Aunque ya he dado un gran paso, sigo en medio de todo, cerca de nada, en una terraza, ahora sí con un sombrero panameño de cine, rememorando las peripecias de mi familia viajera. Si bien nunca fuimos demasiado lejos en la distancia, tampoco debo olvidar que esos viajes lo eran en el sentido más amplio del término. Implicaban una capacidad de análisis crítico y de nostalgia del hogar pocas veces comparables a los viajes que emprendían mis amigos con sus respectivos familiares.
Nunca había cruzado el Atlántico, y ahora que me acerco de nuevo a él, recuerdo con qué naturalidad, con qué falta de asombro lo sobrevolé en su momento. Es algo que mis padres no hubieran tolerado. Aunque para ellos, atravesar un océano tenía la escala de este canal. El Atlántico que yo crucé sería demasiado inmenso, demasiado eterno, demasiado azul y frío. Demasiada sed.
Vuelvo al café helado. Ahora lo miro con mayor concentración, tratando de mover con el pensamiento la taza pura, algo desconchada en un lado quizá, pero suave y limpia. Una vez, en el colegio, logré mover con ayuda de mi concentración un lápiz. Quiero decir que me empeñé tanto en que podía moverlo con la mente, que no me di cuenta del trabajo desempeñado por la física, que fue quien movió el lápiz realmente.
Bostezo. Últimamente tengo el sueño algo trastornado, mezclo las cosas, y me planteo cosas que hasta hoy no se me habían ocurrido. Por ejemplo, me da por pensar que alguna vez deberé de dejar de lado esa dependencia a la bolsa de dinero que sin darme cuenta se va gastando; que debo pensar en cómo justificar ese gasto; que ya hace tiempo que nadie me persigue, lo cual hasta cierto punto es un alivio, a pesar de que me encuentro raramente solo.
Pago el café y corro con un periódico en español en mano hacia el puerto. El barco que debía tomar ha zarpado sin esperarme. Fuma en la lejanía. No me inquieto. Ya he dicho antes que el sueño me tiene algo aletargado, y que por ello me pierdo en preguntas que para otros se resuelve en cuestión de una pizca de iniciativa. A Colombia: ¿por el Pacífico, o por el Mar Caribe? Y si por el Caribe, ¿volveré a esas otras aguas más templadas? Cuando se viaja, esto lo aprendí en un viaje a Glasgow a casa de unos parientes, se siente el impulso de registrar en la memoria absolutamente todo, de no querer perder detalle. Todo es importante y específico, y ha de magnificarse, agrandarse. Todo parece único, se llega a creer que nunca te encontrarás de nuevo con algo semejante. A veces me pregunto por qué sigo anotando lo que veo. Seguramente perderé muchas más cosas de lo ganado si no lo hago.
Hasta las decisiones más sencillas adquieren proporciones de tragedia. Me convierto en héroe, y caigo en la fatalidad de cumplir con mi destino. Tengo que hacer lo que he venido a hacer.
Me fijo en reminiscencias de una parte de la humanidad con la que comparto oxígeno y espacio, entre otras cosas, aunque no seamos demasiado iguales. A medida que viajo al sur, la gente es más tranquila, se toma las cosas con mayor calma. El bullicio de Panamá en una tarde a mediodía, entre letreros a medio caer y sujetos con pericia gracias a la cinta aislante, es distinto al bullicio del estómago del metro de Nueva York, aunque también existan los letreros a medio caer, sujetos con desgana gracias a la cinta adhesiva.
Puede que a los colonos les atrajese el Caribe por eso, también estarían hartos del transporte público. Me río por dentro con la ocurrencia. Alguien nota que me he contado un chiste y me ha hecho gracia. Noto los músculos de la cara tensándose. Trato de disimular.
No debo distraerme con pensamientos poco profundos. Seguro que no es para tanto. Hasta luego, Pacífico, digo mientras saco un nuevo billete para otro barco, que todavía no sé si perderé.
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