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Los tropiezos del padre Alberto

El padre Alberto, cura joven y, según la opinión general, buen mozo (yo prefiero abstenerme de opinar sobre la hermosura de los hombres), había adquirido cierta fama con sus consejos a gente de diversa laya que le escribía contándole sus tribulaciones a la espera de una respuesta. Estas aparecían regularmente en El Nuevo Herald de Miami y llevaban el sello de su función sacerdotal respaldado, sin duda, con el de la Iglesia.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 16 DE MAYO DE 2009 22:00 h

El padre Alberto era respetado -y seguramente leído por muchos- pero no era famoso. Hoy lo es. Y lo es gracias a la publicación de unas fotos en las que aparece retozando con una joven de la que dice estar enamorado. La atención que le ha brindado la prensa ha sido tan amplia que incluso opacó la «tragedia» de la fiebre porcina y ni se diga de la polvareda levantada por el ex obispo Fernando Lugo, ahora presidente de la República del Paraguay.

Ha habido gente que con pancartas y gritos de apoyo ha salido a la calle a ofrecerle su respaldo aunque la verdad es que hasta ahora pareciera que nadie lo está persiguiendo ni menos condenando. Salvo, quizás, su propia conciencia.

Entre todo lo que se ha hablado y comentado en torno al «escándalo», como que se ha soslayado el problema que yace en el fondo de este affaire: el del celibato y la castidad impuesta por decreto sin atender a la voz y a la fuerza de la naturaleza. Y si en alguna instancia alguien lo ha tocado, lo ha hecho con guantes de seda. Es que es un tema peliagudo en tanto la jerarquía católica lo siga considerando así.

En lo que a este escribidor respecta, me ha llevado a buscar en mi biblioteca una novela que viene a su caso como anillo al dedo.

Ya he contado en otros de mis artículos la forma curiosa y hasta pintoresca en que nos encontramos, La duda inquietante y yo, en un flea market o mercado de las pulgas hace de esto un poco más de diez años. Empecé a leerlo en el auto mientras conducía de regreso a casa y no lo dejé hasta terminarlo. Si el padre Alberto llegara a leer este artículo, quiero que sepa que estaría no solo dispuesto a prestarle el libro sino a regalárselo, lo que haría con dolor en mi alma porque no acostumbro regalar los libros que de verdad aprecio. Sin embargo, creo que su lectura le ayudaría mucho a recorrer este tramo difícil del camino de su vida.

Adentrémonos un poco en la trama de la novela.

Anselmo, un adolescente español, accediendo al deseo de su padre y contrariando el de su madre, decide ingresar al seminario para prepararse para el sacerdocio. A poco andar, sin embargo, empieza a dar de tropezones con su naturaleza hasta que un día, llevado por esa fuerza que brota a borbotones de los entrepliegues más íntimos de cualquier ser vivo, está a punto de caer y rodar por el piso con una hermosa muchacha de su edad de nombre Rocío. Se abrazan, se besan, funden sus cuerpos en una especie de danza loca y, a no mediar una
circunstancia salvadora, seguramente habría llegado a consumar el hecho no en el lecho sino en el sofá más cercano. Tal era la furia erótica que hizo presa de los dos.
Herido en lo más íntimo de su honestidad de seminarista, y seguro que aquello le habría de significar un tiquete en vuelo sin escalas al infierno, acude a su confesor y mentor espiritual a quien, entre sollozos, le cuenta su tragedia. Lo menos que espera del anciano sacerdote es el anuncio abrupto de una inminente expulsión del seminario. Pero las cosas suceden de una manera muy diferente y de una forma que él no esperaba. Lo que no deja de sorprenderlo dada la inocencia y sinceridad con que ha venido viviendo su vida de joven y seminarista.

Soy un gran admirador del talento narrativo del autor de la novela, el ya desaparecido José María Gironella (1997-2003) de modo que prefiero transcribir el diálogo que se suscita entre este joven atormentado y su confesor y mentor espiritual, mosén Salvador. El que esté interesado en la historia, que me siga:

En el tranvía, camino del seminario, sin querer me distraje con el letrero «Prohibido hablar con el conductor» (Nota del escribidor: Acuérdenme para contarles un día de estos una historia a propósito de este prohibido hablar con el conductor.) Cuántas cosas había prohibidas. Otro letrero anunciaba un producto para los piojos. ¿Y los piojos del alma? Llegué a la puerta del seminario, mole inmensa, y subí con lentitud los peldaños de la escalera de entrada. En la portería pregunté por mosén Salvador. Afortunadamente estaba allí y me recibió en el acto en su celda, situada en el primer piso.
-¿Qué te pasa, Anselmo? Tienes mala cara…
-Necesito confesarme, padre.
-¿Por qué me llamas padre? Llámame como siempre, mosén Salvador.
-Necesito confesarme…
-Bien, bien… Siéntate ahí.
-Preferiría arrodillarme.
-Como quieras.
Me arrodillé y agaché la cabeza. ¿Por qué había elegido como director espiritual a mosén Cebriá? Porque hablaba en catalán, y yo en este asunto era militante. Conté de pe a pa lo que había sucedido con Rocío, tartamudeando un poco a medio camino de volver a sollozar. Estaba hundido, me dolían las rodillas. Mosén Salvador me dio una palmada en el hombro… Le miré. Me hizo un guiño de disgusto. Era mi director espiritual, es decir, algo más que mi confesor. Sabía que me mortificaba a menudo -obsesión del rector- pegándome leves latigazos en la espalda. Por ello me sorprendió que no se tomara más a pecho mi pecado. Por lo visto no quería de ningún modo que yo cayera en el masoquismo.
-Está bien, está bien… -repitió-. Todos hemos conocido alguna Rocío alguna vez.
¿Cómo? ¿Qué es lo que había oído? ¿Mosén Salvador había conocido alguna Rocío? ¿Y estaba allí, tan campante, dirigiendo las almas de los demás?
Adivinó mi pensamiento y procuró consolarme. Además de las poesías de mosén Jacinto Verdaguer y las de Héctor, yo debía leer más a menudo a san Agustín, que hablaba de la lujuria en tonos moderados, admitiendo incluso que la presencia de las prostitutas era necesaria a la sociedad.
-Tú, querido Anselmo, nunca pecarás de avaricia, ni de envidia, ni de gula… Pero la lujuria te perseguirá. Tu condición física exuberante, fuerte, será causa de tentación. ¡No, no te alarmes por eso! Tienes muchos medios para salir con bien de la prueba. ¿Para qué te sirven las uñas? Para clavártelas en la piel. Aumenta la calidad, el dolor físico de tus mortificaciones, sin lesionarte ni hacerte daño, por supuesto, y elude en lo posible la tentación. Apártate de esa muchacha llegada de Andalucía…pero si vuelves a caer, no desesperes. Eres muy sensible y podría quebrarse incluso tu vocación. Yo veo en ti un sacerdote en ciernes, que puede llegar a ser ejemplar. No me gustaría que el seminario tuviera que borrar de la lista a mi querido Anselmo Romeu…
-¿Nada más, padre?
-Nada más… ¡Ah! Y procura hacer mucho ejercicio físico.
-Sí, padre.
Mosén Cebriá me dio la absolución y yo me levanté. Estaba tranquilo, como si una lluvia de rosas hubiera caído sobre mi piel. El sacerdote me dio un abrazo, apretando cuanto pudo y yo le correspondí con creces.
-¿Y la penitencia? -le pregunté, súbitamente preocupado.
-Nada. Un avemaría. Nada más.
Quedé estupefacto. Yo creí que debería hacer los siete primeros viernes de mes o subir de una tirada a los Tres Turons, las tres jorobas gemelas que presidían la comarca del Maresme y Mas Carbó. Mosén Salvador hizo un expresivo gesto con la cabeza.
-He dicho que un avemaría y nada más…
-¿Puedo ir un momento a la capilla?
-¡Pues claro que sí, hombre! Puedes quedarte en ella todo el verano…
Me despedí de mi director espiritual y me fui a la capilla.
Ahí estaba, nuestro bueno de Anselmo, tratando de hilvanar algunos avemarías dirigidos al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen de Montserrat alternadamente cuando el órgano de la capilla rompió el silencio con una impresionante fuga de Bach. Era mosén Salvador. Recuerda Anselmo: «¡Hum, mosén Salvador era un diablillo! El organista del seminario era él. Seguro que había subido adrede al coro y les había dado en mi honor a las teclas y a los pedales. Bach me proporcionó todo el sosiego del que él era capaz. Noté una alegría íntima, respiraba con un ritmo suave y agradable, estaba lleno de “propósitos de enmienda” y hasta encendí una vela en el altar lateral izquierdo donde se erguía, tiesa como un alfil, con la capucha puesta, el hábito y las sandalias, una imagen de san Francisco de Asís».

La historia de Anselmo, por supuesto, no termina aquí. Más bien, aquí comienzan sus agonías, sus luchas y sus derrotas con la anticastidad que, con alarmante frecuencia, hace su aparición en su vida incluso cuando ya viste los hábitos.

Sus propósitos de enmienda se mantienen pero sus tropezones y sus caídas menudean. Sencillamente no puede con el llamado que desde todos los ángulos le hace la belleza de una mujer. Su cuerpo cimbreante, sus ojos entornados, su risa contagiosa y su sonrisa entre inocente y provocativa, son demasiado para él. Sabe que tiene que alejarse de situaciones comprometedoras como se lo recomendó su confesor y como se lo repite vez tras vez su conciencia pero sabe también que aquello es parte de la vida, esa vida que desea vivir con toda la intensidad que sus fuerzas se lo permitan. Sigue siendo fiel a su llamado pastoral, dedica gran parte de su vida sacerdotal a trabajar con los pobres de su ciudad a quienes no solamente acompaña en sus privaciones económicas sino procura introducirlos de frente y con los pies bien firmes en el suelo de la fe, en las bondades del Evangelio.

En su fuero interno, dos gigantes luchan por llegar a tener el control absoluto de su voluntad. Por un lado, su naturaleza humana que lo lleva a amar a una mujer con la cual termina casándose; y, por el otro, su fidelidad al llamado sacerdotal. Ambas cosas no pueden convivir. Una tiene que ceder ante la otra. Es la ley del establishment contra el cual no valen argumentos ni razones.

Su matrimonio tiene lugar dentro del rito de la Iglesia gracias a una dispensa que obtuvo de Roma después de un largo y angustiante proceso burocrático.

Quizás si el padre Alberto de Miami pueda conseguir idéntica dispensa y casarse y tener descendencia como lo hizo Anselmo en La duda inquietante. O quizás no.

Al final de su vida, con una esposa que lo amaba y con la que había encontrado el sosiego que no tuvo mientras fue célibe; con dos hijos, Eduardo y Laura, que no tardaron en llegar, confiesa: «De todo ello, y de mucho más que no cabe en este papel, no puede deducirse que soy un hombre feliz. No, no lo soy. Ni puedo serlo. Ni lo seré nunca. Soy un cura secularizado, que obtuvo la dispensa necesaria y se casó por la iglesia pero que no puede administrar los sacramentos. La iglesia no ha comprendido todavía que ambas cosas podrían ser compatibles. Mosén Martí, párroco de San Gregorio -mi párroco por doce años-, da la razón al Santo Padre. Es partidario del celibato. “Hazte protestante y asunto arreglado”. Ya no me confieso con él porque me denegaría la absolución».

Padre Alberto, que Dios te bendiga y ojalá el final de tu historia sea tanto o más feliz que la de Anselmo y la de los miles de Anselmos que procuran, sin tener el don para ello, cumplir con una ley humana tan contradictoria con la ley de Dios.
 

 


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