Apenas moviendo los labios y sin emitir sonido alguno, dijo: “¡Adiós, Miami! ¡Adiós, Estados Unidos!” Se acomodó luego en su asiento, cerró los ojos y oró a Dios pidiendo su compañía y protección.
Hasta poco más de los veinte años, había vivido soltera y tranquila en su país. Muchos planes y todo un mundo por delante. Pero esa amplia perspectiva se la redujo el amor, como suele ocurrir con cierta frecuencia. Un día cualquiera llegó de vuelta de los Estados Unidos un amigo que hacía algunos años había salido rumbo al Norte acompañado de su esposa. Viajaba como turista pero con la intención de quedarse. Ahora volvía solo. Su mujer y los hijos que habían procreado quedaban atrás, como testigos impotentes de un hogar destrozado y una familia disfuncionada. Alejandra y Antonio (también nombre ficticio) empezaron a verse y cuando menos se imaginaban, se encontraron con que estaban enamorados. Como de por medio había un problema legal aun no resuelto, decidieron unirse en una especie de amor libre. Y sobre esa base, Antonio le propuso que viajaran a los Estados Unidos. Ella, por primera vez; él, como reincidente. Ilusionada, Alejandra aceptó. Pero siendo que él era un ilegal y ella no tenía visa, decidieron que la vía obligada era la frontera con México.
Hay innumerables historias, a cual más trágica, de personas de todas las edades que han muerto al tratar de alcanzar por allí el territorio estadounidense en busca de las fuentes de trabajo que no encuentran en sus países de origen. Unos, ahogados en el río Grande; otros, extraviados y víctimas de la sed en un desierto cruel, implacable e interminable; otros, sofocados por falta de aire dentro de un contenedor con cincuenta indocumentados donde no caben más de quince. Otros, abatidos por los rifles con mira telescópica de defensores oficiosos de la pureza territorial estadounidense. Otros, o más bien otras, violadas y asesinadas por los tristemente famosos “coyotes” quienes, además de cobrar miles de dólares por “pasarlos al otro lado”, atacan sexualmente a las mujeres solas causándoles muchas veces la muerte.
Hay también los más afortunados que, sencillamente, han atravesado los puestos fronterizos caminando, como quien anda de paseo o viene de hacer unas compras. Alejandra y Antonio se cuentan entre estos últimos. Nadie los detuvo, nadie les preguntó nada, nadie les pidió documentos. Nadie quiso robarles. Lucían como una pareja de jóvenes comunes y corrientes a quienes se les había ocurrido salir a caminar y que no hacían otra cosa que volver a casa.
Ambos eran y siguen siendo, creyentes. Pero más bien de aquellos que no han logrado vincular su fe en un Dios grande y todopoderoso con lo que es su vida rutinaria, la de cada día, esa donde se requiere la mayor presencia divina. Se establecieron en la ciudad de Miami. Buscaron una iglesia donde congregarse y empezaron a medio vivir. Porque quien carece de status legal en los Estados Unidos, especialmente en los últimos ocho años, no puede aspirar sino a medio vivir. Consiguieron trabajo, se compraron un auto y tuvieron descendencia. Un día, un policía detuvo a Antonio para una revisión rutinaria de documentos. Antonio no tenía nada que mostrar. Lo dejaron ir, con la recomendación de que... bueno, ya usted sabe cómo son las indicaciones de un policía comprensivo. “Arregla tu situación para que no tengas problemas la próxima vez”. Y claro, Antonio no arregló nada porque no tenía nada que arreglar salvo irse por donde había entrado y olvidarse del resto. Y eso, no figuraba en sus planes.
Poco tiempo después, lo volvieron a detener. Curiosamente, el mismo policía de la vez anterior. Lo reconoció y, con una mano ahora bastante más pesada, lo fichó y lo metió a la cárcel. Después de una breve temporada encerrado salió libre aunque llevando consigo un inmenso sambenito con una sola palabra: deportado. Antonio no se dejó intimidar y como en su caso no se hizo lo que se acostumbra con otros: llevarlos desde Krome al aeropuerto y acompañarlos hasta dejarlos sentados en el avión, decidió quedarse. Un día, o más bien una noche en que volvían de la iglesia y él conducía su auto, lo paró la ley. Era la tercera vez. Antonio pensó: “De esta no me escapo”. Pero, aunque usted no lo crea, escapó. Cuando no tuvo “papeles” que mostrar, el policía fue a la computadora del patrullero, entró el nombre y esperó la respuesta. A los minutos volvió. “Puedes irte”, le dijo, “estás limpio”. “¿Limpio?” estuvo a punto de exclamar Antonio, pero se controló y lo más rápido que pudo echó a andar el auto y desapareció.
Antonio jamás podrá explicarse(*) la razón por la cual su nombre no apareció en la computadora revelando su condición de deportado.(**)
Esta experiencia habría de ser determinante para la decisión que tomaron tiempo después.
Alejandra, mientras tanto, tejía su propia historia. Alguien le habló de un ciudadano estadounidense que estaría anuente a concertar con ella un matrimonio ficticio que la pusiera a las puertas de una residencia y, si todo iba bien y no los descubrían, en el camino de la ciudadanía. Alejandra lo consultó con Antonio, ambos hablaron con el marido eventual y aprobaron el fraude. Se casaron “de mentira” después de lo cual el “esposo” no exigió favores, solo el dinero que habrían de pagarle cuando ella tuviera su tarjeta de residencia en la mano.
No hubo interferencias ni intromisiones. Para los tres y cada uno en lo suyo, siguió su rutina habitual.
Al poco tiempo, Alejandra recibió la documentación que le permitía permanecer legalmente en el país mientras seguía su curso el trámite para su residencia definitiva. Pudo obtener su licencia de conducir y, a partir de entonces, solo era ella quien se ponía al volante, salvo aquella última ocasión en que Antonio no apareció en la computadora del patrullero.
Un día de estos, Alejandra recibió del Servicio de Inmigración y Naturalización una carta en la que se la citaba para extenderle la tan ansiada
green card. No se presentó; en lugar de eso, viajó a su país de origen utilizando un tiquete de una sola vía (léase: para nunca más volver).
Cuando hablé con ellos y me dieron la razón por la que habían decidido no presentarse a recoger la tarjeta de residencia y en lugar de eso abandonar el país y volver a su tierra, no dejé de sorprenderme. Gratamente, por cierto. “Es cuestión de conciencia” me dijo ella. “Sé que hice mal cuando incurrí en aquel matrimonio fraudulento. Esta ha sido una carga que no he podido superar; más bien me acompaña de dia y de noche. Es probable que una vez en posesión de mi tarjeta de residencia, nunca me hubieran descubierto y hasta pude haber llegado a ser una ciudadana “honorable” de este país. O quizás, sí. En este último caso, lo más probable es que me hubieran expulsado. Pero para alguien que ha vivido por tanto tiempo en una forma irregular como hemos vivido nosotros, la deportación es casi como un premio. Hubiese sido el final, bueno o malo, de esta historia. Yo, sin embargo, nunca habría podido ponerme de acuerdo con mi conciencia. Sé que ante Dios actué mal. También actué mal ante las autoridades de este país. Pido perdón a los Estados Unidos y pido perdón a Dios. No nos quedaba otro camino que el que tomamos. Irnos. Yo lo único que quiero es estar bien con Dios y con mi conciencia. Y poder algún día hablar con mis hijos y decirles la verdad”.
En pocos días entregaron el departamento que alquilaban, regalaron algunas cosas y vendieron otras. Pagaron lo que les quedaba por pagar y recogieron el poco dinero correspondiente a los últimos días trabajados. Ella se fue este martes. Su esposo viajará dentro de una semana. Cuando él llegue a reunirse con Alejandra se habrá cerrado para siempre un capítulo en la historia de esta pareja. Todavía tienen un mundo por delante.
(*) En Miami, como supongo que ocurre en otras ciudades del mundo con gran concentración de ilegales, Dios adquiere por obra y gracia de los que logran conseguir “papeles”, una dimensión curiosa sobre la que no nos atrevemos a emitir juicio. ¡Es que Dios es tan especial y tan único que a veces hace cosas que nosotros jamás haríamos! ¡Somos tan santos! A juzgar por los testimonios y las expresiones de gratitud que se escuchan incluso desde los púlpitos pareciera no haber dudas que Dios ayuda a burlar a la policía, a conseguir papeles falsos, a extender cartas mentirosas para sacar a alguien de su país y traerlo a Miami, a pasar, como ocurrió con Antonio y Alejandra, frente a los oficiales de Migración sin que estos los vean. Sea lo que haya sido necesario hacer y cuanta ley violar, siempre se termina dando gracias a Dios por la ayuda recibida de Él.
(**) Aunque a alguien pudiera parecerle una blasfemia (para nosotros no lo es) siempre estamos orando por nuestros hermanos (en la fe y latinoamericanos y deberíamos también acordarnos de los africanos que tratan de llegar a España y otros países europeos en busca de trabajo) que tienen que salir a trabajar cada mañana conduciendo sus automóviles sin sus licencias para que ningún policía los detenga.Y si los detienen, que los dejen ir. Y así ha ocurrido. Para los beneficiados directos, esta pareciera ser una de las tantas formas en que Dios implementa en su favor la promesa de Salmos 146:9: “El Señor protege a los extranjeros y sostiene a los huérfanos y a las viudas”.
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