Así, desde la época en que Stefan Zweig lanzó ese dardo demoledor que es su libro
Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia (Barcelona, Acantilado, 2001), se volvió costumbre atacar los aspectos más negativos del reformador francés. Eberhard Busch ha señalado que Zweig tuvo en su mente todo el tiempo, al momento de escribir sobre Calvino, la figura autoritaria de Hitler, y que eso lo impulsó a interpretar el conflicto con Sebastián Castelio en una clave más contemporánea que apegada los sucesos históricos.(1) Zweig encontró eco en una buena cantidad de lectores y estudiosos que se han ido con la idea de que, efectivamente, un monstruo teocrático se apoderó de la ciudad de Ginebra y acabó con cualquier sombra de libertad. Semejante despropósito, además de no hacer justicia a los hechos, y más allá de cualquier esfuerzo por alcanzar cierta objetividad, no contribuye a dialogar adecuadamente con una figura de las dimensiones de Calvino.
En 1983, alrededor de las celebraciones de los 500 años de Martín Lutero, la coyuntura correspondiente quiso que dicho festejo tuviera lugar, geográficamente, en lo que fue la República Democrática Alemana (RDA), por la sencilla razón de que en ese territorio quedó ubicada la ciudad de Eisenach, cuna del reformador. En aquella ocasión, el gobierno de la RDA utilizó el aniversario de Lutero para inyectarle una visión ligada a sus intereses ideológicos. De ese modo, Lutero encarnó, según esta lectura, no solamente el espíritu libertario germánico, sino que además fue una especie de precursor de los cambios sociales que se vivieron en los años del llamado “socialismo real”. Guardadas las proporciones, ahora se debaten nuevamente los alcances de la “gesta calviniana” y las celebraciones no escapan al intenso fuego cruzado de apropiaciones y rechazos de lo que representa Calvino. Si ya casi nadie lo acepta como “padre único” del capitalismo, especialmente cuando este sistema muestra sus enormes debilidades, todavía muchos análisis le regatean su lugar en el panteón de los pioneros de la democracia moderna. Por ello son tan necesarios los acercamientos mesurados y dispuestos a dialogar con posturas contrapuestas.
En América Latina, en general, la herencia protestante responde a un pasado misionero que poco esfuerzo hizo por acercar las figuras fundadoras a las nuevas comunidades. De ahí que, hoy, incluso muchos pastores presbiterianos rechazan abiertamente la figura de Calvino como una influencia que debería definir su identidad y su trabajo eclesiástico. Esta contradicción de términos, más común de lo que parecería, se experimenta también en las comunidades, pues éstas visualizan a Calvino como alguien más bien extraño y distante, pues su relación con las reformas religiosas del siglo XVI se ha reducido a tal grado que los nombres e impacto de aquellos movimientos las nuevas generaciones de creyentes los encuentran en sus estudios “seculares” de historia universal. El sello “europeo” de Calvino es otra barrera que impide, en ocasiones, voltear la mirada más allá de las iglesias madres que impusieron otros modelos de fe y acción para las iglesias nuevas. Descubrirse “calvinista”, como escribió Bernard Cottret, incluso para los pastores franceses, es toda una odisea inesperada.
La revista reformada The Banner plantea, con gran pertinencia, la necesidad de situar la celebración de los 500 años en un marco equilibrado. Así escribe Bob de Moor en su editorial:
La última persona en el mundo de quien quisiéramos resaltar su 500º aniversario es el propio Juan Calvino. […] No, nosotros no estamos glorificando al hombre. ¡Él odiaría eso! Calvino nos enseñó a glorificar sólo Dios.
Todavía estamos agradecidos con Dios por Calvino, quien se esforzó incansablemente para (re)enraizar a los creyentes firmemente en la buena Palabra de Dios. La Reforma que Calvino ayudó no contribuyó en nada nuevo a la fe—ninguna nueva doctrina o enseñanza. Siempre fue un intento de volver a la auténtica fe cristiana y obedeciendo la Escritura, nuestra única guía fiable para la fe y la vida.(2)
Y es que, efectivamente, hay que atajar los riesgos de la “calvinolatría” mediante una serie de correctivos que permitan apreciar la obra del reformador francés en su justa dimensión, con sus claroscuros, que los tuvo, y gigantescos, pues así como se destacan sus aportaciones teológicas y espirituales, también hay que reconocer sus fallas y debilidades.
A quienes recurren sólo al recuerdo de la muerte ignominiosa y ofensiva de Miguel Servet en Ginebra, hay que responder que sí: Calvino se equivocó rotundamente e incursionó en los peligrosos linderos del autoritarismo y la intolerancia. De ahí que, como escribe Joe Small, de la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos, el festejo debe contextualizarse al máximo para responder a las exigentes necesidades actuales:
No necesitamos poner a Calvino en un pedestal para apreciar la forma en que su perspectiva de la fe y vida cristiana ha formado a las iglesias reformadas a lo largo del mundo, y lo seguirá haciendo.
En la conclusión de su admirable biografía de Calvino, Teodoro Beza, su sucesor, escribió: “Ha agradado a Dios que Calvino debe continuar hablándonos a través de sus escritos, que son tan eruditas y llenos de piedad. Depende de las generaciones futuras seguir escuchándolo...”. Las generaciones futuras han continuado escuchándolo, no pasivamente, pero con un compromiso vivo que a veces aprende de Calvino, a veces discute con él, y a veces descubre que las preguntas y respuestas contemporáneas son revisadas por su contacto con sus preguntas y respuestas.(3)
1) E. Busch, "¿Quién era y quién es Calvino? Las interpretaciones de los tiempos recientes", en www.calvin09.org/media/pdf/theo/Busch_Who_was_Calvin_Sp.pdf.
2) B. de Moor, “Celebrating a Servat of God´s Word”, en The Banner, enero de 2009, p. 6, www.thebanner.org/magazine/article.cfm?article_id=1916, enero de 2009.
3) J. Small, “John Calvin 500!”, en www.pcusa.org/ideas/2008fall/pub.htm.
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