Hoy dejo por fin la habitación del hotel. A lo largo de los últimos diez días me he despojado en su interior de capas de recuerdos y experiencias. He abandonado sobre la cama algunos objetos que me pesaban y los libros (la mayoría de poesía) que compré antes de salir de Estados Unidos. Sólo llevo la tortuga que me acompaña desde México, y una Biblia en miniatura. A mi vecino, que me ha enseñado algunas palabras y frases en español, le he regalado los mapas que he seguido hasta Colombia.
En el armario de la habitación los gestores encontrarán algo de ropa, limpia y lista para usar, colgada en perchas dobladas a mano. Tras una losa suelta del baño, algún usuario o empleado encontrará en el futuro un poema escondido; uno más de los que he ido ocultando en varios lugares, y que esperan con ganas ser leídos. He devuelto al recepcionista la muleta que me consiguió en mitad de la noche. Creo que es una de estas personas que, sencillamente, consigue cosas de la nada. He aligerado mi carga.
Salgo a la calle, envuelto en luz, como un ser de otro mundo trayendo buenas noticias. Cojeo, pues aún me duele un poco el tobillo que se recupera con enorme lentitud. Esperar a curarse requiere la misma paciencia que liberar el atasco de una cañería. Paseo despacio, como hacía mucho tiempo que no paseaba, viéndolo todo tranquilamente, haciendo preguntas en silencio a las calles y a las señales que la humanidad ha ido dejando en la ciudad.
Callejeo entre punzadas esporádicas que vienen sin avisar, y me obligan a detenerme unos momentos; entonces me da por pensar que algo quiere llamar mi atención, y le pide a mi tobillo que me haga parar. En efecto, me detengo y justo en ese instante veo algo importante. Resplandores en las ventanas, objetos africanos en un lugar al que no pertenecen, músicos muy callejeros, alimentos envueltos en ejemplares atrasados de El Tiempo, palmeras que protegen cascadas artificiales, menús del día en pizarras emborronadas, y balcones particulares. Pasos que se bifurcan a mis espaldas y se vuelven a unir al rebasarme. Cuando ya asimilo los detalles y he aprendido algo de ellos, mi tobillo me deja seguir caminando.
En uno de esos descansos, veo una pequeña puerta a un lado de lo que parece un edificio oficial de arquitectura ambigua y grises paredes. Cruzo el umbral y entro en un oscuro pasillo. Palpo la pared interior, porosa como suele ocurrir. Un sonido de agua, que incluso por su sólo sonido me indica que es limpia y fresca, me va guiando por el pasillo. El pasillo es bajo y estrecho, como la entrada de una mina, aunque ya intuí que así sería desde que vi el aspecto de la puerta de acceso. Vuelve a sorprenderme la claridad del día, obligándome a entrecerrar los ojos. Me encuentro en un patio interior con una fuente en una esquina llena de monedas que no se recogen desde hace mucho tiempo. Un gran silencio se aposenta allí, pero tengo miedo de romperlo sólo con mi sudor o con mis pasos. Me aproximo al centro del patio rectangular, y me doy cuenta de que es una especie de huerto secreto, lleno de belleza secreta, tanta que cubre los ventanales del edificio que dan a esta parte, pero sin ningún tipo de intrusismo. Nos encantan los secretos, más aún cuando nos parece ser los únicos en conocerlos. Se cultivan nísperos, sombras, y un poco de paz verdadera.
Vuelven a mi mente unos versos leídos recientemente, sin saber muy bien por qué:
“Nadar es como una oración:
las manos se unen y se separan,
se unen y se separan,
casi sin fin.”
Tiene gracia: la primera cosa importante que hago en el exterior es mirar hacia un interior.
Si quieres comentar o