Deslizo los dedos en los salientes apropiados, a tientas, palpando la seguridad de los lugares menos descompuestos, abriéndome las uñas, siguiendo penosamente al guía, pasando la lengua por los labios rocosos, y expulsando un sudor que se evaporará y formará parte de la humedad que se descargará sobre los de allí abajo.
He pasado un tiempo entrenando, practicando en el rocódromo que Ulrich, el botánico, se construyó en una zona cercana a la cabaña pajiza donde reside mientras trabaja.
Pero escalar en un rocódromo a dos metros del suelo cálido no tiene parangón con imitar a una lagartija a cinco mil metros. Aquí hay que apoyar todo el cuerpo contra la pared, engañar lo más posible a la gravedad, asegurar cuatro puntos de apoyo, ascender con sesera y rutina, en un orden concreto. Mano derecha. Pie izquierdo. Mano izquierda. Etcétera. Como una escalera esculpida en una roca, una escalera intuida y única cada vez, una escalera inconsciente.
En el camino, trozos de hierba seca, piedra gris oscuro, seres extraños viviendo en los pliegues de la piel peruana en los andes, tomando el sol brillante. Chorros de sudor y yeso impregnando huellas digitales. Esta roca me pertenece ahora, luego ya no, pienso, dándome ánimos. Al principio, bromeábamos, llamábamos la atención el uno al otro sobre ciertos accidentes geográficos, hacíamos el “murciélago” en una de las cuatro paredes que debíamos trepar. Un día y once horas después rumiamos el esfuerzo individual.
A veces crujen mis articulaciones. Aprieto los dientes y dejo que hilos de agua encontrados en el trayecto me embalsamen el cuello, la espalda, los brazos tensos, temblorosos como un seísmo epidérmico, e increíbles como una pedrada a la luna. Los mosquitos aumentan de tamaño hasta que llega un momento en que no se atreven a seguirnos.
Pero por fin aparece la cruz tosca con la que te puedes enganchar en cualquier momento, llevándote una astilla helada. El titubeo seguido a la separación de la segura tierra roja se desvanece. El sonido del agua como de delicada hebra de lana pasando por la rueca, con el chasquido del suelo desgajándose, fruta de piedra, te lleva de la mano por los vericuetos de tu imaginación antes oculta, y ahora abierta de par en par, dispersa y lacrimosa.
Los pensamientos y las imágenes se descuelgan, desde aquí, el casi tejado del mundo, donde la respiración de millones de personas no llega, y se despeña, de vuelta a la civilización, de vuelta a la jungla, de vuelta al imán terreno, de vuelta a casa, dulce y almibarada casa. Luego la imaginación se sacude los pies en la alfombra.
Al igual que todos los nacimientos, el Amazonas surge de un delgado y terriblemente frágil caño procedente de una quebrada en una peña. Cuesta trabajo adivinar el curso de los grandes ríos, y el Amazonas no es una excepción. Aun así, hago el esfuerzo de describir la etapa primera, al menos, del charquito que se convierte en monstruo. Y sigo con la mirada el hilo empapando las primeras piedras, enjugando la nieve y el hielo, mezclándose con el barro, filtrándose entre las grietas cada vez mayores, apareciendo después de sólidas cortinas, aumentando su anchura y temprana bravura.
El pequeño río defiende su condición de fuente, digan lo que digan los estudiosos. Se desliza y reafirma descendiendo como Apurímac. El cauce se ensancha y se desparrama sobre el Ucayali, despojándose del lastre de los Andes. Se convierte en Marañón, y se une a las lluvias. Se enaltece y se vuelve sanguinario cuando alcanza Brasil y el río Negro, corriendo paralelo a sus caminos, pisando al lado de donde el otro pisa, desobedeciendo, pues tal es su carácter desde su comienzo.
Dejo caer unas ramitas en el caudal, y sigo su curso hasta que se hacen tan diminutas que mi vista no puede continuarlas. Harán este recorrido y con permiso de los nachos que cauterizan el río llegarán a Óbidos, después se unirán a río Negro por fin, trazando curvas imposibles, cautivadoras. Engendrando especies y naciones en miniatura, atravesando poblados, cortando la selva, viéndose en peligro por la mano del hombre, y sirviendo de peligroso medio de transporte a su vez. El trayecto es largo y caprichoso a través de los lodos. En el viaje, puede ocurrir cualquier cosa. Pero aunque parezca eterno, algún día acabará en alguna parte. Y la muerte violenta ocurrirá cerca de Belém. Luego seguirá el proceso que todos conocemos acerca del agua, y volverá a nacer. Pero no será el mismo río, ya que no existe la reencarnación en sus planes.
Y el océano, azul y frío, inmenso y frío, frío e inmenso. Lamiendo nuestras huellas, digiriendo nuestra pequeñez con sus frágiles creaciones, equilibrando las corrientes, con entrañas de columnas de humo inexplicable, formando parte del sistema circulatorio del planeta, y quedando como testigo del totalmente Otro.
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