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Protestante Digital

 
 

El vendedor de zapatos

Cuando aquel hombre entró a la tienda pidiendo que le mostraran unos zapatos cafés de tales y cuales características, tenía en mente hacerle una broma al vendedor que lo atendiera. Pero no una broma como para burlarse de él sino una broma que de alguna manera le produjera un resultado positivo. Beneficioso.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 21 DE FEBRERO DE 2009 23:00 h

El joven que se le acercó lucía en la solapa de su vestón(*) una plaquita con su nombre: Manuel y, debajo, la frase: Ejecutivo de ventas.

De una ojeada, el hombre leyó su nombre.

Para Manuel, aquel era un cliente más que quizás comprara, quizás no. Cuando se ofreció a atenderle, el cliente, poniendo cara de sorprendido, se dirigió al joven en una forma en que éste no se esperaba:
- ¡Manuel, hombre! ¿Todavía por aquí?
- ¿Perdón?
- ¡Sí! ¿Todavía por aquí, muchacho?
- ¡No entiendo lo que me quiere decir, señor!
- ¿Te casaste, verdad?
- Sí, señor. Me casé.
- ¿Con la misma muchacha de la que te habías enamorado hace poco más de cuatro años? ¿Cómo es que se llamaba?
- Pamela, señor.
- ¡Oh sí, Pamela! ¿Y cómo está ella?

Manuel no lograba entender el sentido de esa charla iniciada por el desconocido que, supuestamente, había entrado a la tienda en busca de zapatos. Por más que intentaba revisar los recuerdos acumulados en su memoria, no lograba dar con ese rostro. Ni con ese tono de voz. Ni con esos ojos de un café profundo que lo miraban como si quisieran cubrirlo, de pies a cabeza, con un manto de simpatía a la que estaba poco acostumbrado.

Definitivamente, era la primera vez que lo veía; sin embargo, el cliente parecía conocerlo. Un poco movido por la curiosidad y otro poco por la esperanza de hacer una venta, Manuel mantuvo la calma. Rechazó la idea de que alguien quisiera burlarse de él o de que se tratara de un loco. El hombre, entretanto, hacía uso de un talento que parecía innato en él para descubrir ciertos rasgos en las personas.
- Mira Manuel, amigo mío. Yo estuve aquí en esta tienda hace cuatro años y en este mismo lugar me atendiste tú. Como ahora, conversamos y me hiciste una promesa que veo que no has cumplido. Haz memoria y recuerda aquella ocasión en que nos conocimos.

Manuel entrecerró los ojos, miró fijamente al cliente, luego alzó la vista y la posó en un punto indefinido dentro de la tienda. Después de unos segundos, habló para decir:
- Lo siento, señor, pero a usted es la primera vez que lo veo, no recuerdo ninguna charla ni menos la promesa de que me habla. Debe de estar confundiéndome con otra persona.

El hombre esperaba esa respuesta. Él sabía que lo que decía Manuel era verdad, pero estaba decidido a seguir adelante con su plan, de modo que mirándolo fijamente a los ojos, dijo:
- ¿Cuánta gente pasa por esta tienda diariamente? ¿Veinte? ¿Treinta? Digamos veinte. Eso, multiplicado por seis días de la semana y luego por cuatro semanas que tiene el mes y luego por doce meses que tiene el año y luego por cuatro que son los que han pasado desde la última vez que te vi, tendríamos algo así como veintitrés mil cuarenta personas. Ustedes, veo, son cuatro vendedores. Esa cantidad dividida por cuatro daría todavía una cifra bastante alta. Es lógico que no te acuerdes de mí, pero yo sí me acuerdo perfectamente de ti. No visito con frecuencia las tiendas de zapatos.

Manuel había empezado a trabajar en esa zapatería hacía seis años, solo meses después de haber terminado la secundaria y cuando recién había cumplido los diecisiete. Sus planes eran seguir estudios universitarios pero como el mayor de los cinco hijos de la familia y ante las precarias condiciones económicas de sus padres, había optado por buscar trabajo, hallándolo en aquella tienda. Y allí se había quedado. Poco después había conocido a Pamela, se habían enamorado y después de un breve noviazgo habían contraído matrimonio. Su salario como vendedor era exiguo y con eso tenía que seguir ayudando al presupuesto de la familia de sus padres y mantener su casa. Pamela, también egresada de secundaria, había querido trabajar para ayudar a Manuel y aunque éste prefería que su esposa quedara en casa a la espera de los niños que habrían de llegar, había tenido que ceder a las insistencias de ella. Y ceder, asimismo, al deseo de ser padre. Eso vendría más adelante, cuando pudieran alquilar una casita un poco mejor que la que ocupaban actualmente y alguno de sus hermanos empezara a trabajar y cooperara con él para solventar los gastos del hogar paterno. No podía desentenderse de sus hermanos menores, que todavía cursaban los estudios primarios.
- Es posible que sea como usted dice, señor. Pero me extraña que no lo recuerde pues me ufano de tener buena memoria ?dijo Manuel, entre dubitativo y suspicaz.

El hombre aprovechó esta leve duda de Manuel para dar el siguiente paso.
- Y no solo tienes buena memoria ?dijo, con un tono que denotaba seguridad? sino que eres inteligente más allá del promedio. ¿No es así?

Sin decir palabra y con un gesto con el que intentaba confirmar lo que le decían pero que reflejaba también un espíritu humilde, Manuel asintió.

El hombre volvió a atacar:
- La promesa que me hiciste, y que ahora me dices que no recuerdas, es que seguirías estudiando, que obtendrías el título de abogado con el que siempre soñaste y que dedicarías tu profesión a servir a los más necesitados. ¿Lo recuerdas ahora?

De nuevo, Manuel se sumergió en las revueltas aguas de su memoria y, otra vez fracasó en recordar la conversación que el cliente le aseguraba que habían tenido cuatro años atrás; sin embargo, lo que sí recordó fue que su intención siempre había sido estudiar abogacía para servir a la gente humilde, como ellos. Y también para animar a otros muchachos a superarse por sobre las limitaciones presupuestarias de sus hogares.
- Lo siento, señor. Le repito: no recuerdo esa charla. Pero es cierto que siempre quise seguir estudiando y, precisamente, llegar a ser abogado para, como usted dice, servir a la gente humilde como nosotros. En eso usted ha acertado.
- Y también he acertado en que tienes talento para algo más que pasarte la vida vendiendo zapatos. ¿Estoy en lo cierto?
- ¡Eso creo, señor!
- Pues, mi querido Manuel. Me temo que vamos a tener que desenterrar esa promesa hecha hace cuatro años. No quiero volver a encontrarte aquí cuando de nuevo visite la tienda.
- Usted comprenderá, señor, que lo que me propone es más fácil decirlo que hacerlo. Ahora tengo una esposa que cuidar, y todavía mis hermanos menores necesitan de mí. No podría tomar una decisión tan a la ligera. Si bien mi salario aqui es poco, nos alcanza para vivir. Quizás más adelante...
- ¡Ningún más adelante, muchacho! Tendrás que decidirte ahora. Después vendrán los hijos y entonces sí que será imposible hacer realidad tu sueño. Y no te estoy diciendo que dejes de trabajar. Te estoy diciendo que no puedes desperdiciar tu inteligencia como lo has venido haciendo estos cuatro últimos años. Te estoy diciendo que con algo de sacrificio ahora, podrás alcanzar la meta mañana y llegar a ser lo que siempre quisiste. Hay gente, mucha gente humilde y necesitada esperando a alguien con los sentimientos que tú tienes de modo que no puedes perder más tiempo.

Acto seguido, sacó de la cartera un folleto y se lo ofreció, diciéndole:
- Toma. Lee esto. Te indicará cómo puedes ingresar a la universidad, la forma en que puedes coordinar estudios con trabajo con hogar con familia con pasatiempos e incluso los tipos de becas a los que puedes postular.

Por unos segundos, Manuel concentró toda su atención en el folleto. Fue en esos breves instantes que el hombre se fue de la tienda. Cuando Manuel salió a la calle para recordarle de sus zapatos, no lo vio por ninguna parte. Sencillamente, se había esfumado.

Manuel volvió a la tienda, acercándose a sus compañeros de trabajo para contarles de aquel extraño cliente. Estos, reunidos en un grupo pues en ese momento no había compradores, lo miraron extrañados. Uno de ellos lo interrumpió cuando empezaba a hablar:
- ¿Cliente, dices? A esta tienda hace más de media hora que no entra nadie.
- ¿Cómo que no entra nadie? ¿Y el señor al que estuve atendiendo, no lo vieron?
- No hemos visto a ningún cliente como dices. A ti te vimos junto al ventanal mirando para la calle, pero nadie ha entrado. ¿Te pasa algo?

Manuel se acordó del folleto que tenía en la mano. Mostrándoselo a sus compañeros, les dijo:
- ¿Y este folleto que me dio, no les dice nada?

Uno de ellos se dirigió a un extremo del mesón, tomó una cantidad de folletos que alguien había dejado allí la noche anterior y que promovía estudios a distancia de la universidad estatal y volvió para decirle a Manuel.
- ¿De estos folletos es que nos estás hablando?

El cliente nunca volvió pero Manuel se inscribió en la universidad, logró una beca y después de cinco años de estudios obtuvo su título de abogado. Entonces renunció a su trabajo en la tienda que vendía zapatos y se dedicó a lo que siempre habia deseado hacer: servir a la gente pobre y necesitada. Como ellos.

Los cuatro hijos que tuvieron con Pamela vivían ahora en mucho mejores condiciones que las suyas cuando había sido niño.

Moraleja a mis lectores jóvenes: No preguntes a quién representa aquel hombre que se apareció en la vida de Manuel. Si tienes capacidad e inteligencia, no te quedes ahí. Haz ahora un esfuerzo más y podrás disfrutar de los frutos mañana. Y no solo tú, sino muchas personas, comenzando por los que están más cerca de ti: tus padres, tus hermanos, tu esposa, tus hijos. Y muchos otros que quizás no encuentran una voz amiga que hable por ellos. Esto también es dar un vaso de agua al sediento en el nombre de Jesús.


(*) Vestón. La palabra “vestón” corresponde a una prenda de vestir que el DRAE no admite, pero que se usa. Como me ha ocurrido en otros casos, me revelo cortés pero firmemente contra ciertos criterios de la RAE. Y me revelo porque no veo razón para “no admitir” esta palabra en nuestra lengua, siendo que tiene una tradición a mi parecer hermosa e interesante y que, como digo más abajo, se sigue usando. Copio de la Internet: «[Vestón]es el aumentativo de “vesta”, voz italiana que se introdujo en el idioma francés (siglo XVI), basada en el latín “vestis” (prenda de vestir). Llevado debajo del vestido, tuvo primero cuatro faldones que pronto desaparecieron. La “veste” francesa es hoy la palabra más común para designar la chaqueta o americana, en cambio la “vesta” italiana ya no existe». Al leer esta descripción, me parece ver una faceta pocas veces apreciada de la confusión de las lenguas ocurrida, de acuerdo con el texto bíblico, el día que a los hombres se les ocurrió construir la torre de Babel para llegar al cielo (ver Génesis 11:1-9). El DRAE admite chaqueta y admite americana pero no admite vestón, lo que me parece una inconsecuencia siendo que en Chile, mi país de origen, se ha usado por generaciones y se sigue usando, mucho más que chaqueta y muchísimo más que americana.
 

 


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