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Los hombres que no viajaban sin leer sus libros

Puedo prometer y prometo que el relato que sigue a continuación es absolutamente cierto y verídico, con la única excepción de las licencias narrativas que he de permitirme para que tenga sentido.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 11 DE ABRIL DE 2009 22:00 h

De camino a Madrid en un viaje de trabajo Ignatius Reilly se sentó a mi lado. No lo digo en broma, no es una metáfora: era el mismo chico entrado en carnes, odioso y neurótico que John Kennedy Toole imaginó para La conjura de los necios (1980), solo que en su versión barcelonesa gay con tatuajes. Por supuesto, venía acompañado de su madre, porque si no, Ignatius Reilly pasaría desapercibido, y por nada del mundo él quisiera hacer tal cosa. Ambos, madre e hijo, ocupaban los asientos que compartían el pasillo. En el asiento de una ventanilla, junto a la madre, un señor dormido que se perdió, iluso él, el espectáculo. En la otra ventanilla yo, bastante estupefacta, obnubilada con el honor de compartir asiento con un personaje mítico, reencarnado, eso sí, pero mítico.

Como ellos se subieron en mitad del camino, su viaje duró menos que el mío, así que más que un viaje en tren parecía un largo intermedio. No tomaron demasiada posesión de sus asientos, pero sí de la cafetería. Nada más arrancar el tren, su madre (que me pareció una señora asombrosamente callada) se levantó a comprar unos refrescos, e Ignatius, cuya voz era odiosamente chillona para su volumen corporal, inundó el vagón entero con sus palabras:
- Oye mamá, antes de irte dame mi libro, que yo sin mi libro para leer en un viaje es que no soy nadie… es que no sé viajar sin mi libro, sencillamente, no sé viajar.

Y su madre le hizo la asombrosa entrega de Los hombres que no amaban a las mujeres (2005) de Stieg Larsson.

Mientras la madre estaba en la cafetería, él hablaba por teléfono con alguien acerca de un garito de algún rincón en Barcelona, que debía de ser un sitio famoso, por lo visto, y cómo había estado días atrás tomando vinos allí con alguien que debía ser muy famoso, por lo visto, pero al que él, personalmente, despreciaba grandemente. Justo cuando su madre regresó él cortó la conversación (“ciao, ciao, besitos, besitos…”), y abrió la mesita de su respaldo delantero para que su madre dejara allí la bebida.
- ¡¿Fanta?! –le gritó a la señora- ¿Cómo me has traído una Fanta, es que no sabes que no soporto las burbujas?¿Es que quieres que me muera del asco aquí mismo?

La conversación siguió un rato, pero era imposible seguirle, y supongo que aquella señora ya había abandonado la idea de tener una conversación coherente con su hijo. Su madre le enseñó unas fotos que llevaba en el bolso:
- ¿Has visto qué guapa está aquí tu hermana? –le dijo.
- Bueno, guapa, guapa… -se quejó Ignatius- ¿No crees que deberías empezar a decirle a tu hija que se maquilla fatal?

Y después, él habló de que quería continuar sus estudios en otro lugar, y su madre se quejó, que llevaba dos años con “eso” (no sé qué podía ser) y no los había aprovechado. E Ignatius le dijo que si su padre le iba a pagar los estudios, que igual le daba pagarlos en Barcelona o en Nueva York.
- Aunque creo que no me iría a Buenos Aires… a Cuba, seguramente me iré a Cuba.
- ¿Tú, en Cuba? –se rió su madre, el único momento en que le vi un ápice de inmisericordia- No aguantarías ni dos días.
- Tú es que no sabes nada mamá, pero ahora mismo Cuba no es más que una prolongación de Miami.

Pero lo que más me impresionó (me quité los auriculares y me senté a escuchar) fue su crítica al libro que estaba leyendo. En su discurso ególatra y caótico, empezó a contarle a su madre cómo se le manchó el libro en un garito unas cuantas noches atrás (más allá del hecho asombroso de que alguien se llevara un libro así a tomarse unas copas) y que algunas de las páginas estaban salpicadas, pero que no importaba, que solamente eran las del principio, y ya se lo había leído. Y empezó a contarle a su madre de qué iba la novela, y acabó contándole a su madre (que según él, tenía que aprender muchas lecciones de cultura de su parte) quién fue Stieg Larsson, el autor.
- Sí, dicen que el hombre se murió de un infarto, pero eso no se lo cree nadie. A él se lo cargaron porque había sido un antiguo miembro del servicio secreto y estaba desvelando secretos inconfesables en su novela. Nadie se muere a su edad, así como así, de un infarto. La extrema derecha sueca, que quiere seguir con el poder, ellos se lo cargaron...

En ese momento solté la carcajada. Y ambos se quedaron en silencio, y me miraron de reojo. Y yo hice como que seguía tosiendo. Y después paré, carraspeé, azorada, y temerosa, y muerta de miedo (¿sería la chica petarda sentada junto a la ventana el nuevo tema de conversación?) y clavé tan firmemente mis ojos en el paisaje que pasaba a gran velocidad por la ventana que podría haber hecho arder las montañas.

En los siguientes quince minutos, estuve tentada de incorporarme en mi asiento y preguntarle a Ignatius Reilly:
- ¿Y cómo explica Su Señoría que, si los de extrema derecha querían que cerrase la boca el Sr. Larsson, le mataran después de escribir sus novelas, y no antes? Y es más, ¿por qué no han impedido su publicación, en vez de matar al pobre hombre de manera que pareciera un accidente?

Pero ante la tentación, recordé que en una de las cartas a Timoteo, Pablo le explica algunas de las características de las malas personas, y en aquellos quince minutos de deliberación yo repasé mentalmente el ejemplo con patas que llevaba a mi lado. De aquella larga lista de características de 2 Timoteo 3:1-5, en los noventa minutos en que apenas le conocí y derrochó delante de mí su personalidad irreverente, mi personaje no se libraba de ninguna, él solito. Pablo le dijo a Timoteo: <i>“a éstos evita”. No intentes llevarles la contraria, no hables con ellos. No intentes hablarles de ninguna verdad diferente, no les cabe la idea de Cristo en la cabeza, ya la rechazaron. Sencillamente, un buen consejo: evítalos, que el peor parado serás tú. Cruza la acera, corta la conversación, lo que sea.

Me alivió recordar aquel texto: en todas partes hay hombres mentirosos y manipuladores, por los más viles motivos. Aquel, se inventó una verdad que no conocía para parecer inteligente y superior ante su madre. Si alguien así es capaz de decir semejante burrada ante un libro impresionante, imprescindible, pero profano, al fin y al cabo, todos estos Ignatius Reilly que andan sueltos por el mundo soltando falacias, ¿qué dirían acerca de todo lo demás? ¿Qué dirían de la acertada descripción que Pablo hizo de ellos mismos?

Deberíamos hacernos con ese consejo, y evitar a todos aquellos que inventan falsas verdades, sobre la vida, la muerte y la literatura, sobre la Biblia, sobre su Historia, sobre Dios y sobre Cristo. Evitarlos. Pasamos mucho tiempo enfrentándonos a hombres calumniadores y a su mentiras, cuando lo único que hay que hacer es evitarlos. Yo, creo, hice bien. Me callé y seguí inspeccionando el paisaje. Mejor era no ser sarcástico, no preguntar ni entrar en una conversación inútil. En el peor de los casos, podía tumbarme de un manotazo.

Lo más gracioso fue que el hombre que angustiaba a su madre porque no sabía viajar sin leer su libro no leyó ni una sola letra de él en todo el viaje. Se lo pasó hablando.

…Mas no irán adelante; porque su insensatez será manifiesta a todos, como también lo fue la de aquellos… (2 Ti 3:9)
 

 


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