Los niños y niñas de San Ildefonso siguen apareciendo con sus trajes a lo Harry Potter, pero sin escudo, para deleitar a millones de espectadores (la cruda realidad es esta) con sus somníferos canturreos, mientras las bolitas van cayendo de un par de gigantescos bombos dorados, una especie de jaulas donde una lluvia cautiva de millones espera poder liberar su particular tormenta de
felicidad cultivada durante semanas en
administraciones de lotería, bares (fíjense en las imágenes de celebraciones de los ganadores: un porcentaje muy alto son participaciones vendidas en bares, el segundo hogar de miles y miles de españolitos varios) y, cómo no, la propia televisión, con un zalamero anuncio que, año tras año, vende los encantos del billetito que nos puede abrir las puertas de esa supuesta
felicidad.
Televisivamente hablando, el artefacto es aburrido, anclado en una estética pre-Tacañones, lento, con un personal en la sala más soso y estático que los conserjes de un museo e impagables comentaristas que lanzan cuatro tópicos paternalistas y sin gracia sobre la posibilidad que a uno de los niños se le caiga una bolita al suelo. Y todo, sin olvidar que se producen colas de varias horas para acceder al salón, donde varios
espectadores acabarán entregándose a una placentera siesta matutina, mientras otros observarán (otro ejercicio de vergüenza ajena) un desfile de
freaks que se presentan al sorteo disfrazados como árboles navideños.
La historia, además, no acaba con la paliza de los números cantarines, ya que durante el resto de la jornada, los informativos dedican buena parte de sus contenidos a visitar las distintas administraciones (y bares, fíjense otra vez) para ofrecer una grotesca retahíla de tópicos. Ahí van: un cartel gigante que ponga, por ejemplo, “30.740, 2º Premio. Vendido íntegramente aquí”; un par de aturdidos vendedores diciendo que habían tenido una premonición; un grupo intergeneracional de afortunados, vecinos y curiosos que se dedican a desparramar botellas de cava como si fueran Dani Pedrosa; una parte de este grupo chillando, abrazándose (en muchas ocasiones, por primera vez) con conocidos y desconocidos mientras calculan lo que les ha tocado y repiten que van a tapar agujeros; unos trabajados comentarios (¡vale la pena estudiar Periodismo para acabar así!) de los sufridos periodistas (el día 22 de diciembre suele ser de amplio escaqueo en redacciones varias. ¡Palabra!) detallando lo repartido del premio, lo humilde del barrio y alguna anécdota para vestir un poco, como que un turista se llevó dos series a Holanda o que un inmigrante de Kuala Lumpur resulta que vino a buscar trabajo y ahora es millonario.
Con el paso de las horas, esos mismos informativos nos inundan de datos imprescindibles como el número de veces que el Gordo ha terminado en 5 al largo de la historia o los millones que han volado hacia Soria, Sant Feliu de Guíxols o Torre Pacheco. Pero nadie, en cambio, suele hablar del gran ganador del sorteo temporada tras temporada (y no, no se trata del calvo que salía en anuncios de anteriores años), que no es otro que el Estado, que a través de la llamda Organización Nacional de Loterías y Apuestas del Estado (ONLAE), se embolsa en un año unos beneficios
(atención, hablamos ya de beneficios, no de ingresos) de casi 3.000 millones de euros.
Ningún medio de comunicación, pues, se atreve a meterse con la gallina de los huevos de oro. Nadie recuerda los graves problemas de ludopatía que arruinan miles de familias (sí, las loterías forman parte de ese entramado), ni nadie cuestiona que los propios dirigentes de un país vendan con tanto entusiasmo las grandes posibilidades de ganar (que por otro lado son remotas, y estadísticamente en el sorteo de Navidad, aún más) a partir del impuesto perfecto, el tributo alienador que, encima, el pueblo paga voluntariamente a cambio de unos gramos de ilusión, de una inyección de adrenalina ante la posibilidad de ser los que el día 22 abran un informativo abrazados a un desconocido y bañados en cava, en un país donde se calculan que deambulan por nuestras calles medio millón de adictos al juego, medio millón de almas atrapadas en una lotería continua.
El círculo, pues, es perfecto: ilusión creada, dinero recaudado y espectáculo mediático durante horas, esas mismas horas en las que una humilde mujer estaba a punto de dar a luz en un humilde rincón al hijo de Dios.
No se trata de lanzar un mensaje demagógico pidiendo la prohibición del juego, pero si de reflexionar sobre el hecho que millones de personas en todo el mundo glorifican al azar y viven para ganar aprovechándose de las pérdidas de los otros (en definitiva, la lotería es eso), aunque normalmente ellos forman parte de esos otros. Y todo, todo, reconvertido en un (horrendo) espectáculo mediático.
“Nadie puede servir a dos señores, porque odiará al primero y amará al segundo, o bien preferirá al primero y amará al segundo, o bien preferirá al primero y despreciará al segundo. No podéis servir, al mismo tiempo, a Dios y al dinero” Mateo 6:24
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