Para algunos, Darwin, tanto si fue consciente de ello como si no, había matado a Dios. Es posible que hasta el día de hoy muchos estén convencidos de tal afirmación. Sin embargo, en nuestra opinión y según acabamos de ver, eso no fue así. Dios continúa siendo la explicación final al enigma del universo y la vida, como confirma la ciencia actual libre de prejuicios. Dios no ha muerto, el que murió fue Darwin y aunque sus teorías han llegado hasta nuestros días, lo cierto es que pronto asistiremos también al funeral de las mismas.
Cada persona tiene su propia versión del mundo y su propia filosofía de vida, incluso aunque a veces no sea consciente de ello. El ser humano, desde los días de Job, siempre se ha preocupado por descubrir la verdad y vivir de acuerdo a ella. Las distintas visiones que existen del mundo, se pueden analizar y criticar según cómo respondan a las preguntas básicas del ser humano.
El escritor norteamericano Charles Colson, es su inspiradora obra,
Y ahora... ¿cómo viviremos?, reduce esta preguntas a cuatro. La primera tiene que ver ante todo con la identidad, ¿de dónde venimos y quiénes somos? La segunda se interesa por la historia, ¿qué es lo que ha sucedido en el mundo? La tercera tiene que ver con las posibilidades de modificar las cosas, ¿qué podemos hacer para solucionarlo? Y la última se refiere al comportamiento, ¿cómo debemos vivir?
Estas cuatro preguntas son como un bisturí que nos permite diseccionar todas las filosofías e ideologías de este mundo. Desde los libros de texto de las escuelas y universidades, hasta el pensamiento que hay detrás de ciertos programas de la televisión. Cualquier tema que analicemos, desde la familia a la educación, desde la política a los asuntos científicos, del arte a la cultura popular, la sociología, la bioética, todo está empapado por la solución que se dé a tales incógnitas. El mayor desafío al que estamos asistiendo hoy los cristianos es el conflicto entre dos visiones opuestas del mundo: por un lado el teísmo, por otro el naturalismo. El teísmo es creer que hay un Dios trascendente que creó el universo, mientras que el naturalismo afirma que las causas naturales, por sí solas, son suficientes para explicar todo lo que existe.
En realidad, la visión del mundo que predomina hoy en nuestra sociedad occidental es precisamente este naturalismo, en base al cual se ha forjado una cultura poscristiana, posmoderna y posmoralista. Una cultura cuyos principios fundamentales se basan en que Dios no existe, sólo existe la naturaleza que podemos ver. No hay Revelación que valga, cada cual debe buscar su propia verdad. La vida no tiene propósito pues sólo somos “accidentes cósmicos surgidos del barro”. Estas ideas conducen al relativismo moral: Si Dios no ha hablado, que cada cuál se construya su propia moral y viva como quiera pues todo es relativo. Lo correcto no es lo que diga la Biblia, sino lo que funcione mejor (el llamado utilitarismo). Aquello que resulte útil al ser humano es siempre lo bueno; lo que sea inútil, lo que no sirva para nada, puede abandonarse o desecharse. Analicemos estas cuatro preguntas principales que contraponen los principios naturalistas a los del cristianismo.
¿DE DÓNDE VENIMOS, AZAR O CREACIÓN?
Uno de los más populares predicadores del naturalismo, el ya fallecido Carl Sagan, desde su famosa serie Cosmos, se apresuró a responder que: “Somos hijos del cosmos [...] porque el cosmos es todo lo que existe, existió o existirá jamás”. Según él, el universo sería el producto de fuerzas ciegas sin un fin determinado. ¿Puede llamarse a esto ciencia? ¿Cómo es posible demostrar tal afirmación? El naturalismo puede presentarse como ciencia, mediante cifras y datos, pero es una religión que se está enseñando por todas partes, a los niños y a los adultos. El debate no es entre la Biblia y la ciencia, sino entre religión y religión, entre naturalismo y cristianismo. Por una parte la visión naturalista nos dice que el universo es el producto de la casualidad. Por la otra, la visión cristiana afirma que fuimos creados por un Dios que nos ama y tiene un propósito para nosotros.
El naturalismo afirmaba hasta hace poco que la materia del universo era eterna, que no se podía crear ni destruir, y que, por lo tanto el cosmos no había sido creado. Esa materia empezó a cambiar al azar, en algún momento indeterminado, y originó por evolución todas las galaxias, estrellas y planetas del universo, así como a todos los seres vivos de la Tierra, incluido el hombre. Más tarde, Darwin vistió esa idea con su teoría de la selección natural de las especies biológicas. Un proceso ciego, sin meta u objetivo final, pero capaz de originar por casualidad, la inmensa diversidad de seres del universo.
El cristianismo, basado en la Revelación bíblica, afirma por el contrario que la materia no es eterna, sino que fue creada por Dios, igual que el tiempo y el espacio. Dios creó el universo con un propósito inteligente, con un objetivo final, y calculó con suma precisión cada ley natural y cada detalle importante para vida.
Resulta que
en las últimas décadas, la ciencia ha cambiado su manera de entender el origen del universo, acercándose más a los planteamientos de la Biblia. Después de haber sostenido durante siglos que el universo y la materia eran eternos y que, por lo tanto, no necesitaban de un Creador, hoy se ha encontrado evidencia de que tuvieron un principio en un tiempo finito, justo como decía la Biblia. La idea de la creación ya no es sólo una cuestión de fe religiosa. Como confiesa el físico agnóstico, Paul Davies: “El Big Bang es el lugar en el universo donde hay espacio para que aún el materialista más tenaz, admita a Dios”. (Davies, 1988b)
Pero no sólo se cree que hubo un gran comienzo, sino que además la ciencia está reconociendo últimamente, que la estructura física del universo ofrece asombrosa evidencia de propósito y designio. Se ha propuesto el llamado principio antrópico, que afirma que la estructura del cosmos es exactamente la que debe ser para que haya vida y vida inteligente. La asombrosa cantidad de coincidencias cósmicas que hacen posible la vida en la Tierra (como su órbita precisa, la temperatura adecuada, su distancia al Sol, la estructura del átomo de hidrógeno, la forma molecular del agua, etc.), ¿se deben al azar o a un designio inteligente? Esto preocupa hoy a físicos y astrónomos porque comienza a parecer que las leyes de la física fueron calibradas exquisitamente desde el comienzo para la creación de la vida humana. La ciencia abre hoy la puerta a la fe en el Dios Creador.
¿Qué podemos decir del origen de la vida y de su evolución posterior según propone el darwinismo? A lo largo de este libro hemos visto que, hoy por hoy, ni se ha creado vida en el laboratorio, ni se conoce cuál podría ser el motor de la evolución, si es que ésta se ha producido. Las mutaciones y la selección natural al azar no crean nada nuevo. La inmensa mayoría de tales mutaciones son letales o perjudiciales para los individuos que las presentan. Las especies biológicas cambian hasta un cierto límite que no pueden cruzar. Hay una gran diferencia entre microevolución y macroevolución. Los órganos y funciones “irreductiblemente complejos” no permiten interpretar su origen por medio del darwinismo. La realidad de las lagunas fósiles y la debilidad de las teorías que pretenden explicarlas se ha puesto de manifiesto.
De todo esto puede deducirse que la teoría de Darwin no es ciencia, sino filosofía naturalista disfrazada de ciencia. Desde ningún rincón de la verdadera ciencia actual, se puede descartar o negar que la naturaleza sea el producto de la mente creativa de un Dios inteligente. La doctrina bíblica de la creación sigue siendo el primer elemento de la visión cristiana del mundo, el fundamento sobre el cual se edifica todo lo demás.
¿EL PRINCIPIO, LA MEJORA MORAL DEL PRIMATE O LA CAÍDA DEL HOMBRE?
La pregunta más difícil de responder por parte de los cristianos es la del origen del mal en el mundo. Si Dios es sabio, bueno y todopoderoso, ¿por qué permite el mal, el sufrimiento y la injusticia? ¿Por qué a la gente buena le pasan cosas malas? La Biblia dice que Dios nos amó tanto que nos otorgó la dignidad singular de ser agentes morales libres, criaturas con capacidad de tomar decisiones, de elegir entre lo bueno y lo malo. Sin embargo, pero el ser humano eligió mal, prefirió su autonomía moral antes que su dependencia de Dios. Y mediante tal elección, mediante tal rechazo del camino divino, el mundo quedó abierto a la muerte y a la maldad. Esta catástrofe moral es lo que la Biblia llama caída.
Es decir, que parte de la responsabilidad del mal recae directamente sobre la raza humana. No todo el mal es culpa del hombre. Antes de él ya existía un mal que el Génesis simboliza en la serpiente. Pero, desde luego, el ser humano es responsable desde el instante en que le da la espalda a Dios y pretende ser autosuficiente. El problema de esta explicación no es que sea difícil de entender, sino que a la gente no le gusta. Porque implica a cada ser humano. La idea de pecado parece dura y hasta degradante para la dignidad humana. Por eso muchos pensadores, a lo largo de la historia, la han desechado.
En el siglo XVIII, Rousseau, elaboró su mito de la sociedad culpable, afirmando que en estado natural la naturaleza humana es buena, pero las personas se vuelven malvadas sólo cuando las corrompe la sociedad. Mas tarde, en el s. XIX, el padre de la psicología, Sigmund Freud, diría también que el ser humano no era malo, simplemente se comportaba con arreglo a los impulsos primitivos que le proporcionaba esa parte del cerebro, más antigua y animal, que aún le quedaba de cuando era todavía un primate. Pero que ya evolucionaría y mejoraría moralmente. Ideas como éstas han llevado, por ejemplo, a ver a los criminales como impotentes víctimas de las circunstancias.
Hoy es frecuente oír decir a sociólogos y educadores que la culpa de la delincuencia la tiene la pobreza y otros males sociales, que la responsabilidad del crimen está fuera del criminal o que las personas no están en la cárcel porque lo merezcan. Es evidente que el ambiente que rodea a muchos delincuentes influye negativamente sobre ellos, pero no todos los que viven en ese ambiente delinquen.
El hombre es hombre precisamente porque puede hacer elecciones moralmente significativas. Pero negando el pecado y la responsabilidad moral no se va a mejorar la sociedad, sino que se le resta significado a las decisiones y acciones humanas. Se roba dignidad a las personas y no se solucionan los problemas humanos.
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