Estas dos teorías aparecieron con cinco años de diferencia, respectivamente en 1967 y 1972, pero no se popularizaron hasta algunos años después.
Ante la falta de un proceso biológico convincente que revelara los misterios del cambio entre las especies, estos tres investigadores se vieron obligados a postular posibles soluciones procedentes de dos campos fundamentales de las ciencias naturales, la citología y la paleontología. O sea, el estudio de las células y el de los fósiles.
La bióloga estadounidense, Lynn Margulis, fue la primera en decir que en su opinión la primera célula viva no apareció después de un largo proceso de evolución gradual como afirmaba el darwinismo, o su versión moderna el neodarwinismo, sino de forma brusca gracias a la unión de tres o más bacterias distintas. En vez de un cambio lento basado en la competencia y la selección natural, habría sido un acontecimiento súbito producido por la suma de organismos más sencillos que ya existían. Por tanto, la unión o simbiosis de células simples sin núcleo (procariotas) como las bacterias, podría haber dado origen a las primeras células complejas con núcleo (eucariotas) que son los ladrillos fundamentales de todos los seres vivos. La célula eucariota sería, según Margulis, el producto de una simbiosis repentina y no del gradualismo darwiniano.
Una comprobación posterior que vino a reforzar esta teoría fue la presencia de ADN, muy parecido al que poseen las bacterias, en unos orgánulos como las mitocondrias y los cloroplastos, típicos de las células con núcleo. De ahí que, en la actualidad, se explique el origen de estos dos orgánulos celulares a partir de una hipotética simbiosis entre bacterias y otras células simples ocurrida en un pasado remoto. Margulis se refirió a ciertas bacterias actuales, llamadas
espiroquetas, que tienen forma de sacacorchos y la costumbre de perforar a otras bacterias fusionándose con ellas, para señalar que de igual modo pudo haberse producido el origen de la célula con núcleo.
Por atractiva que para algunos resulte esta teoría de la simbiosis, lo cierto es que no ha podido ser comprobada y no ha sido aceptada por toda la comunidad científica, ni siquiera por los propios evolucionistas. Algunos investigadores han demostrado que las células más complejas, las eucariotas, no poseen ni rastro de los genes típicos que constituyen a las actuales bacterias espiroquetas. Lo cual elimina la posibilidad de que hayan evolucionado a partir de ellas y contradice la teoría de la simbiosis. Pero además hay otra cuestión. Aun suponiendo que la célula eucariota hubiera surgido mediante la fusión de varias células procariotas, ¿cómo se formaron éstas? ¿de qué manera lograron evolucionar a partir de los elementos químicos inertes y alcanzar la elevada complejidad que poseen las bacterias? Eso no lo explica Margulis ni ningún otro científico, por la sencilla razón de que absolutamente nadie lo sabe.
La cosa se ha complicado todavía más para el evolucionismo con el descubrimiento de ciertos mecanismos íntimos de la vida, como el llamado splicing y con la elevada complejidad que presenta la maquinaria celular. La palabra inglesa
splicing significa “unir” o “empalmar” y se refiere a un extraño mecanismo que tiene lugar cuando la información contenida en los genes se convierte en proteínas. Intentaremos explicar este singular misterio de la célula de manera comprensible. Como es sabido, las entidades que contienen la información de los seres vivos son los genes. Éstos están constituidos fundamentalmente por una larga cadena de ADN, el famoso ácido desoxirribonucleico. Sin embargo, no toda esta cadena está formada por genes. Intercalados con ellos hay unos pedacitos de ADN que aparentemente no sirven para nada ya que no producen proteínas y a los que se les llama “intrones” para distinguirlos de los verdaderos genes o “exones”.
Resulta que en el interior del núcleo de la célula, cuando se duplica el ADN para convertirse en otro ácido, el ribonucleico (ARN inmaduro) se copian tanto los exones como los intrones. Esta transformación de ADN en ARN se llama “transcripción” y constituye la primera parte del proceso que convertirá la información de los genes en proteínas capaces de ejecutarla. Pero lo extraordinario viene inmediatamente después. El ARN inmaduro, cuyo aspecto es como el de un collar de cuentas cilíndricas unidas mediante un hilo muy largo, experimenta una misteriosa contracción (fig.). El hilo se encoge formando bucles entre los genes y empalmando éstos entre sí en una sola pieza que será el ARN maduro o mensajero (ARNm). De manera que únicamente permanecen unidos los exones, mientras que los bucles de intrones se desprenden y desaparecen. El paso siguiente es la “traducción” de este ARNm compactado al lenguaje de las proteínas y la estructuración de éstas para que sean perfectamente funcionales.
La pregunta que ha llevado de cabeza durante décadas a los investigadores es, ¿para qué sirven los intrones? ¿no sería mejor y más práctico que los genes estuvieran ya unidos desde el principio sin necesidad de tener intercalado tanto “ADN basura” que parece entorpecer todo el proceso? La respuesta recién descubierta ha puesto los pelos de punta a más de un investigador porque contradice lo que esperaba el evolucionismo y respalda la fe en un Creador inteligente que lo diseñó todo al principio con exquisita precisión. Los genes son como son y están separados entre sí para que la vida pueda vencer todas las posibles adversidades que le surjan en el futuro. ¿Quiere esto decir que los cambios que experimentan los seres vivos no se deben a ningún proceso ciego, carente de previsión o de estrategia como pensaba Darwin, sino más bien a todo lo contrario? ¿Es la existencia de los intrones el producto de un diseño especialmente concebido para permitir a las especies variar por microevolución y adaptarse mejor a los cambios del medio ambiente?
El biólogo Javier Sampedro reconoce, a pesar del ateísmo proselitista de que hace gala, que: “El splicing no parece provenir ni de una molesta chapuza añadida secundariamente al esencial dispositivo de la transcripción, ni de un inevitable accidente al que la evolución encontró después la utilidad de la evolucionabilidad: el splicing está integrado hasta el cuello en el mismísimo centro lógico de la factoría para leer genes que utilizan todas las especies de protistas, hongos, plantas y animales, seguramente desde la mismísima invención de la célula eucariota” (Sampedro, Deconstruyendo a Darwin, 2002: 55). Pero, ¿puede haber invención sin inventor? Lo que se está diciendo es que los genes y su peculiar forma de mezclarse no son el producto de una evolución al azar, sino algo sumamente complejo que se inventó en el principio de los tiempos y que prácticamente no ha variado desde entonces. ¿No suena todo esto a acto creador de los orígenes?
Si comparamos los genes con una baraja española, es evidente que éstos se pueden mezclar de múltiples maneras distintas. No es lo mismo un trío de reyes que uno de sotas. Pero por muchas combinaciones que hagamos, lo que no conseguiremos jamás es crear cartas nuevas. Pues bien, algo parecido es lo que acaba de ser descubierto a propósito de los genes. El
splicing permite mezclar los genes que ya existen desde el principio y obtener nuevas combinaciones que podrían dar lugar a modificaciones en las proteínas formadas. Pero si estos cambios fueran muy drásticos, lo más probable es que tales proteínas dejaran de ser funcionales y el organismo que las presentara tuviera serios problemas fisiológicos. Lógicamente el evolucionismo quiere seguir creyendo que algunos de tales cambios han tenido que ser beneficiosos y han hecho posible la evolución de todas las especies a partir de una sola célula. Sin embargo, esto continúa siendo un acto de fe naturalista. En mi opinión, la única evolución por mezcla de genes en la que nos permite pensar el
splicing es la ya mencionada microevolución o variación dentro del ámbito de la especie, pero no la macroevolución que postuló el señor Darwin.
El complejo dispositivo molecular que permite borrar los intrones y dejar sólo a los genes para que puedan ser leídos correctamente de tirón, posee alrededor de cien proteínas distintas y unas seis moléculas pequeñas de ARN. Esta precisa maquinaria es básicamente igual en todas las células eucariotas. Esto significa que desde los microscópicos protozoos hasta los hongos, plantas y animales, todos barajan sus genes de la misma manera y ésta no ha cambiado a lo largo de las eras. He aquí otro serio inconveniente para la teoría de la evolución por simbiosis de Margulis. Si la célula eucariota ha evolucionado a partir de la fusión de bacterias o células procariotas, ¿no deberían éstas poseer también indicios de
splicing? La verdad es que las bacterias no poseen ni rastro de algo que se parezca a este complicado mecanismo propio de las células con núcleo.
Además, al comparar el genoma de las eucariotas con el de las procariotas, se ha podido comprobar que los genes característicos de las primeras, -es decir, aquellos que intervienen en procesos exclusivos de ellas, como pueden ser su tipo de alimentación, el mantenimiento de la doble membrana en el núcleo o la transmisión de mensajes externos hacia el interior de la célula- no provienen de ningún procariota conocido. Esto echa por tierra la teoría de la simbiosis y supone un serio revés a cualquier planteamiento evolucionista. Si la célula eucariota hubiera evolucionado a partir de la procariota, lo lógico sería encontrar indicios genéticos o similitudes bioquímicas entre ellas. Pero tales evidencia no existen. Lo único que se puede corroborar son sus diferencias y el hecho de que ambas siguen coexistiendo en la actualidad.
No obstante, la puntilla definitiva a la evolución la aporta el descubrimiento de la inesperada organización celular en máquinas químicas altísimamente complejas y minuciosamente estructuradas que han venido funcionando así desde los orígenes. En efecto, al estudiar parte de los genes de una microscópica levadura muy utilizada en la industria alimentaria ya que sirve para hacer pan y cerveza, la
Saccharomyces cerevisae, un grupo de genetista alemanes se llevaron una gran sorpresa. Descubrieron que las 1.400 proteínas estudiadas, que habían sido fabricadas por otros tantos genes de dicha levadura, no vagan en solitario sin orden ni concierto por el interior de la célula como hasta entonces se pensaba, sino que forman parte de una intrincada maquinaria multiproteica.
El equipo de investigadores de Heidelberg que presentó el estudio se dio cuenta que estas 1.400 proteínas analizadas constituyen en realidad 232 máquinas químicas de diferente tamaño interconectadas entre sí. Las más pequeñas están formadas sólo por dos proteínas, mientras que las mayores poseen hasta 83. La mitad de tales máquinas se dedican a manipular el material genético: copian los genes del ADN y los transcriben a ARN, controlan el proceso del
splicing, traducen el ARN a proteínas, utilizan la energía para mantener viva la levadura, fabrican membrana celular, transmiten señales, permiten el crecimiento y la división de la célula, etc., etc. Hay proteínas que pertenecen a varias máquinas a la vez. Esta pertenencia puede ser estable o sólo transitoria. Es decir, que constituyen una compleja e inteligente red de comunicaciones.
El mapa de toda esta maquinaria proteica, que presentaron en enero del 2002 a la revista
Nature los científicos del Laboratorio Europeo de Biología Molecular (EMBL), se parece a un montón de botones (las 200 constelaciones de proteínas, aproximadamente) unidos entre sí por una intrincada maraña de hilos que reflejan sus interrelaciones. Es como si toda la célula fuera en realidad una sola máquina diseñada con exquisita precisión para hacer lo que hace.
Pero lo más sorprendente y lo que ha dejado perplejos a los investigadores evolucionistas es que tales máquinas son universales para las células eucariotas. La mayor parte de las máquinas bioquímicas descubiertas en la levadura existen también en las células del ser humano y de los demás animales o plantas. Si el tal proceso de la evolución darwiniana se ha dado, ¿cómo es que estas complicadas maquinarias no han sufrido ni el más mínimo cambio con el transcurso del tiempo? ¿Es posible creer que la evolución ha jugado con tales estructuras metabólicas de alta precisión sin modificar apenas su funcionamiento? Esto no es, ni mucho menos, lo que desde siempre ha venido predicando el evolucionismo. La consigna transformista era asumir el cambio “de lo simple a lo complejo”, pero lo que ahora vemos es más bien todo lo contrario. A saber, que la complejidad existía ya desde el principio. Lo que hoy es complejo resulta que siempre lo ha sido.
Hasta los evolucionistas más furibundos reconocen que: “La organización de la célula en máquinas altísimamente estructuradas supone una enorme restricción a los mecanismos evolutivos concebibles. [...] Las graduales sustituciones de letras en el ADN, que van alterando poco a poco la secuencia de aminoácidos de una proteína –y que siempre han hecho las delicias de los darwinistas ortodoxos- parecen ahora menos relevantes que nunca para la generación de novedad evolutiva”. (Sampedro, 2002: 61) ¡Desde luego! Porque si se concibe que la evolución se produce mediante pequeñas mutaciones en los genes y que éstas modifican también las proteínas, ¿qué ocurriría con las proteínas vecinas que no han sido modificadas y con las miles de relaciones precisas con el resto de la máquina proteica? Pues que todo el funcionamiento de la maquinaria se paralizaría y ésta se vendría abajo hecha pedazos.
Por tanto, los descubrimientos del splicing y de que la célula es como una macrofactoría formada por máquinas complejas y exquisitamente diseñadas, desacreditan tanto la teoría neodarwinista como la más reciente teoría evolutiva por simbiosis de Lynn Margulis. Y bien, ¿qué dice a todo esto el evolucionismo? Pues se intenta seguir creyendo, mediante más dosis de fe naturalista y a pesar de la evidencia, en el hecho de la evolución.
Si los genes no son la materia prima del cambio evolutivo, como acabamos de ver, quizás lo sean las máquinas en su conjunto. Puede que lo que cambie no sea el gen y su correspondiente proteína, sino que alguna macromutación milagrosa, todavía por descubrir, sustituya la máquina vieja entera por otra nueva. En fin, casi como aceptar que después del paso de un tornado por una chatarrería, o un cementerio de autos, apareciera flamante el último modelo de la Mercedes Benz. Desde luego, ¡no hay peor ciego que el que no quiere ver!
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