A un lado de la cama donde me encuentro, hay unos pantalones color caqui y unas botas de montaña castigadas. Se llaman Ulrich. Son un botánico alemán que estudia algunos ejemplares de cantutas. Me explica algo sobre la diversidad apabullante de Perú, y de esta zona en particular, pero estoy demasiado cansado y desorientado para retener nada. Sólo me quedo con esa palabra, cantuta. Las botas me cuentan que me vieron tumbado en el río, con los brazos dentro del agua, desmayado. Se acercó corriendo, me tomó el pulso, llamó a otros dos compañeros, y lograron traerme hasta aquí sano y salvo. Le pregunto si lograron pescar muchas cantutas. Dice que no. Después me recomienda descanso. Después dice que tiene que irse, pero que volverá en un par de horas. Las botas desprenden barro seco mientras llega al final de la habitación. Caen unos últimos trozos cuando se abre la puerta de la cabaña.
Paso un buen rato mirando a través de la ventana. El sol baña de un color rojizo parte de un lago y parte de la civilización. La tierra cambia, y ese acto me parece familiar, como si de ese barro avinado hubiese sido formado.
Ahora sé con certeza por qué debo continuar con estas líneas: a cada paso tengo la tentación de dejar de hacerlo.
Ayacucho
31 de octubre
Tiembla el Amazonas. Nos pilla desprevenidos, por mucho que los habitantes del Perú estén acostumbrados al fenómeno. Rugen los cimientos de la tierra, como gases en expansión. La fricción de las placas nos devuelve a la realidad de nuestra frágil consistencia, de nuestra naturaleza arenosa. Arcilla apelmazada, pero arcilla al fin y al cabo.
Arcilla como la formada a orillas del Tabatinga.
Arcilla como la formada a orillas del Urubamba.
Arcilla como formada; plácida; engullendo todo lo parecido a la carne.
Arcilla resquebrajada por el efecto del terremoto.
La fragilidad de la tierra seca, o la de la espuma en una cortina de ducha, que contemplo en la memoria tras tanto tiempo sin verla de veras.
La jungla se sacude, y sacude a los que están en ella. Cuando se pasa cierto tiempo recorriendo los aledaños del Amazonas, se adquiere cierta susceptibilidad ante los cambios naturales, y se lee por encima el origen del movimiento de los árboles. Y este movimiento no lo produce el viento.
Es como un gañido sordo y mudo. Un quejido interior. Un revulsivo, una indigestión.
El temblor se precipita y crece como una planta, abriéndose camino a través del suelo, penetrando la tierra oscura hacia el exterior. Sube por las piernas, y pone a prueba mi columna, mis nervios, y mi fe. Hoy había decidido acompañar a Ulrich en su investigación de las cantutas, saliendo de la cabaña por primera vez en casi dos semanas. Durante la sacudida (no demasiado agresiva, pero lo suficientemente importante como para no sentirse a salvo) nos miramos a los ojos, todo el tiempo. Tratamos de decidir si resguardarnos en alguna parte, o salir corriendo, o quedarnos donde estamos. Finalmente, localizamos un lugar rodeado de piedras grandes y nos quedamos allí. Afortunadamente, la situación dura apenas un par de minutos, y regresamos inmediatamente a la cabaña, llevando menos muestras y anotaciones de campo de las que habíamos previsto por la mañana.
Durante la cena con el omnipresente arroz, y un mosto blanco, no dejo de pensar en la imagen de la tierra agrietándose por el efecto del pequeño seísmo, por lo visto habitual en este lugar. Me encierro en un hueco de la cabaña para poner en orden las cosas y los sentimientos, conmigo mismo y con Dios. Mi corazón sigue latiendo a toda velocidad, como de pasos apresurados por una escalera de madera antigua.
Los habitantes de la zona nunca compran lámparas de techo de cable largo. Ahora ya sé por qué.
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