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El no, pero sí; y el sí, pero no

Mt 21:28-32

Esta parábola se inscribe en el enfrentamiento de Jesús con los ancianos y sumos sacerdotes de Israel. El Maestro acababa de derribar las mesas de los vendedores y cambistas que actuaban en el templo. Los líderes religiosos perplejos le preguntaron: "¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿y quién te dio esta autoridad?" (
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 07 DE FEBRERO DE 2009 23:00 h

Como ellos no supieron responder a la cuestión del bautismo de Juan, si era del cielo o de los hombres, el Señor tampoco les dijo con qué autoridad hacía aquellas cosas, pero les contó el relato de los dos hijos. El que dijo "no quiero" a su padre, pero luego arrepentido fue a la viña y el otro hijo que dijo que iría, pero no fue. Como en otras ocasiones, se empieza con una pregunta dirigida a las autoridades judías.

Mateo incluye esta historia en una trilogía de parábolas (los dos hijos, los labradores malvados y la fiesta de bodas) que giran en torno al rechazo de Cristo por aquellos que deberían haberlo recibido en primer lugar, los jefes del pueblo. En vez de reconocer a Jesús como el Hijo de Dios que traía su reino a la tierra, los fariseos y saduceos superando las diferencias doctrinales que les habían separado durante siglos, se unieron contra el Maestro para aniquilarle. Tal actitud constituye el contexto de la parábola y motiva la seria acusación que ésta representa. Los cinco versículos que forman la narración pueden dividirse en tres partes: el relato de la parábola (vv. 28-30), una primera aplicación dirigida a sus interlocutores por medio de una pregunta (v. 31) y una segunda aplicación (v. 32) que relaciona la historia con la cuestión precedente acerca del bautismo de Juan (vv. 23-27).

En la tradición hebrea era evidente que las obras tenían siempre prioridad sobre las palabras por aquello de que "en las muchas palabras no falta pecado" (Pr 10:19) y, en cambio, las acciones resultaban más agradables a Dios. En esta historia de los dos hijos la respuesta a la pregunta de Jesús era fácil. La verdadera fidelidad residía en el que primero dijo que no, pero acabó obedeciendo ya que la ética correcta no es la del deseo sino la del cumplimiento. El nivel de las intenciones puede ser muy bueno pero si éstas no se materializan en hechos concretos no sirven de nada. Para el judío lo que contaba era la praxis, la práctica del ejercicio habitual, la costumbre y el uso cotidiano por encima de cualquier teoría o conjetura intelectual. De manera que sólo había una posible respuesta. La del "no, pero sí".

La parábola supone un choque frontal contra la mentalidad religiosa de los jefes de Israel. Resulta que los que se creían justos son acusados por Jesús de pecadores desobedientes a la voluntad divina que no comprendían el amor del Señor hacia los excluidos.

Mientras que de aquellos a quienes todo el mundo consideraba como los pecadores oficiales, los publicanos y las prostitutas, el Maestro afirma que van más adelantados en el camino que conduce al reino de Dios porque creyeron el mensaje del Bautista y se arrepintieron de su maldad. El contraste entre "justos" y "pecadores" viene marcado por la diferencia entre obedecer o desobedecer al padre; por la repulsa de la Buena Nueva que manifestaron los religiosos hebreos y su aceptación por los marginados; por el rechazo de aquellos que se creían entregados al servicio de Jehová y la obediencia de los que, en apariencia, vivían lejos de él.

El hombre de la parábola representa a Dios. Sus dos hijos simbolizan las dos partes de que se componía el pueblo judío en tiempos de Jesús: los pecadores o indiferentes que no cumplían con los ritos de la ley mosaica y los que habían permanecido fieles a la religión oficial, es decir, los jefes del pueblo. Tanto unos como otros son considerados en el relato, hijos de Dios.

El acento no recae sobre lo que, unos y otros, son o dicen ser sino sobre lo que hacen o dejan de hacer. Como en otras parábolas contenidas en Mateo el verbo "hacer" resulta muy importante. No obstante, conviene tener en cuenta que este texto demuestra que aunque Jesús no ha anulado la distinción legal entre los que ponían en práctica la Ley y aquellos que la quebrantaban, sí que abre una nueva posibilidad para que todos los seres humanos tengan acceso directo al reino de Dios. Este nuevo "hacer" que permite a todos los incomprendidos entrar en el reino es la fe consecuente en Jesucristo. La historia de los dos hijos indica que la fe y el arrepentimiento son las "obras", las "acciones", que abren de par en par al ser humano las puertas del reino de los cielos. Como afirmó el Señor: "Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado" (Jn 6:29) y también el apóstol Pablo: "el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley" (Rom 3:28). La parábola supone, pues, una revalorización de la fe cristiana sobre la observancia y las prácticas judías.

El hijo que de forma hipócrita y servil responde: "¡sí, señor, voy!" ha gozado de muchos más discípulos en la historia del cristianismo que el otro. ¡Cuántas promesas incumplidas! ¡Cuántas manifestaciones de fidelidad eterna se arrugan al doblar la primera esquina de la vida!

Estamos asistiendo en la actualidad a esa creciente epidemia que es la moda del divorcio en el matrimonio. Desde luego desgraciadamente, en algunos casos, existen razones más que suficientes para que éste se produzca, pero en la inmensa mayoría lo que se detecta es una causa puramente egoísta. Parece como si hoy no se soportaran las relaciones permanentes, como si la constancia conyugal produjera hastío y cansancio. Pues bien, para algunos, esta nueva costumbre de la separación se ha producido también en relación a la divinidad. La sociedad contemporánea se ha divorciado de Dios. Esto es una realidad fácilmente constatable sobre todo en el mundo occidental. Pero lo más preocupante es que muchos de los que todavía hoy se siguen considerando hijos de Dios parecen haberse contagiado de esta misma enfermedad y viven de espaldas a él sin ir nunca a la viña. El domingo le gritan que sí, que ellos van, que son los primeros ¡no faltaría más! pero el resto de la semana se olvidan de la labranza espiritual mientras las cepas languidecen y las uvas, todavía verdes, se encojen por culpa de los parásitos.

Es como si la complejidad y variedad de contextos existente en la sociedad originara en los "hijos del sí " una creciente esquizofrenia; un decir primero con el corazón: ¡sí, yo voy! y después resultar un rotundo "no" de la acción, la conducta y el compromiso. ¿Cómo puede crecer así la Iglesia del Señor? ¿Qué testimonio se está dando? ¿Hasta qué punto el escepticismo contemporáneo se está filtrando en las propias congregaciones cristianas a través de las ventanas de la comodidad y el bienestar? Decir sí es distinto de actuar. Adular no significa amar. El que tiene un "sí" demasiado fácil casi siempre tropieza con el poco empeño. Los especialista en la amplia sonrisa y el saludo cortés, los reyes del quedar bien y no decir nunca "no" a nadie, a veces, resulta que no saben doblar la espalda cuando se trata de tomar la azada y ponerse a cavar la tierra. Los cristianos del siglo XXI necesitamos que se nos recuerde la responsabilidad que un día asumimos delante del Padre. Tenemos que liberarnos de la amnesia espiritual para empezar a ser consecuentes con la profesión que hicimos.

Hay también una segunda clase de personas. Aquellas que se identifican con el impetuoso "hijo del no". Los que se rebelan inmediatamente ante todo lo que suponga una orden o huela a imposición. Los temerarios que como el apóstol Pedro están siempre dispuestos a cortar orejas pero que, sin embargo, saben también reflexionar, después de haberles bajado los niveles de adrenalina, y hacer finalmente lo que tienen que hacer. Algunos de estos rebeldes son los hijos más apasionados. Su rebeldía se debe, en ocasiones, a que alguien los ha herido profundamente y los ha dejado marcados para siempre. También puede ser que la rebeldía responda a su fidelidad a unos valores que la mayoría ya ha olvidado. Muchos de estos hermanos poseen el defecto de no saber emplear la palabra como ungüento. Pero su mejor virtud es que siempre se puede contar con ellos. Siempre están ahí para lo que haga falta.

En el contexto del relato, los publicanos y las rameras eran criaturas marginadas que habían respondido con el "no" evidente de su conducta diaria a las inquietudes espirituales que Dios suele plantar en cada corazón humano.

Sin embargo, cuando descubrieron que la predicación del Bautista al arrepentimiento se dirigía también a ellos supieron abrirle el alma al Señor. Hoy sigue ocurriendo lo mismo a pesar del secularismo y de que nos separen dos mil años de historia. Millones de personas, espiritualmente impulsivas, responden continuamente que "no quieren" saber nada de la divinidad, porque la experiencia religiosa que tuvieron en su juventud fue traumática y porque hoy la costumbre intelectual que más se lleva es la pretendida muerte de Dios. Está de moda no creer. El nihilismo y agnosticismo se han dado la mano para mutilar la dimensión espiritual de las personas y hacerles creer que no necesitan un Señor. Pero lo cierto es que el ser humano no puede vivir sólo de pan y cuando descubre que existe una nutrición que colma y satisface sus apetencias trascendentes, cuando encuentra personalmente a Jesucristo y a través de él descubre a Dios, el mundo entero adquiere significado, sentido y explicación.

La experiencia íntima de la conversión es el misterioso milagro que posibilita la realización de la voluntad divina en aquellos que, al principio, decían: "no quiero". Y este milagro sigue acaeciendo cada día aunque a veces no sepamos verlo. Hay quien dice sí y hace no. Y hay quien dice no y hace sí. Pero Dios prefiere a los que dicen sí y hacen sí.

En el mundo actual hay gente que se muestra rebelde por amor, como también la hay que se muestra fiel por desafecto. Individuos indisciplinados y descarados que enmascaran, en el fondo, un amor real; y personajes respetuosos, excesivamente formales, que encubren una grave ambigüedad existencial.

La vida de cada cristiano debe ser como un espejo en el que cada hombre refleje su genuina identidad y tenga la oportunidad de dar una respuesta libre y sincera a Jesucristo. Esto sólo podrá conseguirse cuando los creyentes seamos capaces de doblar la espalda en la viña del Padre.
 

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