Releí en estos días
El viejo y el mar de Ernest Hemingway. Cada vez que viajo en autobús desde el centro de San José hasta Juan Vásquez de Coronado, a la entrada de Las Nubes de Coronado en el Este de la capital costarricense, leo lo que sin duda uno de los tantos espíritus sensibles que abundan en forma anónima en nuestros pueblos escribió en una pared: “Solo le pido a Dios que lo injusto no me sea indiferente”. El verso forma parte del tema escrito por León Gieco “Solo le pido a Dios” que han cantado millones y que
puede escucharse completo en este lynk, en la voz de Mercedes Sosa, con el acompañamiento del propio Gieco y un coro multitudinario que sigue, entusiasmado, palmeando la canción (al final del artículo pueden leer la letra completa de la canción).
Mi amigo Ricardo Estevez, con un realismo algo pesimista, me escribe temiendo una reacción indiferente y poco entusiasta a esta campaña por parte del pueblo cristiano. Dice algunas verdades que si bien las suscribimos como parte de la historia de la que los latinoamericanos somos actores, no las asumimos ni “pitonisa ni apriorísticamente”, a lo menos en este caso. Porque creemos que hay un Ser superior que, con todos los controles en su mano, puede hacer que el esfuerzo rinda frutos, incluso hasta en un cien por ciento. Y que determine, por sobre intereses políticos y prioridades nacionalistas, que ha llegado la hora de que el pueblo boliviano tenga algo de lo que a los demás nos sobra: no miles de kilómetros de costa, sino una salida al mar que bien podría no tener más de trescientos cuarenta kilómetros de largo por dos de ancho.
Primera reflexión. El viejo de Hemingway es un pescador que busca “el pez de su vida”, el que a lo largo de sus años le ha sido esquivo. Sus recursos son modestos pero su decisión supera cualquier déficit material. Un bote, quizá tan viejo como él, a lo mejor de no más de cinco metros de eslora, un mástil rudimentario y una vela estropeada que ha sobrevivido a mil batallas contra los vientos más huracanados del Golfo de México; una botella de agua, un garfio, un arpón, un cuchillo y una voluntad de hierro; además, los anzuelos de rigor: uno grande para el pez que lo obsesiona y otros pequeños para los bonitos que habrán de abastecerlo de comida mientras dure la aventura. Ya tiene sus años y aunque de joven lo llamaron Campeón de pulsos, ahora sabe que sus fuerzas no son las mismas. “La mar”, dice, “es bondadosa y bella, pero también es cruel... la luna la afecta como si fuera mujer”. En efecto, la compara con una mujer, por eso la trata de “la” y no de “el” mar. La ama con pasión pero con respeto. En sus largos soliloquios le conversa, le hace preguntas que él mismo contesta, disfruta de lo que ella le entrega aunque a veces lo consiga aderezado con una buena porción de dolor y hasta heridas que ha aprendido a curar con agua salada y un optimismo irreductible.
El viejo (Santiago se llama pero todo el mundo lo conoce como El viejo) tiene una meta y se concentra en ella. No duda, pese a lo limitado de sus fuerzas, que logrará su objetivo. Y, en efecto, un pez de dimensiones impresionantes muerde el anzuelo, con lo que se inicia una lucha que habrá de prolongarse más allá de lo que cualquiera hubiera podido imaginar. Los días se suceden a las noches, el sol a las estrellas, los amaneceres a los atardeceres, el cansancio a la recuperación de fuerzas después de unos minutos de sueño. Pero el viejo no cede y el pez tampoco. Es un pulso a matar o morir con uno de los luchadores bamboleándose permanentemente arriba de una frágil embarcación, y el otro en las profundidades de unas aguas que a veces se tornan azul turquesa y otras veces negras como el azabache.
Es la lucha por la vida. La lucha por un proyecto en el que se cree. La lucha para hacer realidad un imposible. La lucha contra todos los obstáculos del mundo. La lucha contra la cual están todos los pronósticos de todos los expertos, incluyendo al inefable señor don Sentido Común. Es la lucha, en fin, que hay que dar, quieras que no.
La esperanza del viejo es llegar con el pez a tierra firme. No deja de pensar en eso, que es la meta final. Pero, sin quitarse de la mente la culminación feliz de su esfuerzo, concentra toda su experiencia y empeño en cada minuto que pasa; un sinfín de pequeñas circunstancias, unidas a otras, a otras y a otras van formando el todo que lo obliga a dar una lucha sin tregua. Así, poco a poco, le va ganando el pulso al pez hasta que éste, agotado tras días sin comer y por un forcejeo que resulta inútil, empieza a debilitarse hasta que un arponazo en el corazón termina con su vida. La lucha con el pez ha concluido con la victoria del viejo aunque éste, en más de un pasaje, estuvo también a punto de perderla.
Pero con la muerte de uno de los gladiadores, la paz está todavía lejos. Se inicia, en cambio, la segunda batalla, que vuelve a lanzar al viejo, armas en mano, a defender su conquista. Ahora sus enemigos son los tiburones que ven comida fácil en el gran pez amarrado a un costado del bote y de cuya herida mortal mana un torrente de sangre que lleva buenas noticias a los depredadores.
Poco a poco, con la aparición de nuevos invitados al festín, la lucha se va tornando desigual hasta que concluye con un viejo exhausto que, ya en tierra, alcanza a llegar casi arrastrándose a su camastro donde duerme días enteros, con un pez del que quedan solamente la cabeza y la cola y con todo un pueblo maravillado al ver las dimensiones del animal e imaginando lo que debió de haber significado para el viejo llevarlo hasta la playa, aunque hubiese sido convertido en un esqueleto.
Segunda reflexión. ¿Es el resultado final la única razón para vivir? ¿Dependerá de la respuesta, del apoyo y de las simpatías que otros nos expresen el empeño que pongamos en la empresa que acometemos? ¿Sentiremos que hemos fracasado si, al final, solo llegamos a la orilla con un esqueleto de pez?
La respuesta a estas tres preguntas es no.
El viejo y el mar de Ernest Hemingway nos enseña que la vida hay que vivirla no pensando solo en el resultado final no obstante que todos anhelamos llegar a la orilla con el pez intacto. La vida se vive en la lucha diaria, en la entrega sin reservas a aquello en lo cual creemos y por lo cual luchamos, en un contraataque inteligente y persistente a las arremetidas de las adversidades.
El viejo nunca esperó, y ni siquiera lo pensó, que el pueblo entero se pusiera a su lado en esta empresa; solo pensó en una persona: en el muchacho que al fin de cuentas era su amigo y el único que podría haberle dado el apoyo que en un momento le resultaba tan imprescindible; un muchacho que ni siquiera tiene un nombre. En la historia es, simplemente, el muchacho.
La pérdida paulatina del pez provocada por los ataques incesantes de los tiburones no derrotan al viejo; más bien lo van revistiendo de nuevos brios para defender lo que le pertenece por derecho de pesca. El llegar al final de la aventura con solo un espinazo, una cabeza y una cola más o menos intactas no hace que sienta que ha fracasado. Ya en la orilla, desciende del bote y sin siquiera mirar atrás se echa el mástil al hombro y emprende la subida hasta el lugar donde caería rendido: su casa.
Ha terminado la aventura con el triunfo inobjetable del viejo. Pese a llegar al final sin nada, lo ha hecho como un vencedor. Y eso es lo que cuenta. Vencedor cansado, vencedor herido, vencedor con las manos vacías pero con el espíritu lleno. Vencedor satisfecho espiritualmente.
Tercera reflexión. El temor es que quienes deberían ponerse de pie y unirse a nosotros en busca de un futuro mejor para Bolivia y los países hermanos, no reaccionen. Sin embargo, que lo hagan o no lo hagan no debe ser factor determinante. Con su arte y con su voz, Gieco y Mercedes Sosa nos invitan a no ser indiferentes al dolor ajeno ni ante lo injusto; menos ante el engaño y ante la guerra, ese monstruo grande que pisa fuerte sobre la inocencia de la gente. Estos y muchos otros son los tiburones contra los que hay que luchar con los recursos que se tengan a la mano. La pelea, sin embargo, como la soledad del viejo, la da cada uno. Y cada uno sabrá qué y cómo lo hace. Ahora, si ese cada uno se transforma, por la unidad de pensamiento y la disposición de luchar junto a otros por un bien común en mil y una voces, es posible que llegue a ser un clamor que nadie podrá desoír.
Nosotros hemos asumido, motu proprio, una campaña que nos parece justa, necesaria y quizás tan descabellada como el sueño del viejo de Hemingway: una salida al mar para Bolivia. Nos afirmamos y fundamentamos en argumentos tan contundentes como los expuestos por Ricardo en el artículo anterior (
ver “Una salida al mar para Bolivia” en P+D del 18 de enero de 2009), los de Gieco y Mercedes Sosa en su tema “Sólo le pido a Dios” y en lo que nos sugiere la Biblia cuando nos dice, en palabras del propio Jesús: “Y cualquiera que os diere una salida al mar en mi nombre, porque sois de Cristo, de cierto os digo que no perderá su recompensa” (paráfrasis de Marcos 9:41).
Sólo le pido a Dios
que el dolor no me sea indiferente
que la reseca muerte no me encuentre
vacía y sola sin haber hecho lo suficiente.
Solo le pido a Dios
que lo injusto no me sea indiferente
que no me abofeteen la otra mejilla
después que una garra me arañe esta suerte.
Sólo le pido a Dios
que la guerra no me sea indiferente.
Es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la pobre inocencia de la gente.
Es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la pobre inocencia de la gente.
Sólo le pido a Dios
que el engaño no me sea indiferente
que un traidor puede más que unos cuantos
que esos cuantos no lo olviden fácilmente.
Sólo le pido a Dios
que el futuro no me sea indiferente.
Desahuciado está el que tiene que marchar
para vivir una cultura diferente.
Solo le pido a Dios
que la guerra no me sea indiferente.
Es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la inocencia de la gente.
Es un monstruo grande y pisa fuerte
toda la inocencia de la gente.
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