A Hidalgo, entre las 12 imputaciones heréticas que le hicieron los inquisidores, luego de su detención en 1811, se le acusó de “sectario de la libertad francesa” y se le calificó de “hombre libertino, sedicioso, cismático; de hereje formal, judaizante, luterano, calvinista, y muy sospechoso de ateísmo y materialista”. Se trataba de una acusación verdaderamente, pues ambos personajes eran sacerdotes católicos y participaban del rechazo generalizado a todo lo que sonara a Reforma o protestantismo; Hidalgo encabezó el movimiento libertario con un estandarte de la Virgen de Guadalupe. Morelos recibió acusaciones similares por parte de la cúpula católica. Esta forma de “presencia negativa” del protestantismo calvinista, señalada muchas veces por los especialistas, fue prácticamente inexistente, pues su reconocimiento procedía de quienes rogaban a Dios por que nunca llegara de manera efectiva.
Hace unos días, la profesora Alicia Mayer (directora del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional) presentó un libro sobre Lutero en la época colonial, adonde no deja de aparecer Calvino en algunos cuadros católicos dedicados a celebrar el supuesto triunfo de la Iglesia Católica sobre ambos reformadores en Europa. En algunos sermones de obispos de la época también se atacaba a los dos dirigentes eclesiásticos con la esperanza de que invocando negativamente su nombre, los vientos de cambio que representaban no llegarían hasta las costas de América o a la Nueva España. En “El triunfo de la Iglesia (o de la fe)”, del siglo XVIII, se
observa la figura de Calvino ahogándose como parte del naufragio de la nave que transportaba a los dirigentes protestantes. Este triunfalismo católico novohispano intentaba alejar los fantasmas del protestantismo de los espacios que se asumían como paladines de la Contrarreforma.
De modo que, aunque en efecto llegaron escasos representantes del calvinismo a estas tierras, lo cierto es que la entrada formal de la tradición reformada México se dio bien entrado el siglo XIX, precisamente cuando los gobiernos liberales luchaban por restar privilegios al catolicismo. El modelo político de entonces era, por supuesto, el vecino del norte y, desde el nombre mismo del nuevo país (Estados Unidos Mexicanos), la influencia se dejaba sentir, con todo y que se conocía perfectamente el trasfondo protestante (y específicamente calvinista) de aquel país. Para los liberales, eso no representaba un problema particular, pues ellos consideraban que sería posible introducir los elementos políticos (y constitucionales) a la vida de México sin Lamentablemente, la intervención armada estadounidense (septiembre de 1847), además de generar un enorme rechazo entre la población, acentuó la creencia de que las ideas religiosas del país del norte eran usadas como un instrumento de penetración cultural.
Según fuentes históricas confiables, el primer culto reformado (presbiteriano, más bien) ocurrió justamente en el Palacio Nacional de la capital mexicana, tomada por el ejército invasor. Este dato es desconocido para la mayoría de los evangélicos mexicanos, pues la lectura que se hace del ingreso de las misiones protestantes extranjeras al país está dirigida por la convicción de que con ellos llegó
el Evangelio verdadero, la auténtica presencia de Cristo que llegó a terminar con la “superstición romanista”.
Enrique González Pedrero, ex gobernador del estado de Tabasco (sureste del país), escribió hace varios años un análisis muy interesante del protestantismo, recordando la clásica distinción entre “países protestantes” y “países católicos”: “El protestantismo acaba por desembarazarse de la densidad de la Iglesia y de sus grandes dignatarios. Por hacer del individuo pensante de Descartes, que devendrá el débil junco de Pascal, el ser que busca con angustia y desesperanza comunicarse con Dios. Y un hombre así ´privilegiado´ es un ser que porfía:
in God we trust and God trusts us. Ese hombre irá sustituyendo paulatinamente a Dios: irá representándolo cada vez más eficazmente en la tierra. En el protestantismo, ´cada hombre es su propio sacerdote. No puede acudir como nosotros cuando el pecado nos doblega, a ningún cura, Porque la cura, el cuidado de sí sólo a él incumbe. Religión sin caridad, de hombres desolados, condenados a perpetuo aislamiento´.
Reforma y Contrarreforma son, pues, los puntos clave para abrirnos y explicarnos menos al mundo de ayer cuanto, sobre todo, al mundo de hoy. El protestantismo ayudó a los pueblos que lo adoptaron a desplegar capacidades y vocaciones que ya tenían: Alemania, Suiza, Holanda, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, Noruega fueron pueblos cada vez más trabajadores, ahorrativos, previsores, ascéticos, fríos. Pueblos que pasaron del campo a la urbe, en mayor o menor grado, y que establecieron en las ciudades el artesanado y, con el tiempo, la manufactura, hasta llegar a las fábricas, a la industria: a la Técnica con mayúsculas. En cambio los pueblos del Sur continuaron en el esplendor y la brillantez de la Iglesia”.
Más allá de la necesaria esquematización de estas apreciaciones, que hoy se consideran superadas en lo esencial (sobre todo a causa de cierta popularización de las ideas de Max Weber), lo cierto es que el modelo de asociación comunitaria que representaron las comunidades protestantes (y calvinistas en particular) tuvo un efecto muy importante en su momento, pues la búsqueda, a veces inconsciente, de una verdadera práctica democrática, por ejemplo, constituyó un eje ideológico experimentado en medio de una sociedad cuyos problemas para acceder a la modernidad Algo similar se puede decir en relación con la educación, considerada como una “trinchera” en donde podía redefinirse el destino de las nuevas generaciones.
Existió la certeza de que, si la educación seguía en manos de la Iglesia, el país enfrentaría serios problemas para su desarrollo.
De ahí el celo tan característico de los protestantes por la defensa de la laicidad del Estado. La ecuación protestantismo-laicismo se percibió siempre como una unidad inseparable. Los conflictos que vivió el país a mediados del siglo XIX se explican mejor a partir de este contexto.
En el aspecto religioso, las iglesias han fortalecido su presencia geográfica en buena parte del territorio nacional, aun cuando ha sido más identificable en ciertas zonas como el norte, el centro y el sureste. Especial crecimiento numérico se ha tenido en los estados de Chiapas y Tabasco. En el primer caso, muchas poblaciones indígenas participan de los componentes básicos de la fe y práctica calvinistas, incluso sin tener suficiente noción de las mismas. En ese sentido, la herencia puritana ha dejado una gran huella en la mentalidad religiosa.
Hace 100 años, a propósito del 400º aniversario del natalicio de Calvino, el futuro político presbiteriano Aarón Sáenz presentó un discurso alusivo, en el cual expresó la forma en que los evangélicos de aquella época, anterior a la lucha revolucionaria, utilizaban todos los recursos a su alcance para vehicular las ansias del cambio que consideraban necesario para el país. Sáenz, con el tiempo, llegó a ser pre candidato a la presidencia del país, a fines de los años 20´s, cuando el régimen fruto de la Revolución Mexicana comenzó a estabilizarse. Su formación reformada, al parecer, fue la razón por la que no alcanzó la candidatura.
La tradición reformada o calvinista, entonces, a pesar de la enorme oposición para convertirse en un factor religioso, cultural o ideológico, tiene ya un lugar propio dentro de la sociedad mexicana, a pesar de que la población protestante (y presbiteriana, en concreto) no ha rescatado lo suficiente en sus raíces teológicas.
Por lo tanto, el legado de Calvino, si bien no ha tenido una presencia muy visible, ha influido de diversas maneras en la conformación de un perfil religioso, político y cultural que ya es inseparable de la manera en que debe entenderse el México contemporáneo, plural y diverso.
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