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Uno puede acercarse a los libros y sentirse erudito, o intelectual, pero no hay nada como encontrar refugio emocional en algo que escribió una persona que ni tan siquiera sabía que existirías algún día y leerías sus palabras.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 25 DE ABRIL DE 2009 22:00 h

Es una extraña congoja, una extraña afrenta, misteriosa e inexplicable. Algo personal, y, tal vez, intransferible. Tal vez al resto no le importe tanto como a mí me hiere.

Hace unos días tomé un taxi por la mañana, con uno de esos taxistas que andan en sus largos cincuenta, de los que dan cháchara pero sin opción a réplica por parte del cliente, que para eso es él quien conduce. Yo, que a veces soy un poco ilusa, le seguí la corriente. Algo decían en la radio, no recuerdo el qué. Hablaba de la crisis … y entonces empezó con ese discurso paternalista al que ya me estoy acostumbrando, al de… “es que tú eres muy joven, no tienes ni idea”.

Según sus extrañas teorías, de la crisis del 29 consiguieron salir gracias a la Segunda Guerra Mundial, “y la culpa la tuvieron los banqueros judíos” (sic). Y ahora, para salir de esta crisis, lo que van a hacer será montar otra guerra en Oriente Medio, y a lo mejor consiguen hacer desaparecer al Estado de Israel del mapa.
- Pues espero que no ocurra –dije yo mientras le pagaba, esperando huir de allí lo antes posible.
- No, claro, claro –se excusó el taxista-, yo tampoco lo espero.
- No, si ya, pero es que entonces yo me quedaría sin trabajo.
- No, claro, tú y todos se quedarían sin trabajo, a ver qué te vas a creer.
- No, si ya, pero es que yo trabajo de hebraísta –le mentí una miqueta, lo siento, pero ya pedí perdón.
- Ah…

Se me quedó mirando por el espejo retrovisor. ¿No podía entender que yo fuera joven, y además, tuviera cierta idea del asunto?

Yo no quiero dudar de lo dura que ha sido la vida en los últimos setenta años, pero no sé por qué razón para la generación de los que ahora tienen entre cincuenta y sesenta, su experiencia les da derecho a despreciar a los que estamos entre los veinte y los treinta. A lo mejor ha ocurrido desde el principio de los tiempos, a lo mejor uno llega a esa edad y junto con las canas, la menopausia y el cuidarse el colesterol sale esa necesidad de hacerse la víctima y encumbrarse en su dura y luchadora vida pasada, sea la que haya sido.

Lo que no entiendo es qué derecho tienen a decir que porque nosotros no viviéramos dictadura, o porque ésta sea nuestra primera crisis, nuestra vida es fácil.

Esto que quede entre nosotros, por favor, que es un secreto: en mi clase de lengua hebrea ya prefiero no opinar ni hablar ni referirme a nada que no sea lengua hebrea, bíblica, rabínica, medieval o lo que sea, pura lingüística, a ser posible. Porque entre la profesora y uno de los alumnos (un profesor de primaria jubilado), cualquier otra conversación es imposible. Y que no me malinterpreten: él es un magnífico compañero de clase, y hace unos resúmenes fantásticos, y ella una de las mejores profesoras de la facultad. Pero se juntan, y a veces, antes de empezar la clase se ponen a arreglar el mundo, y claro está, yo y el resto de mis compañeros menores de treinta años no tenemos derecho a opinar porque a nosotros, “desde que nacimos nos lo han dado todo hecho” (sic).

No quiero alardear, pero nuestra vida es muy, muy difícil. Es increíble, pero en medio de un mundo en aparente calma, ante nuestro futuro hay un telón negro de acero, inamovible. Pocas oportunidades, poco trabajo. No, no sé lo que es pasar hambre, porque yo crecí con bocadillos de Nocilla, pero la gente que nació entre los años 45 y 55… tampoco que es le faltara un plato de comida a la mesa todos los días, salvo contados casos. Y muchos, igual que nosotros, pudieron acceder a los estudios superiores. Es más: ellos, por su esfuerzo, sacándose una carrera, consiguieron un trabajo digno de su cualificación. Los que nos licenciamos estos días, solamente aspiraremos a trabajar como becarios, sin seguridad social, ni contratos, ni derechos ninguno. Que los tiempos son malos para todos.

Y yo, que soy un ser literario, cuando vienen temporales me refugio en los libros, pero no hay ninguno en mi salón que pueda quitarme la congoja esta noche, y eso que he buscado bien y he removido los fondos de las estanterías. Sobre todo he buscado poesía, que es lo más cercano a una radiografía del alma, y al fin y al cabo, la congoja y la impotencia son problemas del alma. Pero parece ser que la gente adulta no se rió con desdén de ningún escritor de los que yo tengo en mi salón. Ni Emily Dickinson, ni Miguel Hernández, ni Gil de Biedma (bueno, él sí que se rió de los jóvenes), ni Lope de Vega… parece ser que ninguno de ellos se vio en medio de este revuelo de despropósitos.

Pero yo tengo una ventaja. Hay otra poesía, escrito mucho tiempo atrás, que sabe adentrarse en las oscuridades de mi alma. Hubo un poeta que, como yo, en medio de lo que aparentaba ser un gran esplendor, se sentía indefenso y confuso.

Y es que, aunque parezca que no, para el Rey David las cosas nunca fueron, tampoco, demasiado fáciles. Era un gran conquistador, un gran rey, pero se pasó toda su vida en una lucha continua para mantener intactas sus competencias. Enemigos extranjeros que se querían quedar con sus territorios, y enemigos familiares que querían quedarse con su legado. Me consuela su obra porque él, como yo, era un ser literario, y sus congojas las solucionaba también sumergiéndose en la belleza formal y conceptual de la poesía.

Él, como yo, se sentía impotente, y yo, como él, decidí dejar de luchar contra el mundo: hay quien es más poderoso que yo, y tiene más fuerza. No puedo solucionar nada. Tal vez no viva para ver las soluciones, pero déjame, Señor, y tomaré fuerzas, antes que vaya y perezca (Salmo 39, 13). Sólo esas palabras, sólo esas de todas las que caben en mi salón, me alcanzan las emociones y el alma, y se ponen en correspondencia con mis propios dolores, suavizándolos.

David fue un gran poeta, y como él, decenas de autores sensibles y poderosos caben dentro de una Biblia. Creo que es la mejor lectura para tiempos de crisis, y no lo digo por ser políticamente correcta ni por parecer piadosa.

Unas amigas y yo nos encontramos en mitad de la Rambla Catalunya de Barcelona el día 23 de abril. Lo mejor de ese día es que la gente está más que dispuesta a gastarse los dineros, pero sobre todo, es un día alegre, festivo, en el que están abiertos a acercarse, a abrirse, a recibir regalos, y los publicistas saben aprovecharlo. Una de mis amigas dijo:
- ¡Qué fácil sería regalar biblias, con una rosa dentro, en un día como hoy!

Ellas, que son misioneras, estos días parten de viaje. Hemos quedado en que si consiguen apoyo y financiación, si no hay ninguna ley que prohíba regalar libros el Día del Libro en Barcelona, el año que viene nos organizaremos y repartiremos Biblias gratis en Sant Jordi (si alguien más quiere unirse a esta actividad espontánea y desinteresada, ¡que se una! Éste es mi e-mail [email protected]).

Como crítico literario, hebraísta, lectora o escritora o sea lo que sea que yo sea que soy, como lectora emocional de las poesías del rey David, sería uno de mis mejores regalos al mundo. Que me llamen ilusa, pero mientras sea joven, seré entusiasta.
 

 


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