Reconozco que las aventuras por las calles de nuestro patrio barrio (aburridos gags en la frutería, la panadería o el quiosco) eran los momentos ideales para ir al lavabo, para mendigar otra rebanada de pan con Nocilla o para avanzar algo de esos deberes eteeeeernooooooooooos de Sociales, Naturales o Mates.
Y es que la magia del programa pasaba por los encuentros con los personajes venidos allende los mares, divertidos, bien construidos y con una vocación didáctica y educativa insuperable (o sea, aprendíamos sin darnos cuenta) como la rana Gustavo, Tricky (el devorador monstruo de las galletas, vaya, aunque después de despedazarlas nunca las tragaba, pero eso no nos importaba. Nos extrañaba, pero no nos importaba), Epi y Blas o el gruñón Óscar. Pero mis momentos favoritos eran los de dos personajes: Coco y el Conde Draco. Y es que buena parte de mi generación sabe la diferencia entre
cerca y
lejos gracias a los esfuerzos de Coco, un desgarbado personaje azul que, antes de desplomarse agotado, se acercaba y se alejaba de la cámara de forma reiterada, con una vocación pedagógica encomiable.
Gustavo (el reportero más dicharachero de
Barrio Sésamo y uno de mis periodistas de cabecera, aparte de Jiménez Losantos y esos engominados de Intereconomía TV, claro) podía ser el abanderado carismático de la banda, mientras los antagónicos Epi y Blas eran los líderes de audiencia, pero Coco era el más versátil, el teleñeco más camaleónico, capaz de crear su propio alter ego en forma de superhéroe, un Supercoco ataviado con un casco de armadura y una capa con la letra G y con unos aterrizajes no precisamente silenciosos. El mismo Coco también aparece en el papel de Sheriff Coco, que ni James Stewart oigan, un defensor de la ley al que su fiel Jaca Paca le saca las castañas del fuego en cada conflicto.
¿Y qué me dicen del gran Conde Draco? Estoy casi seguro que ¡aprendí a contar con él, y no con esos libritos de papel fino de la EGB de hace tres décadas! El Conde Draco
era un vampiro que no daba miedo, en un castillo puro viejuno (neologismo de la escuela
Muchachada Nuí), lleno de polvo y con unos patosos murcielaguitos por allí revoloteando cual gráciles pajarillos (bueno, gráciles no). Era un vampiro enamorado de una tal Condesa Natacha, que no asustaba a pesar de vestir de negro riguroso (con ese cuello almidonado en exceso), tener la piel violeta y una perilla de chivo, un acento entre transilvano y el eterno deje arrastrado de Bela Lugosi y unas cejas perfiladas que rodeaban un burgués monóculo.
O sea, uno de los grandes iconos del cine y la literatura de terror convertido en un personaje que, a pesar de reproducir un entorno entre tenebroso y polvoriento y de contarlo todo entre truenos, relámpagos, risas de malo (esas que quieren ser como más guturales) y unos extraños ritmos a medio camino entre zíngaros y sonidos de violín desafinado, se convirtió en el favorito de muchos niños. Eso sí, recuerdo que al conde no le asustaba la luz (sobre los ajos no tengo referencias) y tenía una obsesión por contar cualquier objeto, numéricamente hablando claro. De hecho (eso lo supe mucho después claro), existe la creencia de que los vampiros sufren de aritmomanía, un trastorno obsesivo compulsivo que consiste, precisamente, en tener que contar objetos o acciones continuamente.
No es casualidad, pues, que el nombre original de mi querido conde fuera, en inglés, el de Count Von Count (un nombre más apropiado), un personaje incrustado en mi memoria infantil a la altura del Mazinger Z que se enfrentaba a un variopinto ejército de robots, de Pierre Nodoyuna (el afrancesado conductor malvado de los Autos locos, acompañado del inigualable perro Patán), de la Hormiga Atómica, del Lagarto Juancho o de Maguila el Gorila. O sea, psicodélicos y estrafalarios personajes que debían moldear la cultura televisiva de un tierno infante.
Y así he salido, vaya, ya que (y esto es rigurosamente cierto) cuando voy por la calle y la mente, que también se aburre, decide ponerse a contar los números de las matrículas de los coches o las letras de los carteles publicitarios, inmediatamente me viene a la mente la imagen de Draco. De negro riguroso, con esa extraña banda con los colores que coincidían con los de la bandera española (¡!) y sus movimientos sincopados de títere algo patoso, mientras tiernos murciélagos (que respondían, creo recordar, a nombres como Sasha o Tatiana) revoloteaban a su alrededor, en ese decorado de castillo desvencijado y paisaje algo agrietado, siempre adornado por truenos relampagueantes. Una delicia.
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