Injusta fue la apreciación de Lutero. De los muchos españoles que
no se encogieron de hombros y si defendieron con denuedo sus creencias, aquí solamente vamos a evocar a uno de ellos:
Antonio del Corro.
Él fue un decidido integrante del núcleo evangélico conformado por los monjes de San Isidoro del Campo, en Sevilla. Debió salir de España, en 1557, para evadir las persecuciones inquisitoriales que amenazaban su vida. Fue la experiencia persecutoria en su contra la que le marca e influye para que en los siguientes años del Corro se manifestara claramente por la libertad de creer de acuerdo a la conciencia de cada persona. El punto no es menor si tomamos en cuenta que en el siglo XVI, antes y después del movimiento de Reforma desatado por Martín Lutero, la tendencia general fue el predominio de las iglesias territoriales que excluían la noción de asociación voluntaria de los creyentes para favorecer la imposición de una determinada fe a todos los habitantes de una región.
Antonio del Corro fue un decidido seguidor de los principios teológicos forjados por Juan Calvino, aunque preservó para sí una distancia crítica que se evidencia en posturas alejadas de las enseñanzas calvinianas. En los últimos diez años de su vida (1581-1591) del Corro prefiere desarrollar su ministerio en la Iglesia anglicana, en Londres, y se aleja del calvinismo del que, por otra parte, nunca fue un incondicional. Debió contribuir a su distancia crítica el hecho de que él mismo, hacia 1562-1563, recibe acusaciones por parte de calvinistas que le consideran “servetista”, en alusión a Miguel Servet, ejecutado en la hoguera en Ginebra con la anuencia de Juan Calvino el 27 de octubre de 1553.
En noviembre de 1566, cuando Antonio del Corro llega a la ciudad de Amberes, la comunidad valona le pide signar la confesión reconocida por todas las iglesias calvinistas de los Países Bajos. Se trataba de la Confesión de Fe redactada por Guy de Brès en 1561, y que había sido adoptada por el Sínodo de Amberes en ese mismo año de 1566. Antonio del Corro se niega a firmar el documento, lo hace por
no compartir el tono anti anabautista de los artículos 34 y 36.
Del Corro y Casiodoro de Reina trabajan juntos varios meses para escribir mancomunadamente un libro que ve la luz pública en 1567, Artes de la Inquisición española. La obra es una devastadora descripción y crítica de la institución inquisitorial hispana, a la que denuncia por su mal entendimiento de la verdad cristiana y su franco error persecutorio en contra de los que consideraba herejes.
Es en su misiva al rey Felipe II, de 1567, donde Antonio del Corro hace una decidida defensa de la tolerancia religiosa. Su argumentación va en la línea desarrollada antes por Sebastián Castellio, y no en la marcada por Juan Calvino. En este sentido
es un calvinista heterodoxo en el siglo XVI, que toma unos elementos del pensamiento calviniano pero que decididamente rechaza otros. Arguye ante Felipe II para que respete los derechos de libre creencia, tanto de católicos como de protestantes y que no tome partido para reprimir a quienes la Iglesia católica consideraba sus enemigos y herejes.
Partidario de medios pacíficos para dirimir las diferencias, del Corro le manifiesta al rey cuál ha sido su posición ante la violencia desatada de uno y otro lado: “pues yo aborrezco las turbulencias, disensiones, debates y facciones de tal manera que no hay nada en este mundo que me haga huir, como ver a las personas en querellas y en guerras, sobre todo en cuestiones religiosas; pues con tales medios yo no he visto ni veo ahora fruto de ninguna utilidad, ni para las conciencias ni para las repúblicas, lo que he hecho conocer y he predicado públicamente en todos los países y tierras en donde me he encontrado en semejantes ocasiones”.
Entre las tareas de rescate de la memoria protestante española, y sus aportes a la historia del pensamiento libertario y en favor de la tolerancia religiosa, está la reivindicación de personajes como Antonio del Corro que rechazando los valores hegemónicos de su tiempo, y en base a su entendimiento de la Biblia, se pronunciaron nítidamente por la coexistencia de los distintos credos religiosos y la renuncia de cada uno de ellos a imponer por la fuerza su punto de vista.
La única arma aceptada por Antonio del Corro en asuntos de distintas creencias y su confrontación, era la de la persuasión. Para él era ajeno al espíritu del Evangelio la unión Estado-Iglesia, cualquier Iglesia, para imponer y resguardar mediante la fuerza una confesión religiosa. De ahí que enfatizara el valor del diálogo, la paciente tarea de proponer pero también escuchar al otro, por lo que hacía eco de lo escrito por Sebastián Castellio en 1560 en su
Consejo a la Francia desolada: “Yo me hacía la siguiente consideración: Si somos herejes (como ellos dicen) ¿por qué no tienen compasión de nuestras almas, ya que de nuestros cuerpos no quieren tenerla? ¿Por qué nos matan perseverando en nuestro error (como ellos estiman) puesto que eso sería causa de eterna condenación? ¿Por qué no procuran convertirnos y persuadirnos de la verdad?” Su recurso era el sencillo ejercicio de la persuasión, mientras otros sólo pensaban en la espada desenvainada o en la hoguera inmisericorde.
Hombre tolerante y a la vez de convicciones firmes, las que defendía por vías pacíficas, Antonio del Corro enarbola en su carta a Felipe II los límites del poder ante la conciencia, “soy de la opinión, Señor, que los reyes y los magistrados tienen su poder reducido y limitado sin que pueda llegar hasta la conciencia del hombre… solamente a Dios pertenece dirigirla”. No cabe duda que del Corro merece un lugar en la historia de la tolerancia y la libertad de conciencia.
En franca diferencia con el aserto de Lutero sobre los españoles, que citamos al inicio de éste artículo, Antonio del Corro no se encogía de hombros y dejaba pasar todo y sí, en cambio, defendió sus certezas con la persuasión como guía.
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