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¿Existe el gen de la fe?

¿Hay genes para creer en Dios? ¿actúan tales genes en el cerebro permitiéndole al ser humano creer en la divinidad y en una vida después de la muerte? Recientemente, algunos biólogos evolucionistas han manifestado que la creencia religiosa es la expresión de un instinto humano universal y que en el mapa del genoma habría unos genes para creer en Dios o para ser religioso.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 09 DE MAYO DE 2009 22:00 h

En este sentido, el famoso sociobiólogo, Edward O. Wilson (1999), ha manifestado que la moralidad es la expresión codificada de nuestros instintos, y que lo que es considerado moralmente correcto se deriva en realidad de lo que acontece de forma natural. Esto conduciría a la conclusión de que la creencia en Dios, por ser algo natural en el ser humano, sería por tanto correcta.

A pesar de todo, Wilson admitió que la fe teísta constituía un desafío fundamental para la teoría de la evolución, ya que ésta era incapaz de explicar por qué tal creencia era tan extendida entre los seres humanos y estaba tan fuertemente arraiga en nuestra especie. Al fin y al cabo, el altruismo, el amor al prójimo, la solidaridad hacia los débiles o necesitados, que proponen las religiones monoteístas, no suponen ninguna ventaja evolutiva para los individuos que ponen en práctica tales comportamientos. Más bien, en algunos casos, representan serios perjuicios para ellos.

Posteriormente, el genetista estadounidense, Dean H. Hamer, famoso por su controvertido gen de la homosexualidad, ha manifestado haber encontrado otro gen que, con toda probabilidad, dará mucho que hablar, se trata del “gen de Dios” o el gen que haría posible el desarrollo de la fe religiosa en el ser humano. Su planteamiento es puramente materialista y reduccionista. En su opinión, toda religiosidad y espiritualidad humana quedaría bien explicada en términos exclusivamente físicos y químicos. Las personas creyentes lo serían porque poseen dicho gen, o porque éste no habría tenido problemas ambientales o fisiológicos para manifestarse. Por el contrario, en el caso de los incrédulos o ateos, no existiría el hipotético gen de la fe, o bien la educación y el ambiente en que se formaron habrían impedido que se manifestara adecuadamente.

En su obra, The God gene (2004), Hamer afirma que el gen de Dios, al que denomina VMAT2, predispone a la gente hacia la creencia espiritual. ¿Qué repercusiones puede tener esta hipótesis? Si existe dicho factor genético y realmente influye sobre la fe religiosa, cosa que todavía está por ver, esto podría implicar que la espiritualidad carece de fundamento metafísico. Si las personas creen en Dios como consecuencia de poseer un gen determinado, entonces la realidad de Dios y del mundo espiritual no sería más que una construcción ilusoria del ser humano. La genética acabaría así con la teología, pues el gen de Dios sería en realidad el gen del ateísmo asesino que mataría definitivamente la idea de un Creador. ¿Qué podemos replicar a esta cuestión?

El asunto no es, ni mucho menos, tan concluyente como algunos pretenden. Veamos por qué. En primer lugar, aunque se demostrara científicamente que dicho gen VMAT2 existe y que, en efecto, actúa sobre la creencia religiosa del ser humano, esto no implicaría necesariamente que la fe y la espiritualidad fueran algo carente de fundamento. El hecho de conocer la causa fisiológica que hace posible una creencia, no determina si dicha creencia es cierta o falsa.

Por ejemplo, imagínese a un hombre que ha sufrido un accidente y como resultado del mismo ha quedado paranoico. Con el transcurso del tiempo, podría llegar a creer que su
 
esposa y uno de sus mejores amigos desean matarlo con algún fin oscuro, como cobrar el seguro. Sería razonable pensar que dicha creencia es infundada y que se debe sólo a la propia enfermedad que padece. Sin embargo, esto no elimina por completo la posibilidad de que el hombre esté en lo cierto y que realmente su esposa y su amigo hayan planeado matarle. De la misma manera, aunque el hecho de creer en Dios estuviera favorecido por una causa genética, ello podría interpretarse de dos formas distintas. A saber, o los genes nos engañan y Dios no existe, o bien, Dios existe y fue quien creó los genes que nos permiten creer en él.

No conviene olvidar que Dean H. Hamer fue también el investigador que en 1994 descubrió la famosa región Xq28 en el cromosoma sexual X de 76 varones homosexuales, región que denominó precisamente así: gen de la homosexualidad o gen gay. Pronto se empezó a creer que la homosexualidad tenía una causa biológica hereditaria. Algunos de estos trabajos fueron realizados por científicos homosexuales, como el neurólogo, Simon LeVay, del Salk Institute de los Estados Unidos, que estaban particularmente interesados en el asunto. Ansiosos por fijar en la mente del público aquello de lo que estaban convencidos, es decir, que los homosexuales habían “nacido así“ y no podían hacer nada por cambiar de actitud.

Sin embargo, el gen de la homosexualidad se esfumó con las investigaciones realizadas en lesbianas, ya que ellas carecían de dicha zona Xq28. Hoy se sabe además que ni siquiera la poseen todos los homosexuales varones. Las últimas investigaciones genéticas sobre este tema, especialmente las del genetista, J. Michael Bailey, que ha analizado muchos linajes de homosexuales, no han logrado hallar el pretendido gen gay. Incluso el propio Hamer ha manifestado que hasta que dicho gen no se descubra, sería un error suponer su existencia.

De cualquier manera, hay que enfrentar este dilema con sensatez. ¿Qué determina la homosexualidad, la herencia, el ambiente o ambas cosas a la vez? El psicoanálisis, por ejemplo, dice que la homosexualidad masculina está determinada en gran parte por el amor excesivo de la madre. ¿Y si el gen localizado al final del cromosoma X no la determina, pero en su lugar juega un papel importante dando información al cerebro sobre si la madre es demasiado amante o no? Entonces, dicho gen sería irrelevante en el origen de la homosexualidad masculina. Estudios recientes han mostrado que el 50% de los hermanos gemelos de homosexuales no lo son. Esto significa que la región Xq28, que ambos hermanos poseen, no determina la homosexualidad.

Además, si la homosexualidad tuviera una causa hereditaria, ya se habría extinguido, pues cualquier especie que tiende a no reproducirse, tarde o temprano desaparece. Sin embargo, las estadísticas demuestran que la homosexualidad oscila a lo largo de la historia y según las diversas culturas. Ahora está aumentando el número de homosexuales, sobre todo en Occidente, como lo hizo en el mundo antiguo (Sodoma y Gomorra, Grecia, Imperio romano, etc.), gracias a su progresiva aceptación social.

No obstante, la mayor parte de los especialistas cree hoy que la homosexualidad se debe a una alteración del desarrollo psíquico y sexual ocurrida a causa de los modelos de conducta observados en la más tierna infancia. Puede ser desencadenada como consecuencia de anomalías psicosociales, debido a una mala influencia de los padres, a ciertos traumas sexuales infantiles, a la presión del ambiente, o como reacción frente a las frustraciones, debido a seducción por parte de otros homosexuales, por saturación de relaciones heterosexuales, al llevar una convivencia forzada entre personas del mismo sexo o, simplemente, por afán de experimentación.

Pues bien, después de la negativa experiencia del doctor Hamer con el pretendido gen de la homosexualidad, uno se pregunta, ¿no debería haber aprendido la lección y ser más prudente en las conclusiones de sus investigaciones futuras? Pues parece que no es así, y en vez de adoptar una actitud sensata, ha optado de nuevo por lanzar a los cuatro vientos, a bombo y platillo, su último descubrimiento del gen de Dios y sus precipitadas conclusiones. ¿Cuánto tiempo tardarán sus detractores científicos, que son numerosos, en desacreditar otra vez este sospechoso hallazgo?

No es posible negar que la ciencia de la herencia, como toda disciplina científica experimental que consigue resultados favorables para el ser humano, ha logrado un puesto preferente en la sociedad. Ésta se hace eco de los últimos descubrimientos genéticos y los medios informativos están siempre pendientes de todo aquello que pueda mejorar la salud humana. No obstante, algunos investigadores, que también son responsables o accionistas de empresas biotecnológicas, o incluso ávidos por conseguir un best-séller, en ocasiones procuran hinchar sus descubrimientos para estimular el curso de sus beneficios económicos. Surgen así las informaciones sensacionalistas que cuando consiguen el efecto económico deseado, suelen ser desmentidas de inmediato.

Hace algunos años, la prensa empezó a difundir que se había descubierto “la enzima de la inmortalidad”. La noticia se basaba en un artículo publicado en la prestigiosa revista Science, en enero de 1998, que trataba sobre el aparente aumento de la duración de la vida de las células cultivadas gracias a la introducción de un gen, que produce una enzima capaz de reparar los extremos de los cromosomas. La intensa publicidad que le dieron los
medios a esta noticia hizo que en un programa de televisión se dijera que, dentro de unos años, este descubrimiento permitiría alargar la vida humana hasta los 150 años. Inmediatamente subieron los títulos bolsistas de la empresa Geron, que era la compañía de biotecnología que estaba detrás de la campaña mediática. En una sola sesión ganaron más del 50%. Días después, cuando se hizo el correspondiente desmentido, los títulos volvieron a bajar. Pero la popularidad de Geron ya estaba hecha y los avispados inversores que acertaron a comprar y vender a tiempo, hicieron su agosto. Algo parecido ocurre cuando algún periódico proclama que ha sido descubierto el gen de la esquizofrenia, del alcoholismo, la homosexualidad, la fe o el de la psicosis maníaco-depresiva. El sensacionalismo perjudica a los afectados creándoles falsas expectativas y contribuye, a la larga, a que la gente empiece a dudar de la honestidad de los científicos.

Ante esta triste realidad, es necesario entender que cuando se dice que se ha descubierto un determinado gen, lo que en realidad se afirma es que se ha realizado una localización del mismo. Pero localizarlo no es lo mismo que aislarlo. Saber donde está, o en qué lugar del cromosoma se halla, no es lo mismo que tenerlo ya en la mano para poderlo clonar. La simple localización de un gen, aunque es un punto de partida necesario para empezar, es también un dato muy frágil. Cada gen tiene un 95% de posibilidades de hallarse en la región indicada, pero un 5% de estar en cualquier otro sitio. Toda localización exige siempre ser confirmada. Hoy, varios cientos de enfermedades están localizadas, pero el gen que las produce no ha sido todavía aislado. De ahí que los resultados deban tomarse con prudencia. Además, la mayor parte de la enfermedades génicas no sólo dependen de un único gen, sino de varios, de la interacción de variantes que pueden conferirle a su portador un riesgo mayor o menor.

Después de localizar y aislar un gen, el paso siguiente es el descubrimiento de una proteína que hasta entonces no se conocía. Es probable que tal proteína posea una función desconocida en el organismo, que resulte esencial para la salud del individuo. Su ausencia o anormalidad provocan la enfermedad. Es necesario comprender entonces cuál es la función de dicha proteína en la célula que interviene. Y sólo entonces se puede pensar en reparar los daños o en suplir su déficit. Todo este proceso de investigación puede tardar lustros o décadas. Pese a las justificadas esperanzas que generan, las curaciones por medio de la terapia génica son todavía muy escasas. Esto ha originado cierta desilusión, que el sensacionalismo periodístico contribuye a incrementar.

Probablemente, en el futuro, la terapia génica tendrá un lugar importante entre los medicamentos derivados del conocimiento de los genes. Pero no parece que este lugar sea preponderante, ni tampoco que se resuelva de forma inmediata el desfase existente entre el diagnóstico y la terapia. No es de extrañar que los medios de comunicación hablen tanto de genética, ya que se trata de la ciencia que más ha progresado durante los diez últimos años. El problema es que, en ocasiones, la información que se transmite es parcial, deformada e incluso completamente errónea. Esto es algo que todo periodista científico debería evitar, intentando profundizar en la materia que trata para no crear falsas esperanzas en el lector y, sobre todo, para permanecer fiel a la verdad.

Además de los genes y las neuronas cerebrales, hay otros factores que influyen también sobre las personas, como son la voluntad, el medio ambiente, la educación, la cultura, por no hablar del poder de la gracia divina. Si, como parece, los genes son capaces de afectar la conducta del ser humano y ésta puede afectar a los genes, entonces hay una influencia recíproca y total. No existe un único gen de la fe, o gen de Dios, como tampoco existe un gen de la libertad o de la homosexualidad. Hay, sin embargo, algo mucho más importante: toda nuestra naturaleza humana, predestinada inflexiblemente en nuestros genes por el Creador y, a la vez, exclusiva de cada uno de nosotros. Se trata del propio yo personal. Nuestra conducta depende de él, como también nuestras creencias y valores. Pero también esa conducta puede influir sobre nuestro genoma y potenciarlo o silenciarlo por completo. Por eso somos libres y responsables delante del Creador.

En mi opinión, resulta ridículo pensar que la fe sincera del ser humano pueda estar atada a cualquier estructura génica o material. La Biblia enseña con toda claridad que sólo el hombre es capaz de creer y comunicarse con la divinidad, por ser precisamente imagen de Dios. Todo intento de fundamentar esta singular relación espiritual en los átomos de la materia, en las moléculas de ADN y en los genes, está de antemano condenado al fracaso y al descrédito de quien pretenda argumentarlo científicamente. La genética no acabará jamás con la teología, y mucho menos con la Palabra de Dios, como tampoco la materia anulará nunca al espíritu.
 

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