva hasta el último de sus extremos:
El Universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Bienvenidos, señores a
La Biblioteca de Babel (1941), y por extensión, bienvenidos al Universo. Pocos comienzos hay tan impactantes.
Y este otro que comienza…
Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento, de
Cuento de Navidad (1843) de Charles Dickens, que es uno de los que primero te avisan, para que no te sorprendas.
Están los comienzos-homenaje:
Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente… de
Firmin (2006) de Sam Savage, preciosa e insuperable, que, en definitiva, lo resume todo.
Pero sin duda, uno de los mejores comienzos de la literatura (al menos de la literatura que yo he leído), es aquel que comienza por donde se debe comenzar: por el principio: En el principio creó Dios los cielos y la tierra. (Génesis 1, 1).
Dejémoslo bien claro desde ahora, dice este comienzo, porque en el resto de la lectura se van a decir muchas cosas, y algunas muy complicadas. Y hay que tener claro lo que hay que tener claro, o de todo lo demás no se entenderá nada. Esto es un buen comienzo, y un comienzo así promete una interesante lectura. Es uno de esos comienzos apoteósicos que a los que millones de personas en el mundo y yo somos adictos.
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