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Tierras

Cada día ando más convencida de las fabulosas cualidades de una generación de escritores y artistas que en el cambio de siglo han empezado a crear obras que serán muy importantes dentro de unas décadas. Y para muestra, un botón.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 02 DE MAYO DE 2009 22:00 h

Ya lo conté una vez, que hay dos puntos de vista totalmente opuestos con los que acercarte a la literatura que son, en sí, dos puntos de vista opuestos con los que mirar al mundo. Y ante la duda de escribir este artículo en particular, me pregunto qué postura he de tomar, si he de volver a Juan Marsé y a su pragmatismo (sólo existe lo que vemos, lo cotidiano, lo sencillo, y lo demás es artificio), o si me dejo llevar por el espíritu de Umberto Eco que me posee en ocasiones, y doy rienda suelta a mis delirios filológicos. Aunque creo que al final, con un poco de los dos, me voy a dejar llevar por el delirio analítico y traidor de Eco.

Como lectora inspirada por Marsé, no me puedo resistir a lo cercano que me engancha y me emociona. Como lectora de Umberto Eco, aunque algunas de sus teorías me parecen totalmente inalcanzables, no puedo evitar, desde ese mismo lugar cercano, analizar esta obra. Un punto de sentido común me diría que puede parecer adulador e indeseable, pero otro punto equivalente de honestidad me dice que no debería dejar de hablar de una de las obras más extrañas, fantásticas y novedosas del panorama actual, que domingo tras domingo leo en esta misma revista, y que me deja fascinada.

Tierras, de Daniel Jándula es una obra que solamente podía ser posible en esta generación, y en ninguna otra anterior. El largo viaje del protagonista, sus detalles cuidadosos, la manera de describir olores y sabores, es en realidad otro tipo de viaje, uno que se hace desde el interior. No lo digo como algo metafórico, e intentaré explicarme. Lo asombroso de Tierras es que el autor nunca ha estado allí. O casi nunca. Todo comenzó con su viaje a Londres y lo decepcionado que se quedó en el 84 de Charing Cross Road después de leerse el libro (84 Charing Cross Road (1970), de Helene Hanff). Después, todo lo demás, ha salido de conversaciones con extranjeros de otras patrias que viven entre nosotros, y con mucho, mucho Internet. PERO para mi generación Internet no es un símbolo de falsedad, de falacia o de algo artificial, sino una herramienta que se ha incorporado a nuestra forma de entender y acercarnos al mundo. No importa que no hayamos estado allí, porque la nuestra es una generación que ha superado al homo videns, esa sub especie del homo sapiens que miraba el televisor. Nosotros somos el homo digitalis, o como quiera que se diga: aquel que interactúa con su mundo a través del mundo digital. No somos meros observadores, hemos crecido con ello, ya no es ni siquiera práctica de los años, es nuestra forma de entender el mundo, y en las generaciones que nos siguen eso es aún más evidente y más imprescindible. Es cierto que hay muchas adicciones, pero a los adolescentes de hoy en día se les debería respetar el hecho de que, en su formación, en su interacción con el mundo, en la manera en que han aprendido sus herramientas sociales, Internet es un lenguaje, un camino y un universo. El mundo cambia, los instrumentos y nuestras herramientas van variando para que podamos acabar haciendo, al fin y al cabo, lo mismo que llevamos haciendo cientos de miles de años como humanos.

Este cambio social tan relevante tenía que aparecer en algún momento en el universo literario, y creo que la obra de Daniel Jándula es uno de los primeros vestigios de esta transformación.

Pero hay algo más allá de la innovación y de la perfección formal de esta obra. No tengo que declarar muy alto de Daniel Jándula es uno de mis escritores favoritos, y no lo digo, que conste, porque sea mi marido. Si el curso de la historia hubiera llevado otros caminos y ahora fuera un extraño al que leyera por primera vez, igualmente me quedaría fascinada. Y en parte, eso es lo que ocurre. No puedo ni quiero evitar distanciarme del autor para enfrentarme a su obra, porque él mismo obliga a ello. Aunque es un relato en primera persona, aunque es el personaje el que habla siempre, en toda obra literaria puede leerse la voz del autor real, empírico, que la ha creado. Y Daniel tiene la capacidad de hacerse desaparecer, de hacer que te enfrentes a un texto donde, como si fuera un espejismo, el autor no existe.

Una de las cosas fascinantes es que yo vivo, semana tras semana, ese proceso creativo, y a pesar de su resultado exquisito, delicado, medido hasta el más mínimo de los detalles, resulta una tarea muy rutinaria. Todas las semanas tienen un rato de “estoy escribiendo lo de Tierras, pero no tardaré mucho, ya lo tengo más o menos planeado”, entre una o dos horas con música a todo volumen y luz tenue, a veces en el hueco en el que termina de lavar una lavadora o mientas se prepara la cena en el horno.

Tengo que advertir que las más de las veces no leo el artículo hasta que no es publicado en la revista, lo que le da aún más lejanía y más interés. Y cuando lo leo, cuando me enfrento a ese breve texto los domingos, siempre acabo en un estado de ánimo muy diferente al que empecé. Es toda una transformación interior en unos pocos párrafos, con un lenguaje y una prosa sencillas, pero eficaces; algo muy lineal, sin saltos en el espacio ni en el tiempo. ¿Y cómo lo hace?

Hace dos domingos casi di con ello, me dije: es cómo se vale de recursos poéticos, que consigue crear esa conexión con el lector. Pero no se puede describir Tierras como un sencillo efecto óptico, porque no funciona. Muchas veces utiliza recursos poéticos para prosa, algo arriesgado que, sin embargo, a él le sale muy bien. Puedo poner un ejemplo, del capítulo titulado Hay que regresar al sur: “Una pizca de fe sitúa al viajero en un raro exilio. Así, me alejo del pueblo y recorro los alrededores en soledad…”. Algo poético, y un poco de lo cotidiano, todo mezclado para que no se sepa dónde empieza la transformación del lector, que se cree leyendo un relato simple sin darse cuenta. Pero no es solamente la poesía. No es solamente las imágenes que crea, las comparaciones y la identidad emocional con el lector. Debe haber algo más detrás, que aún no he averiguado. Algo que tiene que ver, de alguna manera, con una experiencia vital absolutamente veraz, aunque haya sido creada en un laboratorio.

Lo peor es que no le puedo preguntar al autor directamente, a pesar de tenerlo tan cerca, porque el autor de Tierras solamente aparece una o dos horas a la semana (como si se tratara de un caso de desdoblamiento de personalidad), y a veces no estoy en casa, y cuando estoy no es muy hablador, y si le pregunto sobre algo de esto después, mientras no es el autor de Tierras, me mira con cara rara y me pregunta si es un chiste de filólogos de los míos.

El 23 de Abril pasado dio para mucho en Barcelona. Algunos días tienen la capacidad de estirarse como chicles en esta ciudad, pero solo algunos señalados, por lo visto. Aquel día Dani y yo dimos un paseo, y acabamos en la librería Altaïr, que está en la Gran Vía. Nos cuesta mucho esa librería, tan llena de retos, de viajes de otros, que no pueden ser los nuestros porque (no es por alardear) pero son muy caros. Paseamos por las estanterías, entre el gentío feliz y la alegría del aire acondicionado, entre sus luces tenues y Asia, Australia, Latinoamérica. Había un enorme globo terráqueo de plástico inflable, que ocuparía nuestro salón entero y valía un ojo de la cara. Y luego había otros más chiquititos, y unos de esos como antiguos, de color sepia y pie de madera, de los que tienen un interruptor y se iluminan por dentro.
- Mira, un día, cuando tengamos una casa con una biblioteca, podríamos tener uno de estos –le dije.

Y él me señaló con el dedo el punto exacto donde su personaje estaba esta semana, un lugar de Bolivia que salía en aquel mapa. Me dijo que, seguramente, seguiría hasta el Sur, el Sur del todo.
- ¿Y cuando llegue al Cabo de Hornos? –le pregunté- ¿Irá a las islas del Pacífico?...
- No lo sé… -me dijo con pesadumbre-… estaría genial, pero no creo que tenga mucho tiempo.

Ya no es un personaje inventado, no es un ser irreal que dispone de todo el tiempo y todo el espacio y puede romper cualquiera de las leyes de la física a su antojo. Nuestro amigo sin nombre tiene unos límites, aunque algo difusos, inquebrantables. Y tiene entidad suficiente como para dejar de poseerlo todo, y desear tener más tiempo para visitar las islas del Pacífico. Es ya, sin lugar a dudas, todo un personaje de derecho del universo literario.

No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta. (Romanos 12:2)
 

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