La diversidad de niveles económicos, culturales y sociales es abrumadora. Cohabitan aquí los extremos, las extrañas latitudes, los aromas que se completan los unos a los otros, que se discuten, mientras la calle se prepara para dejar salir a una nueva noche y a una nueva brisa que limpie las calles.
Apetece deambular y ver la vida nocturna por un rato; te das una larga ducha, dejas enfriar la taza de café de nuevo, aunque por otros motivos diferentes a la indecisión, y con un café mejor, intenso y profundo como la materia oscura del universo, al que llaman
tintico. Sientes la marea crecer, la luna parece más cerca que nunca, te cruje el pelo y los párpados cuando desciendes las escaleras del hotel, oyendo a otros visitantes que también han decidido pasear. Deslizas los dedos por la barandilla, quizás chasqueas el pulgar. Bajas peldaños con confianza (no sólo sirve para subirlos). Te sientes animado por primera vez en días. Es entonces cuando apoyas mal la planta del pie, resbalas, y te provocas un esguince en el tobillo. Ahí viene el
crac fatal.
Para quien nunca ha tenido un esguince, el dolor es casi insoportable la primera vez. Es algo nuevo, desconocido, difícil de describir. En otro contexto, la posibilidad de algo nuevo, desconocido, y difícil de describir, resulta interesante. Pero aquí hablamos de dolor físico. Me asusto cuando veo que el tobillo se hincha como nunca; ya había tenido golpes y alguna luxación, pero nunca antes un esguince.
Cojeando, llego a la habitación, meto el pie en hielo durante una hora, y pido por teléfono un taxi. Creo que entienden la gravedad del asunto por la gravedad de mi voz, y mis palabras nerviosas impregnadas de sudor. Entre el taxista y el chico de la recepción conseguimos meter el tobillo hinchado en el coche. Un médico me observa, me hace una radiografía tras cuatro horas de espera en una sala de paredes verde demolición y goteras lejanas, y relleno un montón de papeleo, algo más doloroso aún que el esguince, ya más tranquilo gracias a unas cuantas píldoras blancas y rojas.
En el taxi de regreso, compruebo que en las calles no queda nadie a quien mirar con cierta envidia, de modo que me fijo en los edificios amarillentos y algo deshechos con heridas de hierro, mientras arrugo el papel con las indicaciones del médico, que espero alguien que sepa egipcio o algo parecido me pueda traducir.
Despierto con un dolor distinto, encargado de recordarme que es la hora de los calmantes. Las punzadas de los esguinces pueden repetirse en los cambios de tiempo si uno no recupera bien la herida. Se convierten en una especie de aviso, de sentido arácnido, aunque no sé para qué.
El cliente de la habitación contigua, vestido de blanco desde los zapatos hasta el pelo, me ayuda a descifrar junto a zumos de piña y cafés con hielo, el papel del médico, que podría pasar por una muestra de escritura antigua de una civilización perdida que hablaba una lengua ya olvidada. Parece que el médico ha querido salvar todos los tópicos existentes sobre la profesión. Menos mal que el amable sabio que vive al lado, es uno de los tres expertos que quedan en el mundo capaces de averiguar lo que dice la nota. Básicamente, tengo que mantener el pie a media altura y en posición horizontal, que el reposo ha de ser absoluto, que vendrá a verme, que tome calmantes sin abusar, y que disfrute de la ciudad.
Esto me obliga a quedarme en la ciudad al menos 3 semanas, y a dejar de moverme.
Por una parte, ya de vuelta a la habitación y comprobado que las vistas son buenas, no me quejo, porque últimamente me estaba costando mucho avanzar, decidir, tomar el camino. No logro definir mi voluntad; ni siquiera soy ya muy capaz de ver la voluntad de quien me puso en el camino (porque es obvio a estas alturas que el viaje no es sólo cosa mía). Quien me llevó a salir de Newport me pedía que viajara, que no me detuviera, que siguiera adelante… me recordó lo que decía mi padre: “avanzar, siempre hacia delante”. Pero he de decir que no siempre he estado de acuerdo con esta afirmación. Hoy hasta me siento rebelde con esta voluntad. Bueno, me siento rebelde con todo, incluso conmigo mismo. Pero es que por primera vez tengo la libertad de decidir si hago caso de aquella nota que me citaba en un lugar extraño de Argentina. Una nota que rompí y arrojé al canal de Panamá, y que vi hundirse y perecer.
Ahora hay tiempo para pensar con claridad. Me hace cierta gracia el hecho de haber sufrido un esguince para poder hacer exactamente lo que necesitaba. Llamémosle paradoja, o un chiste de Dios. Me vuelvo a quedar adormilado, en una bruma entre el sueño y la punzada dulce de la alienación. El mayor peligro viene ahora, que el esguince pase del tobillo al alma.
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