Pero no caigamos en el error de vivir sin televisor, ya que tal como nos avisaban Mulder y Scully en
Expediente X, “la verdad está ahí fuera”, una verdad maravillosamente falsa, una recreación de la vida y las emociones a través de los ojos y los teclados de guionistas y directores que han regalado al mundo grandes series de televisión.
Asistimos en los últimos años a una especie de resurgimiento de la ficción televisiva, en un gran momento gracias a producciones como la isuperable
Lost (
Perdidos, vaya),
Los Soprano,
CSI,
Dexter,
Kyle XY,
Heroes y un largo etcétera, aunque si hay un personaje que ha conseguido crear a su alrededor tantos fans como detractores, este es Gregory House, interpretado por un Hugh Laurie que muchos recordamos venido a menos en films como Stuart Little después de su brillante muestra de oficio y cinismo en
The black adder (emitida hace dos décadas en TV3 con el nombe de
L´escurço negre, o sea,
La víbora negra).
En House, nuestro particular doctor es un médico tan egocéntrico, antipático, huraño, irónico y malcarado como entrañable, genial, brillante, melómano y hasta tierno (muy a su pesar), especialista en enfrentarse a las enfermedades más enrevesadas e imposibles, en un entorno donde convive con su (único) amigo, el oncólogo James Wilson, con un equipo de sufridos ayudantes, con la doctora jefa Lisa Cuddy (la trama de tensión sexual nunca debe faltar, un apartado en el que también entra la joven doctora ayudante de House, Allison Cameron ), con un millonario que quiere controlar el hospital y hasta despedirle, con el detective Michael Tritter (interpretado por el espléndido David Morse, uno de los protagonistas de la gran série médica
Saint Elsewhere, un éxito también en los 80 en la televisión autonómica catalana, con el nombre de
A cor obert) que le lleva a juicio como revancha a una humillación de House y con un dolor crónico en una pierna que lo convierte en un adicto a la Vicodina para calmarlo.
La serie (nacida en el 2004, ya va por su quinta temporada), suscita amores y odios a partes iguales, pero es innegable la genialidad de sus diálogos y los caminos por los que los guionistas hacen circular a un grupo de personajes ceñidos a un decorado austero, minimalista y casi teatral, un aspecto que refuerza la grandeza de las historias, plagadas de luchas cuerpo a cuerpo entre House y el séquito de doctores, enfermos y familiares de su galaxia particular.
No es ningún secreto que House es una especie de Sherlock Holmes moderno (el mismo creador de la serie, David Shore, lo ha declarado en diversas ocasiones), un personaje con una lucidez soberbia para resolver los casos más increíbles con una doble ayuda externa. Una, las drogas (los calmantes en el caso de House, la morfina en el del detective de Conan Doyle), y la otra su mejor amigo (el sufrido Wilson y el no menos secundario Watson). Para rizar el rizo, House vive en el número 221B (el mismo de Holmes en la mítica Baker Street londinense) y recibe dos balazos de un tal Moriarty, el nombre del eterno enemigo de Holmes. House y Wilson. Holmes y Watson. ¿Evidente, no?. House, pues, es el doctor mal afeitado, motero, solitario, de cojera acentuada y que se niega a vestir con la uniformadora bata blanca de turno, que lega a nuestras pantallas grandes diálogos, grandes guiones y grandes historias humanas.
Alguien con aprehensión a las agujas y con facilidad para entrar en una nebulosa ante la visión de la sangre, como yo, debería huir de las historias sobre médicos, pero el mundo de la ficción televisiva ha demostrado que algunas de sus mejores ofertas han pasado (y pasan) por quirófanos, salas de espera, ambulancias a toda pastilla, guardias nocturnas y largos pasillos blancos.
Historias plagadas de amor y desamor, de vida y de muerte, de abandono y de esperanza. Historias que pueden sonar a repetidas, pero que contadas desde distintos puntos de vista nos reconcilian (no siempre, claro) con el mundillo televisivo.
Mis primeros grandes recuerdos de series sobre médicos pasan por
A cor obert (
A corazón abierto),
Doctor en Alaska y MASH.
A cor obert fue un serial en toda regla con las aventuras y desventuras de un grupo de médicos en un hospital de la siempre fría Chicago, una serie dominada por el blanco de las batas, la nieve, los diálogos (nada que ver con
House, claro, pero igual de brillantes) y la mirada casi cristalina y limpia de algunos de sus protagonistas, como el ya citado David Morse o hasta de un, entonces, joven Denzel Washington, que trabajo seis temporadas en la serie antes de estallar, cinematográficamente hablando, con films como
Grita libertad y
Malcolm X.
Hay quien la llamó, con razón, “la
Hill Street Blues de los hospitales”.
Y del frío de Chicago, al casi polar de
Doctor en Alaska, una producción que en los años 90 nos encandiló a pesar de sufrir los (típicos) maltratos por parte de cadenas de televisión (en este caso, TVE) que cambian horarios (¡se llegó a emitir a la 1 de la madrugada por La 2 y, poco después, despareció!) y relegan emisiones sin criterio ni consideración hacia los sufridos televidentes (la actual proliferación de series editadas en DVD permite superar esa dependencia de nuestras cutre cadenas).
Pero
Doctor en Alaska subo superar el reto del menosprecio de la propia cadena que lo emitía con grandes dosis de humor inteligente, convirtiéndose en una serie de culto, en una epopeya casi clandestina para sus maltratados seguidores. La serie no se rige por los patrones
médicos que suelen aflorar en un entorno hospitalario, ya que precisamente narra la historia del doctor Joel Fleischmann, un urbanita de Nueva York que aterriza en un pueblecito de Alaska, de clima duro y belleza nórdica, habitado por personajes que, en muchos casos, buscan empezar de nuevo, una especie de redención filtrada por la nieve y una humanidad especial, en un entorno lejos de todo y de todos.
Con diálogos sublimes y constantes referencias (¡esos guionistas fans!) al mundo del cine o la literatura, los hipocondríacos del mundo nos volvimos a reconciliar con el mundo de la medicina (hasta que apareció nuestro insulso Nachete de
Médico de familia, claro) tal como ya nos había pasado con
MASH. O mejor dicho, M*A*S*H, un híbrido entre un nombre y un logo para la gran serie de la Fox que, entre los años 70 y 80, nos obsequió con grandes dosis de sarcasmo y humor nacidas en un entorno tan crudo como era el de un hospital militar de campaña en la guerra de Corea. Su mensaje antibélico cuajó en plena guerra de Vietnam con un lenguaje directo, ágil e hilarante y unos personajes (el gran Alan Alda al frente) que convivían entre maltrechas tiendas de lona verde, heridos de guerra, soledades y mensajes sobre el futuro incierto que esperaba a aquellos países a los que estaban atacando (¿o de los que se estaban defendiendo?).
Saltando, sin criterio lo admito, otra vez en el tiempo, reconozco no contar con demasiados argumentos para hablar de dos de las series sobre médicos de más éxito:
Urgencias y
Anatomía de Grey. La primera, sencillamente, nunca la seguí, mientras que la segunda, lo admito, nunca me ha llegado a enganchar, con unas tramas muy, quizá demasiado, centradas en los escarceos amorososo de médicos, doctoras, enfermeras y pacientes, en una deriva que me suena demasiado a serie para adolescentes. Para eso, prefiero recuperar las andanzas del primer gran médico borde de la historia televisiva (una especie de precursor de
House en formato sitcom) como era el
Becker que nos regaló el gran (en todos los sentidos) Ted Danson.
Pero ¡amigos!, mi falta de criterio me lleva a hablar bien de dos series menos conocidas, vilipendiadas en foros diversos y que, lo admito, siempre han conseguido engancharme cuando las he ído encontrando, básicamente, en canales digitales como Sony Entertainment.
Doc y
Doctoras de Philadelphia.
Antes de recibir una retahíla de abucheos y pañuelos blancos ante tal afrenta, lo admito:
Doc, protagonizada por el músico country Billy Ray Cirus (sí, el padre, real y ficticio, de Hanna Montana) no es una
buena (aquí se pueden incluir todos los matices que se quiera) serie, pero ofrece ese aire naïf, a medio camino entre una telecomedia y un culebrón, con tramas calcadas, casos previsibles, finales predecibles y recursos utilizados miles de veces. Pero tiene un algo, aunque sea la presencia del médico menos creíble de la historia (Doc sigue teniendo pinta de músico country), un algo quizá filtrado por el mensaje que en todo momento planea en la serie, un mensaje que en la América de Bush sonará quizás a americanista y a moralista (series como el
Walker de Chuck Norris siguen un patrón similar), pero con una base cristiana reconocida de forma pública por el mismo Billy Ray Cirus.
Pero la perfección de un mensaje redentor, de salvación, de esperanza, de superación incluso de las diferencias sociales que provoca esa misma América es la que surge en una serie producida entre los años 2000 y 2006 por Whoopi Goldberg,
Doctoras de Philadelphia (
Strong medicine en el original), que narra la historia de la doctora Lu Delgado, a punto de perder una clínica para mujeres sin recursos, que recibe la ayuda de otra doctora (papel interpretado por la misma Goldberg) que le proporciona un lugar y unos medios para continuar con su labor, aunque deberá hacerlo trabajando con la doctora Dana Stowe, fría y profesional.
El equilibrio entre las dos en la clínica Rittenhouse será crucial para abordar casos verdaderamente dramáticos, con una vocación claramente pedagógica e incluso de denuncia social, sin dejar de lado una vertiente espiritual que planea en la mayoría de los episodios, dejando claro que Jesús fue, y es, nuestro gran y principal sanador.
Y que Dios también es el que ha otorgado a los profesionales de la medicina un don muy especial.
“Otros reciben el don de curar por obra del mismo Espíritu”
1 Corintios 12:9
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