El resto de la belleza que trato de registrar aquí se la reparten los relinchos suaves de fuertes y bajos caballos, los nidos de uchi colgando de árboles como lágrimas o mejor aún, como redomas con piel de coco, tucanes pequeños y las orquídeas violetas abiertas y carnosas, la suntuosidad de ciertos troncos enrollados en los márgenes de las cascadas transformadas en naturales baños de burbujas, las decenas y decenas de especies de mariposas que me miran y saludan al pasar, y por último la austeridad casi desafiante de una hacienda casi derruida, ligeramente torcida hacia un lado, de olor a cal intenso y tejado fabricado con fragmentos de otros tejados de rojo predominante.
Entro en los dominios del lugar, delimitados por una valla más de adorno que con ánimo de intimidación, y curioseo entre sus ruinas, como un ratón feliz durmiendo en un queso emmental. También me imagino durmiendo en un rincón, tranquilo y sin pensar en lo que el viaje en la carretera de la muerte ha socavado en mi corazón. Me da por pensar en lo triste que resulta ver la casa tan vacía, tan lampiña, para luego caer en la cuenta de que en ese paisaje no molesta a nadie, que quizá sea mejor tenerla así, y dejar que se derrumbe y no pueda oírse su lamento.
Vuelvo al viento y al humo que no es humo, sino nube, volutas que de ser sonidos rodarían de forma similar a un sofá arrastrado en el piso superior. Y al polvo del camino, permanente de dudas sembradas, con un sonido también a sofá. Estoy en la carretera de la muerte, los cinco sentidos puestos en el desfiladero que está a unos centímetros a la izquierda. Unos cien metros delante de mi, un camión pasa junto a un viandante, y le envuelve en una columna de tierra. Cuando hace lo propio conmigo, veo que el hombre ha desaparecido. Corro, temiendo que se haya despeñado. Llego a la altura donde se había formado la columna, y me asomo. No parece que haya caído por ese lado, así que pongo los brazos en jarras y me pregunto qué habrá sido de él. La respuesta la obtengo en seguida: me giro, y encuentro al individuo sentado en un tocón, en un lado de la curva, más ancho que de costumbre. Come despacio un bocadillo, mirándome fijo, mirando mi pose en jarras de personaje fuera de sitio.
Me asomo otra vez, y en un rápido vistazo se despliega ante mi una alfombra dolorosa de cactus y ramas secas. El hombre suspira, se levanta y prosigue su camino, que se antoja rutinario.
- ¿Te preocupa el regreso de mañana? – pregunta Ulrich en la cena.
- Un poco – respondo, mirando el ojo glauco de una sardina caliente.
- ¿Quiéres hablar de ello?
- No. Gracias, no es necesario – pincho el ojo de la sardina y lo saco. Miro a Ulrich, y entiende que en el fondo sí me hace falta hablarlo.
- Las primeras veces también eran cuestión de vida o muerte. Caminos difíciles. Tensos. Cada vez que bajaba o subía, pero sobre todo cuando bajaba, ponía las cosas en orden con Dios, así que por un tiempo fui un hombre muy recto – sonreímos –. Ahora, musito una oración que sólo oigo yo… el mantenerse alerta puede poner las cosas en su sitio. O puede que la culpabilidad se apague, no lo sé… lo que importa es tener claro que en algún momento tu futuro puede irse por el barranco… claro que esto se suele entender al revés, cuando lo único que significa, al menos para mí, que no siempre dependes única y exclusivamente de ti mismo… es sólo mi opinión… estos – dice, señalando a nuestras sombras, que deben haberse convertido en los que subieron en el coche con nosotros –… se ríen, pero apuesto lo que sea a que tienen su momento de rendición antes de recorrer el camino – guiña y se recuesta en la silla, mirando la llamita caprichosa de la vela situada en el centro de la mesa.
Vuelvo a la habitación, pretextando el cansancio acumulado, y juntando los cachitos de fe que puedo reunir. Una pizca de fe que desemboca en la reflexión de que hay que regresar al sur.
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