He de conspirar con el día; he de negociar con la noche; he de morir un poco más cada día, y llenar mi vida de más vida, de trozos recogidos en los lazos del viento. He de dormir siempre en una cama que no es la mía, que en la mañana borrará mis huellas.
He de considerarme único, creer que soy único. Equivocarme, para adquirir un poco de razón. He de cuidar lo que gasto, temblar con la inmensidad que se me regala. Hallar lugares de paz, como pequeños templos hechos por retales de otro tiempo, donde mi presencia no sea una amenaza. Y después abandonarlos, no dar pistas de que he estado allí.
A veces despierto en plena oscuridad, y de pronto me hago consciente de que en otros lugares del planeta hay personas que viven diferente, que hacen cosas diferentes, que piensan diferente; visten otras ropas, oyen otra música, comen cosas que puede que yo nunca descubra; se rodean de colores y aromas que no eligen, sin pasar como mínimo por un proceso costoso y logrado en la experiencia; oran o rezan; aceptan a Dios, o niegan su existencia; adoran la irrelevancia, o idolatran el saber.
He de cuestionarme. He de respirar entrecortadamente, maravillarme. He de amar cada camino, cada automóvil, cada pulgar levantado en señal de autostop rechazada. He de revisar, remendar, reorganizar mi mochila, mis notas, mis reflexiones.
Todo en este lugar verde oscuro, cascada al fondo, aves de pico largo y plumas multicolores, con el ardor bajo los pies, pero con ansias de volar. Junto a la capital, San José, crecen amontonadas selvas inmensas que no dejan entrar al sol, que avergüenzan cualquier intento de orgullo por mi parte. Me siento sobre una piedra; una de tantas, que no se volverá a repetir. Es como si viviera en la cabina del proyector de un cine: estoy en cierto modo obligado a ver cada cambio de bobina como algo que siempre será nuevo y excitante.
Costa Rica entera es un lugar para pelearse con uno mismo, para hallar rincones donde poner el alma en orden. Hace tiempo que no sueño. O no recuerdo mis sueños, para ser exactos.
Pero
si en mis sueños tuviera que crear un escenario para sentarme y ver cómo todo se desmorona y desdibuja a mi alrededor, haría algo semejante a lo que tengo ante mis ojos.
Con toda la humedad, mi no-reflejo en el agua, los pies sumergidos en el estanque que convierte las cosas bajo su superficie en trémulas, y que permanece lleno, sin agotamiento ni desborde. El río sigue su curso, y yo me detengo, y vuelvo a pensar que el mundo gira, haga lo que haga.
A menudo no me queda sino buscar la forma de vaciarme, de volcar todas las sensaciones en estas páginas, y seguir el viaje que me llenará de otra humanidad diferente, que erosionará mis convicciones y me deparará nuevas maravillas.
Mientras lloro sin lágrimas, y escucho, y absorbo, me pregunto: ¿qué es viajar, sino despojarse de un viejo hombre, aunque haya destinos prefijados, imaginados? Es una pregunta retórica, que no tengo la intención de contestar, tan seguro estoy de su importancia. A pocos kilómetros del aeropuerto, en el espacio neutro, imparcial e indefinido, el mundo parece estar quieto, sumido en un estado sólido congelado.
Y, sin embargo, nos movemos para descubrir que no estamos tan lejos del punto de partida.
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