Y todo con el himno de fondo (el popular
chán, chán, cháaaaan, chán sin letra, ¿o ya tiene?) y una bandera final (creo recordar) castigada de forma espástica por el viento. Mi momento favorito era cuando la pantalla se dividía en cuatro partes: en una, la misma bandera mareada; en otra, un dibujo del mapa de España con las autonomías pintadas de colorines, al más puro estilo de un libro de Sociales de la EGB (lo que viene a ser hoy la Primaria, pero en más largo); una tercera, ofrecía la instructiva primera página de la Constitución con letra gótica y fondo amarillento para hacer antiguo; la cuarta, claro, era el Rey, con una banda azul celeste como de miss y un fondo que sería de la clásica chimenea renacentista o del salón-comedor Luis XVI de cualquier hogar, para irse luego combinando con varias de esas estampas familiares de reina, príncipe e infantas.
A continuación aparecía uno de los
programas más vistos de la historia, la Carta de Ajuste, previa a una de las más angustiosas imágenes televisivas (no, no hablo de Mercedes Milà): la nieve, esos miles de puntitos anárquicos y crepitantes a los que más de uno dedicamos algunos de los minutos más estúpidos de nuestras vidas. Técnicamente hablando la carta de ajuste es (o era) una señal de prueba de televisión que se emitía en ausencia de programación, con la finalidad de mantener activa toda la cadena de emisión. O sea, un dibujo con cuadraditos, líneas, colorines y barritas que aparecían en la pantalla cuando ya no había otra cosa que emitir, acompañado de la hora y el día, una hora que más de uno se dedicaba a ¿leer? durante un indeterminado espacio de tiempo, antes de descubrir, de nuevo, lo estúpido de tal acción.
La carta de ajuste, en realidad, daba fe del pánico a la hoja en blanco televisivo, a la ausencia, al vacío, a abandonar las horas del crepúsculo para adentrarnos en los terrores nocturnos, en las pesadillas prelaborales o en los sueños de caída sin fin.
La tele nos invitaba a apagarla. Todo eso se llamaba
Despedida y cierre (una definición que hoy día nos puede sonar más próxima a la realidad de muchas empresas metalúrgicas, inmobiliarias o fabricantes de coches), un espacio que también podía incluir una especie de página arrancada del Tele Programa (¡todavía existe!) con los horarios de la ansiada programación del día siguiente.
En una era, pues, casi preinternet (creo que TVE utilizó su última carta de ajuste a mediados de los años 90), había horas sin televisión, sin Youtube, sin Google, ¡sin Protestante Digital! Eran años difíciles, amigos, hasta que alguna mente privilegiada dedujo que algo había que hacer con los pobres huérfanos nocturnos de rayos catódicos, con esos insomnes ávidos de algo con lo que poder dormirse sin recurrir a las pastillas, con profesionales sedientos de imágenes y que dormían de día (¿quién no retiene en sus pupilas esa clásica imagen de un televisor de seis pulgadas en la cabina de un vigilante nocturno de aparcamiento?), con ciudadanos que pagaban sus impuestos y a los que negaban el derecho a poder estar 24 horas al día cerca de su electrodoméstico favorito, ciudadanos que llegaban a observar durante largos ratos la pantalla ya oscurecida de su receptor y ya sin el chisporroteo de la electricidad estática, hasta que su propio reflejo les provocaba un escalofrío y les obligaba a irse a la cama encendiendo todas las luces de la casa para no encontrarse con algún monstruo o un asesino en serie. Las horas de desconexión, pues, se fueron acortando, aunque en sus inicios la fórmula no tenía nada de imaginativo: enchufar hasta las cuatro de la mañana un par de películas, la mitad en blanco y negro y con doblajes nasales. La otra mitad eran westerns polvorientos y de duelos al sol.
Y nació la programación de madrugada, esa que saca la cabeza a la hora bruja, las 12 de la noche, y repta como una serpiente tentadora hasta el momento en que los primeros informativos empiezan a desperezarse y los dibujos animados intentar levantar el ánimo de los niños que acaban de arrastrarse desde la cama hasta el sofá, una primera práctica de lo que, para muchos, será una constante el resto de su vida.
Da igual donde vivas: la coctelera televisiva escupe la misma basura (¡que no, que hoy no hablo de la Milà!), pura bazofia sin escrúpulos que, en la mayoría de casos, no tan solo es antiestética, sino también antiética, amoral y sin el más mínimo atisbo de calidad o utilidad pública, con una mezcla pastosa y vomitiva de tarotistas y pornografía, además de los concursos estafa que trataremos la semana que viene en otro artículo. Una cuarta categoría, más
aceptable, sería la de los espacios de teletienda: su cutrerío naïf puede hasta llegar a tener su encanto y, sin olvidar que se trata de un tiempo puramente comercial, no se puede calificar de estafa (sí en aquellos casos en los que incurren en la publicidad engañosa), a no ser que alguien considere que lo sea el hecho de pagar 49,95 (¡¡antes 99, 99!!) por unos cuchillos que ellos solitos preparan una ensalada con rábanos, esparragos trigueros y tomates cherry o una mini-sauna casera que te achicharra los michelines y la celulitis mientras lees un libro (o miras más teletienda, claro).
Aparatos para abdominales imposibles y alargadores de pene aparte (uno de los productos (?) estrella),
la noche catódica es una fosa abisal sin fondo, poblada de monstruosos personajes y que la mayoría de canales (no son sólo cutre cadenas como las extrañas televisiones locales, localias y 25os, no, ya que telecincos, antenatreses y sextas se revuelcan en el mismo lodo sin ningún tipo de vergüenza y con total impunidad).
En el caso de La Sexta, el caso es aún más grave, ya que mientras Tele 5 cuenta con una parrilla basurera por excelencia las 24 horas del día (¡eso es coherencia!), la jóven cadena cuenta con programas que intentan
atacar el
establishment político, cultural y mediático, con espacios como “Sé lo que hicisteis” (ácido puro, 100% recomendable), el venido a menos (aunque con algunas gotas aún de sarcasmo inteligente) “Caiga quien caiga” o “Buenafuente” (el mejor
late night de la historia de la televisión hispana. Y sin necesitar el culo de Boris ni la recreación enfermiza en los asesinatos de Alcàsser).
Pero volvamos a nuestra ristra de personajes siniestros que pueblan las madrugadas: unas de las reinas son las
TAROTISTAS (algún pseudo Rappel queda por ahí, pero la mayoría son mujeres), charlatanas sin escrúpulos ni vergüenza aposentadas tras una mesa del Ikea con un mantelito lleno de estrellas y lunas y que, previa llamada a un muy lucrativo 806, vacían los bolsillos de incautas amas de casa (la mayoría) de vidas vacías y que más allá del socorrido Prozac buscan algo de esperanza, unas palabras de ánimo y un atisbo de luz al final de los oscuros túneles de su existencia. ¿Pero qué encuentran? A la Pepita Villalonga de turno que le sacará el máximo de cuartos posible, que la tendrá colgada del teléfono mientras le
lee desde las clásicas y roñosas cartas ya amarillentas por el manoseo (aprendan la clave: la Muerte y el Ahorcado son malos. El Sol y el Rey, buenos) hasta el poso del café, del Cola Cao o de lo que haga falta, pasando por los cantos rodados de río o las cáscaras de pipas sin sal. Da igual. Y si encima le enchufan a la incauta un frasquito engañabobos con aceite uncioso y extractos de pétalo de rosa mágica, la jugada ya es redonda, y ríete tú de Julián Muñoz y el Dioni juntos. La tarotista responde con vaguedades estilo: “Bueno María, no tienes trabajo, pero si sigues buscando es posible que en un plazo así entre corto y medio de tiempo te salga alguna entrevista”. A continuación es cuando a la noqueada interlocutora, que igual ya se huele algo, la sobresaltan con la presencia de una carta maligna, desastrosa: “Pero ve con cuidado, que igual hay alguien que te quiere engañar ahí fuera”. En efecto, Pepita Villalonga de turno, predicción acertada.
Cuando las tarotistas cierran el carromato y han recogido las pócimas fraudulentas, la pequeña pantalla ofrece un extenso catálogo de insufribles politonos para el teléfono móbil. ¿Estafa? A partir del momento que para conseguirlo hay que llamar más de una vez (suele ser así), sí. Y más allá de la estafa económica, entramos también en la cultural, ya que pagar por bajarse un fragmento de Andy & Lucas o de El Canto del Loco, también tiene delito. Politonos aparte, la galaxia de la telefonía móvil (¿hace falta recordar el gran colectivo de usuarios que suponen nuestros jóvenes y adolescentes, muchos con televisor y/o ordenador en su habitación?) también se adentra en los
pantanosos terrenos de la
PORNOGRAFÍA, con escenas absolutamente explícitas que cualquiera puede instalar en su teléfono enviando un sencillo SMS (a precio de conferencia internacional, claro) con la palabra clave
Placer,
Cachondas o
Manga sex. La visionaria mente de los diseñadores de estos espacios suelen acompañar el anzuelo del SMS con fragmentos de películas (???) pornográficas rodadas en lúgubres garages o por encumbrados actores (???) que han llegado a tener su parcelita de popularidad en nuestra castiza y barriobajera televisión.
La televisión sigue, pues, plasmando las varias caras del hombre. La televisión, pues, flirtea con pequeños destellos de calidad (no, no hace falta limitarse a los documentales de la 2), pero sigue alimentando su estercolero particular, especialmente en el horario crepuscular, cuando la noche y el día empiezan a darse la mano, y cuando las bajezas más viles campan a sus anchas. En esos momentos, un único consejo: despedida y cierre.
“No sigais la corriente del mundo en que vivimos, más bien transformaos por la renovación de nuestra mente. Así sabréis ver cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto” Romanos 12:2
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