Matt Elliott puede ser hoy. Ayer tocaron
Primal Scream, enfrente de casa. Ayer fue
Nacho. Ayer
Indecision. Ayer
Radiohead. Ayer
Carlinhos Brown. Ayer
The Rolling Stones. Ayer
Jars of Clay. Ayer
Praxiz. Ayer
Ash. Ayer un coro de gospel. Ayer un grupo universitario que he olvidado. Ayer
Danza Invisible. Ayer una voz desafinada de un balcón de sufrientes claveles blancos. Es duro ser una estrella sólo por un rato.
El aficionado hace memoria de los conciertos que ha vivido. Muchos o pocos, siempre tiene uno que afirma su pasión por la música, uno en el nunca debió estar porque perdió el tiempo, uno que fue una experiencia vital imperecedera, uno en el que nunca estuvo, uno que fue hace muchos años antes de que naciera pero con el que sueña haber estado.
El aficionado tiene entre sus favoritas muchas canciones que tienen mayor valor si se las imagina en directo. Y si se encuentra lo bastante dispuesto hoy, puede soñar, mientras escucha las canciones en su mp3, que él mismo es parte del grupo, que siente el vértigo y el pánico de la masa humana, sea en una sala pequeña, o en un mar de césped intuido, porque no se ve de la cantidad de gente. Esto puede ser inquietante para muchos, pero el aficionado es un profesional, y como muchos de esos músicos que se enfrentan a un concierto, una vez pasado el primer instante de conmoción y de sentirse indefenso, arranca unas primeras notas y todo va como la seda. O si se va un poco más allá, y la banda con la que actúa hoy se llama My Bloody Valentine, verá como en unos minutos la gente se aleja flotando, porque el volumen es tan alto y la barrera de ruido tan compacta, que los asistentes al concierto pensarán por primera vez en la salud de sus oídos.
La música en directo puede salvar una carrera musical. En tiempos de descargas por internet a la velocidad del rayo, antes incluso de que el disco esté en el mercado; en tiempos donde hay que pensárselo antes de comprar el álbum; lo único que les queda a los que se quieren dedicar a esto es curtirse la piel en escena. Quizá este sea el punto positivo del mundo en que vivimos, donde se puede grabar un disco hasta en el propio ordenador: tarde o temprano, hay que enfrentarse a la audiencia, y ahí se ve la calidad de verdad. Temblad,
triunfitos y derivados: con la música en directo, no valen los artificios ni las campañas publicitarias. No queda sino el talento. Nosotros lo sabemos. Ellos lo saben.
De adolescente, tocaba la batería (bueno, yo lo llamaba tocar) en un conjunto de corte punk. Hay una copia de esa cinta perdida en alguna parte. Nos reuníamos en una especie de taller de dos plantas que pertenecía al padre de un compañero de clase. En la planta de arriba (que tarde o temprano tuvo que ser insonorizada) destrozábamos canciones de
Nirvana, de
Green Day, pero también de grupos menos conocidos como
No Use for a Name, o unos suecos llamados
Pennywise. Imprimíamos nuestra particular visión de sus canciones con nuestros instrumentos rudimentarios. Mi batería sonaba a latón de tal modo que al final del día, cuando caía el sol y nos retirábamos, mis oídos reproducían ecos de los timbales desafinados, o de la caja remendada por mil sitios con algodón y celo, y hasta tiritas.
Tocamos en el instituto. Cuatro canciones de las que nos sentíamos orgullosos. Acabamos el concierto un poco enfadados, porque antes de nosotros otras tres agrupaciones de otros chicos interpretaron largos conciertos de diez versiones insulsas de los
Beatles, de
Abba, y de
Lenny Kravitz. Salimos al fin, fuera del horario previsto, cuando en el gimnasio donde reverberaban nuestras canciones no quedaban más de veinte compañeros que no sabían lo que hacíamos. Aun así lo disfrutamos. Nuestras canciones imposibles de entender se compensaron con nuestras ganas de pasarlo bien. Un profesor quiso poner fin al recital desenchufando el “cuatro pistas” que canalizaba nuestras hormonas juveniles antes de tiempo. Protestamos, porque no queríamos darnos por vencidos. Habíamos tenido que soportar cuatro horas de concierto para dar nuestro recital de ocho minutos cuarenta segundos, y no desistiríamos fácilmente. Guiñamos ojos, y el público se puso de nuestra parte, increpando al profesor. Por un rato, fuimos héroes. Tuvo que volver a enchufar el aparato, y acabamos la última canción que nos quedaba, que pertenecía a los ya citados Pennywise, una especie de himno del punk rock que siempre debe acabar con un montón de gente en el escenario cantando el coro final a capella, que es más o menos así:
`Oooooh… ooh ooh ooooh… ooooh… ooh… oh oh ooooh…´
Tengo que confesar que fue la última vez que participé en un concierto completo. Después robé varias veces el micrófono a otros cantantes. Aparecí en multitud de fotos en fanzines. Colaboré sin acreditación en un par de cedés suburbiales de grupos que ya no existen. Me inventé la letra de una canción de
NOFX que canté en un par de ocasiones con una banda llamada
Raska y Pika, que son un mito en mi ciudad de nacimiento. Me inventé una canción de hip hop que adaptó una banda de amigos míos de la época. Un grupo de eso que entonces llamábamos
metal a secas, me dejó pegar un par de gritos, y hay fotos que lo atestiguan.
Entretanto, los domingos por la mañana tocaba la batería en la iglesia a la que asistía entonces. Estaba bastante comprometido como músico por entonces. Un esguince, y un nuevo renacimiento de mi pasión por la escritura me apartó del mundo de la música, en el que nunca me he visto con grandes expectativas de futuro, salvo como alguien que disfruta mucho conociendo nuevos nombres, nuevos estilos, nuevas canciones que tengan algo que decirme al alma. No sé de dónde procedía ese interés por tocar un instrumento. Sólo sé que un tío mío tocaba en sus tiempos de mozo la batería en una banda que se llamaba The Happy Boys, con un parecido sospechoso a los Beatles… muchos miembros de mi familia tienen nociones musicales bien desarrolladas. Y recuerdo muchas noches de invierno con mi primo, él guitarra española en mano, y yo con unos timbales algo castigados y un palo de lluvia, Heineken a un lado, velas casi consumidas, y ganas de disfrutar de ese raro lujo de dar un concierto para fans imaginarios adictos a las teterías. Como tantísimos músicos de rock, habíamos pasado a nuestra manera del concierto multitudinario y eléctrico al
unplugged en una pequeña sala con público selecto y elegante, hoy visitantes del tercer lugar, llamado coloquialmente Starbucks.
Hay grandes canciones creadas para el directo. Son muy buenas reunidas en un disco, pero están pensadas para el directo, para llegar a la gente como si de una conversación íntima se tratase (aunque no exista nada de intimismo en la composición). Canciones que dicen cosas, aunque no sólo a un ser particular, sino que además van dirigidas a un enorme bizcocho de almas. Son universales. O himnos generacionales, con mayor o menor calidad.
El emigrante, de
Valderrama;
Mediterráneo, de
Serrat;
Entre dos tierras, de
Héroes del Silencio;
Nothing Else Matters, de
Metallica;
Subterranean Homesick Blues, de
Dylan;
Paranoid Android, de
Radiohead… hay montones de ejemplos, y cada una de ellas comparte una cualidad común: cada una vale por otras cien, del mismo y de otros compositores. Son pequeñas joyas impredecibles. Todos sabemos que un diamante nunca es igual que los demás, aunque todos estén hechos del mismo material, y siguiendo el mismo procedimiento. Y cada uno de nosotros forma, aunque sea de modo inconsciente, listas con varias de estas joyas de las cuales nadie quiere ni puede desprenderse.
Yo considero a estos ejemplos parte de verdadera música clásica. La música clásica no son necesariamente violines, ni un teatro con un director de orquesta agitándose con desesperación imperceptible para los no entendidos del tema. Hay canciones de los Beatles que son música clásica, y de
Mecano ya puestos… son historia imperecedera de la humanidad que no puede rechazarse sin más. Hay movimientos de
Bach, y piezas enteras de
Mozart que no han aguantado en absoluto el paso del tiempo. ¿Por qué detener la música clásica en el siglo XIX? Incluso dentro de la ópera, hay ejemplos impresionantes de eso que debe considerarse clásico:
Einstein on the Beach, de
Philip Glass es una de mis óperas favoritas.
Ligeti me conmueve e inquieta como el mejor
Beethoven. ¿Por qué rechazar como música clásica muchas bandas sonoras de películas que han dado vida, incluso siendo escuchadas aisladamente, a gran cantidad de sentimientos y estados de ánimo?
Volvamos a los himnos generacionales, a la universalidad de determinadas canciones, que no es otra que la que los intérpretes han sufrido o disfrutado componiendo.
God put a smile upon your face, de Coldplay. La canción en sí es un prodigio. Levanta las venas. Infla el pecho. La carne se pone de gallina cuando llegan las frases más importantes del tema:
God gave me style and gave me grace
God put a smile upon my face
(Dios me dio estilo y me dio gracia
Dios puso una sonrisa en mi rostro)
Creyentes y no creyentes han reconocido que esta es la mejor canción del grupo, y que tiene algo de especial, de transcendental. Eso es porque la canción alude a preguntas de nuestra alma tan naturales y reales que no podemos escaparnos de ellas. Porque hablan en un idioma que todos reconocemos, independientemente de nuestras creencias: el espiritual.
Hoy mucha gente sabe inglés. Yo puedo a veces entender y hablar de muchas cosas en este idioma, aunque no lo hable de forma tan fluida como quisiera. Hay idiomas que no hablamos, pero cuya sonoridad y entonación nos es cercana. El italiano, el francés, incluso el alemán. Sabemos si alguien nos está regañando o diciendo cosas bonitas sólo por el hecho de cómo recibimos la información en estos idiomas. Podemos deducir algunas cosas, reaccionar sensorialmente de algún modo. No estamos indefensos del todo. Quizá sea cuestión de la atención que pongamos. Pero vayamos a otro idioma que nos resulte tan ajeno como el funcionamiento de un acelerador de partículas en mitad de nuestro salón (vamos, que no es como montar un mueble del Ikea).
blá nótt yfir himininn
blá nótt yfir mér
horf-inn út um gluggann
minn með hendur
faldar undir kinn
hugsum daginn minn
í dag og í gær
blá náttfötin klæða mig í
beint upp í rúm
breiði mjúku sængina
loka augunum
ég fel hausinn minn undir sæng
starir á mig lítill álfur
hleypur að mér en hreyfist ekki
úr stað – sjálfur
starálfur
opna augun
stírurnar úr
teygi mig og tel (hvort ég sé ekki)
kominn aftur og alltalltílæ
samt vantar eitthvað
eins og alla vegginna
Esto, damas y caballeros, niños y niñas, es islandés.
Sigur Rós ha renunciado a internacionalizarse traduciendo sus canciones al inglés, y lo han hecho ahondando en sus raíces, en la musicalidad de su cultura y en sus cuentos a la luz de atávicos hogares consumidos por el hielo y el frío, incorporando elementos de su tradición e imágenes extrañas y curiosas para nosotros, pero no para ellos. Además, juegan con la música y experimentan hasta límites increíbles. Esta canción (
Starálfur) es un palíndromo: coge la partitura y verás que la melodía principal puede leerse exactamente igual en ambos sentidos. Sigur Rós interpreta en directo una mezcla de rock progresivo con violines, una guitarra eléctrica tocada con un arco utilizado para contrabajo,
una noche azul en el cielo
una noche azul sobre mí
ausente en mi ventana
con las manos
ocultas bajo las mejillas
pienso en el día
ayer y hoy
me pongo el pijama azul
y voy directo a la cama
me arropo con las sábanas suaves
cierro los ojos
y escondo la cabeza bajo la manta
un pequeño elfo me está observando
corre hacia mí pero no se mueve
de sitio
un elfo mirando
abro los ojos
frotándolos con las manos
me desperezo y compruebo (si)
he vuelto y todo va bien
aunque hay algo que falta
como todas las paredes
Poético y sublime, el texto encierra múltiples lecturas y despierta distintas sensaciones. Y sin embargo, da la sensación a la vez de que por sí solo es algo inacabado, que necesita el resto de la obra donde está, para ver el cuadro completo.
Aquí tenemos dos ejemplos claros y de diversas características. Dos luces distintas sobre el complejo puzle del alma humana, siempre necesitando miel y moras, pan y circo. Sueños y bruma. Hay que recordar, y hay que soñar; pero también está el peligro de la niebla, de lo artificial.
La música en directo preserva y protege las cualidades artísticas de un músico, al obligarle a interpretar y revisar constantemente sus mensajes y creaciones, al situarle ante la pregunta diaria de si hace lo que hace porque le importa, o si sólo busca una fama, un reconocimiento, y nada más. Los músicos de jazz no son nada sin las jam sessions. El flamenco se hace sobre
un tablao. Hay discos que se han compuesto y realizado durante una gira, algunos tan básicos y clásicos como
New Adventures in Hi-Fi, de
REM, por citar uno. No digo que la experiencia del creador frente al espectador sea el único factor importante en la música; pero quizá sea el único que no puede ser falseado.
(continuará)
Artículo escrito por Daniel Jándula
- 12, Coldplay – God put a smile upon your face
- 13, Sigur Rós - Starálfur
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