Dormimos en hamacas, envueltos en un aire cálido, pegajoso. Al andar descalzo sobre la madera, suenan las plantas de los pies como papel de celofán. El sudor resbala, se materializa, permanece presente. Se diluyen los objetos a lo lejos; se vuelven líquidos los caminos y la periferia de la selva. Es como observar colores pastel por utilizar, dispuestos en un soporte, mezclados en parte, tanteados, manoseados, intuidos.
El Tucán no cierra nunca, y fabrica su propio vino. El dueño, Adán, tiene en su casa una pequeña porción de tierra donde cultiva café. La humedad acentúa los efectos del clima, que se van volviendo imprevisibles, extremos. De un frío que cala los huesos por la noche, o a primera hora de la mañana, pasamos al calor asfixiante del mediodía. Y conforme me acerco al ecuador, y vaya ganando altitud, la diferencia brusca de temperatura y clima será mayor. El cielo es gris o violeta. Debería ser azul.
Transparente, o azul. Estamos rodeados de ríos, de riachuelos, de charcos. Dentro de la casa hay charcos. Formamos parte de la corriente circulatoria de ese gran río lleno de vida y muerte que es el Amazonas, donde me internaré un poco a partir de mañana.
Tengo algunas razones para hacerlo, y otras tantas para desechar la idea, pero lo importante es que una vez he llegado hasta aquí, y teniendo en cuenta cómo he avanzado hasta ahora, sería algo incoherente no entrar un poco más allá en el territorio. Sería como no haber visto nunca el mar, y limitarse a contemplarlo desde unos metros atrás en la orilla, sin atreverse a hundir los tubillos en la espuma de las olas finales. Mi impermeable recibe las gotas de agua y fabrica sonidos similares al crepitar del fuego. Es un momento plácido.
Sin embargo, inquieta ver las aguas bajas estancadas, cubriendo ligeramente capas densas de fango, de arcilla de la que podría surgir de nuevo la humanidad. Diluvia, y a pesar de que lo obvio sería que la lluvia limpiase todo, y el agua sucia pasara a ser transparente por la acción continua de la corriente, siempre queda un fondo marrón, limo que recuerda nuestra condición de seres caídos, de belleza descompuesta. El agua sobre el que se construyó El Tucán es ocre. Debería ser cristalina.
A veces, hay que esperar. Sentarse y mirar, pues nada más se puede hacer. Me siento con un vaso de leche recién ordeñada por Adán. Observo la lluvia sobre las barcas amarradas a la plataforma tosca y desnivelada de madera sobre la que se erige el mesón, y ellas también esperan.
Alguna noche sueño que tomo prestada una de las barcas, y me interno en el laberinto de ríos hasta la arteria principal del gran río, y que tras jornadas y jornadas esquivando caimanes y temblando, llego a la orilla de la eternidad. Allí entro en calor y me despierto con fiebre, hasta que trago un litro de agua, veo un rato ciertas parcelas libres en el cielo, y entonces vuelvo a la cama. Mejor dicho, a la hamaca. Me despiertan las risas y las conversaciones del interior del mesón, y el entrechocar de fichas de dominó sobre una mesa. Comemos pescado con arroz negro a diario. Leemos periódicos amarillentos de hace un año, a sorbos cortos de
tintico(1), que han adquirido un sentido nuevo, igual que hacía el viejo de la novela de Hemingway, pero en otro lugar. Suena a idílico, pero puedo asegurar que no lo es.
Y, no obstante, me obligo a repetirme que no habrá nunca un nuevo edén en este mundo. La selva me lo ha recordado todo el tiempo, y sospecho que el Amazonas también se encargará de hacerme saber que sigo caminando por lugares inciertos, donde puedo perder la vida en cualquier instante. Aunque eso sí, siempre estaré a solas con el Creador cuando así lo desee.
1) Tintico: café cargado, especialmente oscuro e intenso, que se toma en vasos pequeños y a sorbos también pequeños (Nota del T.)
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