En la adolescencia, cuando parece que despertamos, que abrimos los ojos por primera vez y vemos todo el mundo, con sus grandezas y sus terribles barbaridades, empezamos a hacer locuras con la única finalidad de acercarnos todo lo posible a ese mundo real y a los mundos ocultos que le habitan.
A Fani, una de mis mejores amigas desde entonces, y a mí, nos dio por la novela policiaca y de terror. Durante años nos intercambiamos nuestras lecturas siniestras (y aún lo seguimos haciendo). A veces provoca pesadillas y estados de ánimo alterados. Es como ponerte detrás de un cristal cuando la sangre salpica. Lo más cerca de lo más sórdido del mundo antes de entrar en el propio y sórdido mundo. Estas novelas oscuras se leen en tardes oscuras, en silencio. Miedo, y angustia, y terror, y pena, y esa sensación extraña de los crímenes y la sangre de los demás que nunca han existido. Y siempre estamos solos, y nuestro miedo se vive en solitario. Es algo sólo experimentable por la literatura. Con los años, según se va creciendo, se tienen que ir abandonando esos hábitos siniestros y acudir a otro tipo de lecturas. Sin embargo, yo siempre vuelvo a estos libros cuando necesito sentirme en casa, aunque no sepa por qué oscuro motivo me hacen sentir en casa.
Nos atraen las historias oscuras. Nos atraen los abismos, los acantilados, los precipicios. Como gatos curiosos, siempre que podemos, nos asomamos a uno, sea real o imaginario, poniéndonos a nosotros mismos en peligro. El peligro no siempre es físico: también está el peligro de observar y que lo que entre por nuestras retinas no se llegue a borrar nunca de ellas, y nos acompañe en esos momentos de silencio y vacío antes de quedarnos dormidos.
Gracias a Fani descubrí
Postmortem (1990), de Patricia Cornwell, precursora, unos diez años antes de que apareciera, de series como
C.S.I. Las Vegas. Es una larga serie de novelas cuya protagonista es Kay Scarpetta, doctora forense, investigadora, que se enfrenta a los asesinatos y homicidios preguntando directamente a los propios muertos en una mesa de autopsias. Una lectura lineal, sencilla y entretenidísima. Después de ella, a lo largo de casi veinte años, muchos otros, muchísimos otros, se han acercado a la literatura médico-forense, a los libros de investigadores problemáticos, de misterios peligrosos, de cadáveres mudos que hablan a unos pocos escogidos.
Investigadores hay, en la literatura, hasta para hartarnos de escoger. Algunos con más o menos gloria, pero siempre cumplen un mínimo requisito: deben ser tan problemáticos como los misterios a los que se enfrentan. Si tenemos que volver al principio de los tiempos, no sé si hubo alguno digno antes de Sherlock Holmes. La
detective fiction que le llaman los ingleses nació entonces, con la devoción que causaron las aventuras de aquel detective fumador, insociable y drogadicto de Baker Street, a principios del siglo XX, un siglo que por aquel entonces ya se empezaba a augurar tan siniestro y fascinante como Holmes. Sólo una recomendación para los curiosos:
La solución final (2004), de Michael Chabon. Si lo leéis, o lo buscáis en la Wikipedia (me conformo con eso), sabréis por qué.
Y sesenta y cinco años después (no nos importa qué pasó mientras tanto),
Maj Sjöwall y Per Wahlöö aparecieron y con ellos renació el género detectivesco, de mano de su queridísima
Roseanna (1965), a la que un desalmado asesinó y tiró al precioso lago Vattern en Suecia, para que el inspector Martin Beck llegara y pudiera resolver el caso. Martin Beck es el primer investigador al que le duele el estómago a lo largo de la obra, sin que eso signifique nada más que le duele el estómago, sin que pase a ser algo críptico y necesario para la trama, que sea, solamente, que le duele, que es humano. Él y sus compañeros son funcionarios, trabajadores, investigadores de homicidios igual que hubieran podido ser vendedores de seguros: hacen su trabajo, y lo hacen bien. Se desviven por eso, pero siguen siendo humanos. De vez en cuando les duele el estómago.
Uno nunca se espera grandes sorpresas paseando por la sección de libros de bolsillo en una librería. Al menos, yo ya no lo hago. Pero a veces me equivoco. El libro me había llamado la atención. Le eché un vistazo, y pensé: ¿por qué dicen que es una novela pionera? ¿Cómo puede serlo si está escrita en 1965, si entonces no existía ni el ADN, ni las bases de datos, ni internet, ni los investigadores modernos que llevan gafas de sol y desenfundan sus pistolas y dicen frases célebres? Y ahí estaba: la curiosidad, con sus pequeños y diminutos colmillos, pegándome pellizcos. Recuerdo que unos cuantos días después, un sábado lluvioso y opaco, me senté con unas galletas y un café en el sofá y dejé que pasara la tarde, hora tras hora, mientras la historia me engullía. Y es posible que hiciera años que no malgastaba una tarde entera libre, así de feliz.
Pero tenían razón.
Cuarenta y pico años después, sigue siendo una de las mejores, imprescindible y fascinante. Asombrosamente, una novela policiaca ambientada en algo tan lejano como Suecia en los años 60 (tan lejos, también, de los escenarios norteamericanos a los que estamos tan acostumbrados), es tan actual, que podría ser hoy mismo, aquí. Martin Beck, con su dolor de estómago, con su vida cotidiana y su tesón, es muchísimo más interesante que cualquier investigador actual moderno y
cool, ya saben,
molón.
Tal vez por eso las historias de misterio me hacen sentir en casa. Me llevan otra vez a esa época en la que lo único interesante una tarde de sábado era dejarse vencer por una historia apasionante, y meterte en otro mundo y deshacerte del tuyo propio. Me acercan a esa sensación de vértigo, de estar viendo cadáveres, sangre y asesinos sin estar viéndolos realmente. Asomarse al abismo antes de saber cuándo te podrás caer dentro. De recorrer el camino de la deducción y que parezca tan real en tu mente, aunque no seas tú el que lo deduce. La literatura, ya saben, que es fascinante.
“Antes en el corazón maquináis iniquidades; hacéis pesar la violencia de vuestras manos en la tierra… se alegrará el justo cuam7ndo vea la venganza: sus pies lavará en la sangre del impío…” (
Salmo 58)
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