Cuando entramos en la democracia, pensé que la separación religión-estado quedaría definitivamente asentada, pero las tendencias seculares son difíciles de erradicar, y una de ellas es la bendita vocación de adoctrinar; contra esta vocación nosotros, los herejes, siempre nos levantamos protestando porque consideramos que cada persona es libre de decidir los valores ético-religiosos que quiere asumir y no precisa ninguna tutela, pero las instancias de poder siempre consideraron que es su obligación adoctrinarnos, por nuestro bien, para redimirnos, incluso si nosotros no queremos.
La bendita vocación de adoctrinar sigue viva hoy en el gobierno español y usa la misma metodología, empleando el sistema educativo; ya no se llama Religión ni Formación del Espíritu Nacional, sino Educación para la Ciudadanía; impone otra ética, pero tanto me da porque no es menos monocorde y dogmática y sigue diciéndonos lo que debemos creer, el código ético común inapelable, la bendita ortodoxia impuesta, lo que está permitido pensar y lo que está prohibido; ante todo esto, sigo declarándome hereje.
Ahora la diferencia está en que el franquismo a mí me permitió la exención de la Religión, pero el Tribunal Supremo de la democracia les acaba de prohibir a mis hijos ese derecho ante la nueva religión. Las sotanas son sustituidas por los ornatos de progresismo, pero persiste debajo la misma bien intencionada voluntad de convertir al hereje, de velar por meterle en el buen camino, de adoctrinarle, de obligarle a venir a la ortodoxia, quiera o no quiera. El franquismo estaba convencido de que adoctrinando así a los jóvenes conseguiría un nuevo hombre para el nuevo imperio; el actual gobierno está convencido igualmente de que con esta Educación creará una nueva generación para una nueva sociedad; persiste la unión entre el trono y el altar, aunque ahora trono y altar reciban otros nombres.
Y fuera quedamos los herejes, los que nos atrevemos a reclamar la libertad de conciencia y de pensamiento, el derecho a la objeción de conciencia. Que Dios nos libre por fin de estos redentores.
En mi criterio, no debe haber asignatura alguna que imponga criterios morales determinados, ni siquiera los que alcanzan cotas estadísticas de aceptación; el hogar es el lugar adecuado para enseñar los valores fundamentales, la política no tiene por qué regular todas las áreas de nuestra vida y los primeros responsables de la educación en valores son los padres, no el gobierno ni la escuela.
Si los profesores quieren transmitir también valores, deberán hacerlo con el propio ejemplo, desde la autoridad moral no impuesta, mostrándose como modelos, y en cualquier caso esos valores deberían ofrecerse desde la transversalidad, no desde una asignatura que acabará convirtiéndose en un nuevo Catecismo.
Si el gobierno quiere también educar en valores, deberá hacerlo igualmente desde el ejemplo, mostrándose como modelo en su propia conducta política: cumpla, entonces, todas sus promesas electorales, renuncie a la mentira y a la demagogia, respete y dé lugar a las minorías… ¡vaya! que levante la mano quien pondría a este gobierno o al anterior del PP como modelo y ejemplo en el que sus hijos se podrían fijar confiadamente para crecer en los valores de la ciudadanía responsable.
Nos queda entretanto la no pequeña esperanza de que el Tribunal Supremo dice que la asignatura no debe permitir que las autoridades administrativas o los profesores puedan imponer a los alumnos criterios morales que son objeto de discusión en la sociedad.
Es una poderosa llamada de atención, y espero que en esto nos podamos apoyar para objetar y limpiar de dogmas la asignatura.
También es de interés comprobar que la cuarta parte de los magistrados mostraron su desacuerdo; es suficiente como para concluir que la asignatura tal y como está no debe ir adelante, porque no hay consenso sólido suficiente. El gobierno debe pararse y comprender que en cuestiones tan fundamentales no basta con imponer el juego de mayorías; ese mismo juego puede cambiar en cualquier momento y los que vengan detrás se sentirán plenamente autorizados para montar con la Educación para la Ciudadanía otro catecismo, esta vez adaptado a su propia doctrina.
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