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Selección natural: reina con pies de barro

Aquello que provoca el cambio y la transformación de unas especies en otras, sería el conjunto de las mutaciones que ocurren al azar en la molécula de ADN, filtradas a través del enorme colador de la selección natural y preservadas de generación en generación sin un propósito determinado. Estos son hasta el día de hoy los planteamientos del neodarwinismo.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 28 DE FEBRERO DE 2009 23:00 h

Como la mezcla de los genes que ya existen en los organismos sólo puede producir combinaciones o variedades dentro del mismo género, sería necesario que las mutaciones elaboraran nuevos genes capaces de añadir otros niveles de complejidad, así como órganos mejores y diferentes.

Sin embargo, tales argumentos chocan contra un serio inconveniente. La inmensa mayoría de las mutaciones conocidas en la actualidad, tanto las naturales como las provocadas por el hombre, son perjudiciales o letales para los organismos que las sufren. Si tales cambios bruscos del ADN se acumularan progresivamente en los seres vivos, lo que se produciría en vez de evolución sería regresión o degeneración.

¿Cómo intenta el transformismo solucionar este serio problema? Apelando a la posibilidad de que en algún momento se hayan producido, o se puedan producir, mutaciones beneficiosas. Aunque esto pueda sonar bastante a acto de fe, es precisamente lo que hoy sigue sosteniendo el neodarwinismo. Pero tal razonamiento de nuevo vuelve a ser de carácter circular. Si estamos aquí -se dice- es porque la evolución se ha producido y, por tanto, tales mutaciones beneficiosas han tenido que ocurrir, a pesar de que no se tenga la más mínima constancia de ello.

La pequeña mosca del vinagre o de la fruta Drosophila melanogaster ha sido muy utilizada en los laboratorios de todo el mundo para realizar pruebas y experimentos de genética o de dinámica de poblaciones. Mediante la aplicación de determinados productos químicos o a través de radiaciones especiales se han obtenido moscas mutantes con ojos de diferente color, otras con las alas más grandes, con doble dotación alar, con las alas reducidas casi a vestigios e incluso sin alas. También se ha conseguido modificar la cantidad y distribución de los pelos que presentan las larvas.

No obstante, la mosca del vinagre continúa siendo una mosca del vinagre de la misma especie. Los mutantes son individuos empeorados, no mejorados. Jamás se ha originado por mutación inducida en los laboratorios, una nueva especie de insecto o una mosca mejor y más perfecta que la Drosophila ya existente. No han aparecido estructuras nuevas ni más complejas que hicieran más eficaz al animal, sino defectos o duplicaciones entorpecedoras de órganos ya existentes. Lo mismo puede decirse de todas las mutaciones provocadas en otros organismos como bacterias, ratones, cobayas, etc. Las bacterias -como es sabido- pueden desarrollar resistencia a determinados antibióticos, pero desde el origen de los tiempos hasta hoy siguen siendo bacterias. No salen de su tipo básico fundamental. Todo esto conduce a la conclusión de que las mutaciones observables no pueden ser la fuente del cambio ilimitado que necesita la teoría de la evolución.

¿Es posible que se hayan producido en el pasado grandes mutaciones o macromutaciones capaces de originar especies nuevas?

Esta idea repugnó siempre a Darwin. Él estaba convencido de que una macromutación capaz de originar repentinamente a un individuo nuevo y diferente de sus progenitores equivalía, en realidad, a un milagro de creación especial. La naturaleza no daba saltos bruscos (natura non facit saltum) sino que cambiaba lenta y gradualmente mediante la acumulación de pequeños pasos. Sin embargo, este dogma no fue respetado por todos sus seguidores. A finales del siglo XIX el botánico, Hugo DeVries, fue el primero en dudar de él proponiendo la teoría de que en la naturaleza los cambios hereditarios podían haber sido grandes y discontinuos. DeVries llamó a tales efectos mutaciones y esto provocó una importante controversia entre mutacionistas y gradualistas. Más tarde, a mediados del siglo XX, otro prestigioso genetista germano-americano, el profesor Richard Goldschmidt, de la Universidad de California en Berkeley, volvió a resucitar la polémica al afirmar que la evolución no se podía haber producido mediante la acumulación selectiva de pequeños cambios graduales.

Goldschmidt pensaba que el darwinismo gradualista sólo podía explicar la microevolución o variación dentro del ámbito de la especie. No obstante, para que la evolución general o macroevolución se hubiera producido era imprescindible creer en la posibilidad de las macromutaciones. La mayoría de tales grandes saltos originaría monstruos defectuosos que morirían pronto, pero en determinados casos podrían haber surgido “monstruos viables” capaces de prosperar y reproducirse (¿con quién?), transmitiendo así de repente sus nuevas características adquiridas. Tal como él mismo sugirió: “un día un reptil puso un huevo y lo que salió del huevo fue un ave”.

Las ideas de Goldschmidt fueron cruelmente ridiculizadas por los darwinistas y pronto cayeron en el olvido. Hasta que en 1980, Stephen Jay Gould, las rescató en su artículo: El regreso del monstruo esperanzado, en el que intentó conciliar las pequeñas mutaciones del neodarwinismo con las macromutaciones propuestas por Goldschmidt.

“Goldschmidt no planteaba ninguna objeción a los ejemplos estándard de la microevolución; [...] No obstante, rompía bruscamente con la teoría sintética al argumentar que las nuevas especies surgen abruptamente por variación discontinua o macromutación. Admitía que la inmensa mayoría de las macromutaciones no podían ser consideradas más que como desastrosas -a éstas las denominó “monstruos”-. Pero, continuaba Goldschmidt, de tanto en tanto, una macromutación puede, por simple buena fortuna, adaptar a un organismo a un nuevo modo de vida, “un monstruo esperanzado”, en sus propias palabras. La macroevolución sigue su camino por medio de los escasos éxitos de estos monstruos esperanzados, no por una acumulación de pequeños casos en el seno de las poblaciones [...] Como darwiniano, quiero defender el postulado de Goldschmidt de que la macroevolución no es simplemente la extrapolación de la microevolución, y que pueden producirse transiciones estructurales básicas rápidamente sin una homogénea sucesión de etapas intermedias” (Gould, El pulgar del panda, Hermann Blume, 1983: 199).

Gould pretendió reducir la distancia entre las ideas de Darwin y las de Goldschmidt afirmando que las grandes mutaciones podrían haberse producido mediante pequeños cambios en los embriones tempranos que se habrían acumulado a lo largo del crecimiento, originando profundas diferencias entre los adultos. De manera que los monstruos esperanzados o viables habrían aparecido como consecuencia de las micromutaciones sufridas por sus embriones. Esta era la única posibilidad que veía Gould para salvar la evolución de las especies.

Sin embargo, lo cierto es que no existe evidencia alguna de tales mutaciones embrionarias. Ni las macromutaciones capaces de convertir un reptil en ave, ni las micromutaciones modestas del desarrollo embrionario pueden ser observadas en la realidad. Hoy por hoy, el mecanismo de la evolución continúa siendo un misterio para la ciencia, como algunos prestigiosos investigadores reconocen (Grassé, Chauvin, Behe, etc.). Por tanto, la aceptación de la teoría transformista no se fundamenta en sólidas bases científicas que la demuestren, como a veces se afirma, sino que continúa apelando a las creencias indemostrables. En definitiva, se trata de tener fe en la posibilidad de las pequeñas mutaciones graduales, en las macromutaciones milagrosas o en una combinación de las dos opciones.

Desde la perspectiva del materialismo, con frecuencia, se ataca a los creacionistas porque sostienen que Dios creó todos los seres vivos, como afirma la Biblia, según su género o tipo básico de organización, aunque después éstos hubieran podido variar dentro de ciertos límites. Se dice que tal postura entraría de lleno en el terreno de la fe, sería por tanto indemostrable y cerraría la puerta a cualquier investigación científica ya que si realmente fue así, el Creador habría empleado para crear el universo, leyes o procesos que hoy no se podrían detectar ni estudiar. La crítica contra la creación especial es, pues, que se trata de una creencia, de un acto de fe indemostrable.

Ahora bien, ¿acaso no puede decirse lo mismo del evolucionismo? ¿No se trata también de un inmenso acto de fe en el poder de las mutaciones al azar y de la selección natural? Si es así, ¿por qué se habla tan alegremente en tantos textos escolares acerca del “hecho” de la evolución confirmado por la ciencia? ¿Puede la ciencia confirmar acontecimientos del pasado imposibles de reproducir en el presente y de los que no se tiene ningún testimonio o constancia? El tema de los orígenes es sumamente escurridizo y escapa a menudo al ámbito de la metodología científica para entrar de lleno en el de la especulación y las convicciones personales.

Y, en cualquier caso, ¿hasta dónde debe llevarnos la fe en el naturalismo metodológico?
 

 


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