En estos parajes agridulces se mueve la voz de Margo Timmins, angelical y cruda al mismo tiempo, en el ya undécimo trabajo de los canadienses Cowboy Junkies, una veterana formación nacida hace casi un cuarto de siglo y que presume de contar aún con su formación original, con el tridente de la familia Timmins (el omnipresente Michael compone, produce y toca la guitarra, mientras Peter sigue acariciando la batería y Margo destila una de las mejores voces del mundo del rock alternativo) y el bajista Alan Anton, prácticamente un Timmins más, ya que es amigo de Michael desde la guardería.
La grandeza de los Junkies pasa, precisamente, por su constante retorno a unas raíces musicales y casi vitales. El grupo llegó a grabar para gigantes como RCA y Geffen (ahora prefieren hacerlo con su propio sello, Latent Recordings), además de vivir su particular salto a la fama cuando una versión del “Sweet Jane” de la Velvet Underground apareció en la banda sonora de
Asesinos natos, el fabuloso guión de Tarantino y que Oliver Stone transformó en un extraño vídeoclip más odiado que reivindicado por parte de los seguidores del creador de
Reservoir dogs.
Cowboy Junkies, con joyas en su particular baúl como
The Trinity Sessions (disco grabado en 1988 en un solo día, en directo y con un único micrófono en una iglesia de Toronto),
Miles from our home o
Open, hipnótico trabajo que hace una década les sirvió para desvincularse del mundo de esas grandes multinacionales que, plagadas de ejecutivos ejecutores encorbatados, preferían exprimir el
hype de turno. En
At the end of paths taken, los canadienses planean por los paisajes en los que el rock alternativo flirtea con el folk (preciosas “Still lost”, “Only my guarantee”, “Blue eyed saviour” y “Brand new world”), oscurece el tono para adentrarse en el coto privado de Nick Cave (la soberba “My little Basquiat” o “It really doesn´t matter anyway”) o electrifica la propuesta como en su día hicieran REM en su gran
Monster para rozar una reconfortante experimentación (“Cutting board blues” y “Mountain”).
Bandas como Cowboy Junkies escarban en el fondo del alma para acabar de hundirte un domingo por la tarde y tocan con la punta de los dedos esos misteriosos escondrijos que el rock nunca ha llegado a encontrar, como si Natalie Merchant, Johnny Cash y Jeff Buckley decidieran lanzarse a una particular jam session por esos caminos en los que la Americana, el folk y el rock deciden darse la mano para crear una etiqueta casi imposible de definir.
Las incursiones orquestadas del grupo conviven con sus, tímidos, arranques eléctricos, pero en todo momento el tono que planea sobre ellos es el de una belleza cálida, una austeridad que les acerca al Michael Stipe más iniciático, la antítesis de la tan a menudo barroca parafernalia rockera, una sonrisa tímida y cómplice, una aureola de respeto casi minimalista.
La voz de Margo es atmosférica, emocional, ingrávida, cristalina, pura melodía en si misma, tenue, cadenciosa, una caricia para hablarnos de imágenes de belleza de terciopelo hallada en cualquier rincón de la ciudad, esquinas donde las madrugadas sirven para perfilar vidas solitarias, para buscar (las letras de la banda canadiense muestran una búsqueda constante que llegan a vincular a una cruz), para pisar esas montañas de hojas secas que pueblan los parques en otoño, crujidos de vida, de miedos, de anhelos, de esperanza.
Las canciones de Cowboy Junkies (de acuerdo, el nombre de la formación es horroroso y no hace justicia a su propuesta musical) también crujen, con ese crepitar seco, preciso, atractivo, pausado, para dar paso a las hojas que, ya sin recuerdos de su añorado verde, aún se dejan mecer por el viento antes de caer, de balancearse, de abandonar para siempre su cobijo.
Artículo escrito por Jordi Torrents (miembro de e-Luthiers).
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