Una de las mayores contribuciones del protestantismo evangélico ha sido el potenciar el rol de los creyentes en la expansión del credo.
En los anteriores artículos de ésta serie, nos hemos referido a que desde un principio, en la endogenización del protestantismo, estuvieron involucrados los nacionales. Fueron éstos quienes al hacer suya la nueva fe después la diseminaron con sus propios recursos (intelectuales y económicos). Aunque los misioneros extranjeros tuvieron en la génesis de la obra protestante una participación muy importante, es un error presentarles como los únicos iniciadores en detrimento de los misioneros nacionales y locales.
Ante el acendrado clericalismo católico, las primeras comunidades protestantes en América Latina subrayaron, a la luz de su entendimiento de los preceptos neotestamentarios, la plena participación de todos los denominados
laicos (término erróneo porque de acuerdo con el Nuevo Testamento los sacerdotes/pastores también son
laicos, es decir parte del pueblo de Dios, y los
laicos tienen la condición de sacerdotes/pastores). Es decir, la conducción de la iglesia, entendida como una congregación de creyentes, es asunto de todos y todas, no solamente de una casta privilegiada.
EL “CLERICALISMO EVANGÉLICO”
A contrario de lo anterior,
en las últimas dos décadas, ha venido tomando creciente fuerza el énfasis en concentrar poderes en liderazgos que se hacen llamar de distintas maneras: reverendos, profetas, obispos, apóstoles, salmistas, varones de Dios, súper
intendentes. En no pocas ocasiones se ha incurrido en el enaltecimiento de esas figuras y en la parálisis crítica frente a sus excesos. De tal manera que es constatable una cierta reverencia cuasi incondicional a quienes ostentan rimbombantes títulos pretendidamente sacros.
Tales personajes, en lugar de hacer crecer en el conocimiento y práctica de la fe a los integrantes de sus grupos, refuerzan la dependencia y control de los dirigentes.
El clericalismo evangélico es festinado mediante una hermenéutica simplista, que mediatiza la enseñanza original de Jesús y la iglesia neotestamentaria. Como todo clericalismo
excluye a los demás creyentes, a quienes considera de segunda categoría y solamente consumidores de lo que producen los consagrados y ungidos por los cánones definidos por los mismos que ejercen el control en las iglesias. Ese clericalismo se empeña en vigilar y castigar, a la vez que fomenta el infantilismo al que se refiriera Pablo en su Primera Carta a los Corintios (
3:1-3).
A lo largo de la extensa geografía latinoamericana el protestantismo fue, en el siglo XIX y casi todo el XX, un claro defensor de la laicidad del Estado. Pugnó por la separación del Estado y las iglesias, en contra de lo sostenido por la Iglesia católica, que concebía al Estado como una extensión de sus ideas e intereses. La Iglesia católica férreamente defendió, a contracorriente de los regímenes liberales de la segunda mitad del siglo XIX, sus privilegios tejidos durante los poco más de tres siglos de la Colonia española y se opuso por todos los medios a su alcance (guerras incluidas) a la existencia de la libertad de creencias y culto en nuestros países.
“CRISTIANIZAR” LA SOCIEDAD
En el anterior contexto, las primeras generaciones de protestantes latinoamericanos decididamente estuvieron a favor de consolidar el Estado laico como garante en el ejercicio de la libertad de conciencia. Nadie se planteaba la idea de impulsar desde las
instituciones públicas y gubernamentales las particulares creencias evangélicas. Es más, prevalecía un rechazo a la participación política partidista y existía la preocupación por forjar comunidades de creyentes éticamente contrastantes con el mundo circundante.
El estricto rechazo a la seducción del poder cambió, no con brusquedad pero sí con paso firme en la década de los ochentas del siglo pasado. Con un esquematismo ahistórico se comenzó a escuchar que la solución a los problemas de las distintas naciones latinoamericanas estaba en la llegada al poder gubernamental de “hombres de Dios”, con corazón limpio e intenciones justas y nítidas. En diversos países fue elaborándose una simplona teología del poder, que prometía cambios súbitos en la calidad de vida de los guatemaltecos, brasileños, peruanos, nicaragüenses y demás nacionales de los países latinoamericanos.
Por todas partes surgieron esfuerzos empeñados en construir partidos políticos evangélicos. Los liderazgos de los mismos hicieron cálculos alegres y proyectaron que recibirían automáticamente los sufragios, en elecciones locales y nacionales, de sus hermanos y hermanas en la fe. Su mecanicismo les jugó malas pasadas, los votos no llegaron en el caudal esperado. Sin embargo, en algunos países lograron acceder a diversas esferas de poder. En algunos casos por desconocer los entretelones de la vida política partidista, los neopolíticos evangélicos fueron engullidos por los lobos de la politiquería. En otros momentos olvidaron los que decían eran sus principios y motivaciones para buscar el poder, y una vez obtenido se comportaron de la misma manera que las rancias castas políticas.
La tentación constantiniana (simbiosis Estado/Iglesia, en su vertiente neoevangélica) es una apuesta errónea e inviable. Pero en primer lugar, nos parece, es contraria a los principios neotestamentarios. Si no por tener en claro éstos últimos, tal vez por el pragmatismo a ultranza que les caracteriza, los propulsores de partidos políticos de inspiración evangélica deberían de aceptar que las experiencias de las últimas dos décadas han sido contrarias a sus cándidas expectativas.
No es casualidad que los impulsores, en términos generales, de
evangelicalizar la política sean casi los mismos que han introducido en las iglesias evangélicas una noción y práctica que les era extraña, el clericalismo que ensalza líderes incuestionables.
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