Otro riesgo de guiarse únicamente por una lectura superficial de una letra es el de atribuir a las canciones significados que éstas no tienen. Todos buscamos en la cultura otras voces que digan lo que nosotros no podemos o no sabemos decir; que respondan con claridad a los que nos preocupa; que nos consuelen y nos arropen en las tardes de invierno. Todos necesitamos algo de evasión, pues como todo arte, la música tiene valor por sí misma, independientemente de su contenido; la belleza por la belleza no es inútil, ni poco edificante.
En mi casa siempre se ha escuchado a
Mecano, a
Bosé y a
Serrat. A veces escuché alguna canción de
Jarcha, el terciopelo de
Luz Casal, y también la voz de tasca de
Sabina. Esporádicamente, en los cassettes de varios artistas que mi padre compilaba por el método de grabar directamente de la radio, sonaban los áridos versos de
Manolo García, interrumpidos por las cuñas publicitarias que se colaban, o cortados de golpe, pues ya entonces la radio emitía las pistas incompletas y en versiones especiales para las FM. En resumen, en casa sólo entraba música en castellano, u otras lenguas reconocidas en la Constitución. Aunque mi madre, en secreto, me tarareó como nanas algunos temas de los
Beatles, y la recuerdo poniendo viejísimos sencillos de
Simon & Garfunkel, que se encontraban entre vinilos de
Raphael y singles de
Juan y Junior.
Ana Torroja cantaba eso de que “una rosa es una rosa”, y no puedo estar más de acuerdo. La belleza habla como tal. En una planta, sin flor no puede existir fruto, me recordaba un amigo hace poco.
Claro que, cuando fui creciendo y escuchando cosas menos convencionales, o menos comprensibles para los habitantes de mi casa, y también para algunos vecinos, fue como si una grieta se hubiese instalado en el centro del salón. Y ciertamente, el volumen y los gritos característicos de la música rock (que cada día aumentaba en dureza y hostilidad, aunque también en denuncia social y a su modo en mensajes de relativa profundidad) casi parecían capaces de agrietar el salón. Recuerdo a mi padre rasgarse las vestiduras, cubrirse de ceniza y preguntarse cómo era posible que un muchacho tan leído como yo podía escuchar a esos tipos con nombre de bestias (
Pantera, para más señas; o
Sepultura; e incluso un escandaloso grupo mejicano que respondía al nombre de
Brujería, ni más ni menos; ya hablaré de ellos más adelante).
Portadas de
Led Zeppelin y
King Crimson (estos un poco más antiguos), pero también de
Rollins Band, Faith No More y
System of a Down, junto a algunos dibujos lúgubres míos, poemas de Baudelaire y Emily Dickinson, reproducciones de cuadros de El Bosco o pinturas negras de Goya, y una videoteca que crecía con títulos como
Terroríficamente muertos, La naranja mecánica, o
Reservoir dogs… no formaban un panorama muy alegre, para ser justos. No se puede decir tampoco que en Málaga esto fuera un ejemplo de adolescencia normal. Para tranquilidad de los lectores, hoy soy un chico cabal, formal y cívico. Pido el turno cuando voy a comprar el pan, reciclo todo lo que puedo, y todavía no he empujado a una señora mayor en el autobús. Un buen muchacho, vaya, no uno de esos que al verlos te dan ganas de cruzar al otro lado de la calle. Mi conocimiento del inglés, a pesar de las buenas notas cosechadas en el instituto y en la Escuela de Idiomas, fue bastante pobre hasta que viajé a Estados Unidos a los veinte años. Así que, con una vieja raqueta de tenis frente al espejo, iba inventándome lo que decían (o gritaban, según el caso) aquellas bandas. A ese peculiar acento inglés lo acabé llamando
güachinlei. Yo reproducía los fonemas a la perfección, tal cual sonaba, sin saber ni media palabra de lo que decía. Ejemplo:
yu don nou jau mach ai lov yu (“you don´t know how much i love you”). Ahora pregunto: ¿y quién no ha hecho esto alguna vez en su vida?
Paralelamente a mi acercamiento a la música en inglés (y otros idiomas como el citado
güachinlei, pero preferentemente el inglés), se acrecentó mi curiosidad por prácticamente todos los estilos musicales, muchos de ellos aparentemente contrarios entre sí. El tango de
Carlos Gardel y las coplas de
Juanito Valderrama, que tenían su origen en casa de mi abuela; el punk y el sonido urbano (más que urbano, suburbial) de bandas como
Beastie Boys (que luego se desviaron al hip-hop),
Indecision,
Sons of Abraham,
Earth Crisis,
NOFX,
Bad Religion; el hip hop más tradicional (o anti-tradicional, según se mire, pues las bandas más importantes de hip-hop suelen esconder una tendencia a avanzar y mezclar sonidos):
Cypress Hill, o
Wu-Tang Clan… pero también la fusión del rap con el rock, como practicó
Ice-T con su banda
Body Count. Cuando el contenido bíblico fue haciendo mella en mi forma de pensar, evolucioné a bandas de este tipo cuyos miembros se confesaban creyentes en Dios:
Zao,
Project 86,
Frodus… estos últimos predicaban cosas como
“our Vans die / we don´t care” (“nuestros Vans(1)
mueren / nos da igual”). Entonces todos queríamos ser Tony Hawk y beber Red Bull todo el día.
Tras mi vuelta de Estados Unidos, donde había escuchado y visto en directo mucha música cristiana contemporánea (
Third Day, DcTalk,
Delirious?...), que hoy todavía escucho, entre otras razones porque son músicos de gran calidad, entré en esa etapa por la que pasamos todos los amantes de la música: ansia tremenda por escuchar cosas que antes rechazabas de plano sin dudarlo. Entonces fue cuando mis oídos dejaron pasar estilos musicales como el gospel y el jazz (que también conocí de cerca en EEUU), música de otros países remotos (aquí entró
Carlinhos Brown, a quien vi en directo muchísimo antes de que aquí fuera conocido,
Chico Cesar,
Pascal Comelade,
Yann Tiersen, Maria Bethania… y música de la India o proveniente de los dramas Nô japoneses), música en español que ni en sueños antes hubiera permitido, como
Pedro Guerra. O también música electrónica:
DJ Shadow,
Chemical Brothers,
Goldfrapp,
Björk,
Fatboy Slim… Y otras tantas fusiones imposibles:
Sigur Rós,
Raimundo Amador,
Moloko… un giro inevitable al rock más comercial, pero imprescindible, que en otros momentos detestaba, me llevaron a considerar a
U2, a la
ELO y a
Pink Floyd, a
Dire Straits…
Las peleas con mi hermano se fueron suavizando. Tengo que explicar que a él le gustan principalmente
Estopa y
Los Chichos, por lo que las discusiones fueron monumentales. Mi padre, mientras, para imponer la paz, seguía poniendo vinilos de
Los Secretos. Yo a veces respondía con
Extremoduro, pero ya se sabe que cuando los padres se imponen no hay nada que hacer, así que pronto volvía a
Los Suaves. Realmente, empiezo a creer que me compraron desde siempre walkmans y discmans para no tener que soportar mis bandazos de un lado a otro con la música, ni los golpes de tambor enormes de Venus in Furs, una canción de la
Velvet Underground que nunca debe escucharse en voz baja. Con mi primo destripábamos los cassettes de
Bob Marley que había encontrado quién sabe dónde…
Y por supuesto, los últimos tiempos ha aumentado considerablemente mi interés por la música folk y el blues, situándome en ese punto entre lo sagrado y lo profano. Tiempos de madurez espiritual con madurez terrenal; los campamentos de verano tenían largos espacios de charlas musicales en canchas de baloncesto. Así me tropecé con el músico de Texas
Blind Willie Johnson, un ángel que tocaba con maestría la
slide guitar, cuya voz lanzaba a los cuatro vientos cantos de esperanza contra la Gran Depresión:
Oh, trouble
soon be over sorrow will have an end
Trouble soon be oh, sorrow will have an end
(Oh, los problemas
Pronto se acabarán, la pena llegará a su fin)
Well Christ is my burden barer he´s my only friend
Tell me end of my sorrow and tell me to lean on him
Trouble soon be over sorrow will have an end
Trouble soon be oh sorrow will have an end
(Cristo es quien carga con mis preocupaciones, es mi único amigo
Háblame del fin de mi pesar, y de apoyarme en Él
Los problemas pronto se acabarán, la pena llegará a su fin)
En mi vida, la música siempre ha acudido al rescate de los problemas cotidianos, y no tan cotidianos. Pronto los problemas acudieron a mi familia, especialmente en lo relativo a la enfermedad. En secreto, ponía una y otra vez esta canción y, milagrosamente, el fin de esos problemas se hacía tangible, creíble, aunque se tratase de algo que no se produjera. Porque lo que la música logra, al igual que la fe, no es el fin
mismo de los problemas, sino la certeza de que algo bueno saldrá de ellos, pasando por encima de los ya conocidos tabúes sobre el sufrimiento. La música, como la fe, como el amor, es cuestión de supervivencia, mientras caminemos sobre esta tierra. Blind Willie Johnson se acostumbró a ser un superviviente desde que a los siete años, en una discusión familiar, su madrastra le arrojó un frasco lejía a la cara. La pobreza a la que se le condenó por su ceguera no mermó su empeño por predicar y cantar entre las desvencijadas calles de Beaumont, Texas, entre las ruinas de su casa arrasada por el fuego. La neumonía le consumió; pudo haberse hecho algo, pero su ceguera le impidió la entrada al hospital, según cuenta su viuda… Aquí está la pregunta más importante: ¿acaso su vida es inútil a pesar de tantos momentos de sufrimiento? Su música hoy viaja hacia las estrellas; es parte del legado cultural más profundo de la humanidad.
Ben Harper, en su tema
Better Way, dice:
“Push me to the edge
But my will is stone” (empújame hasta el límite, pero mi voluntad es una roca”). En esta canción, Harper dice que
“todo el mundo que conoce está en lucha con su propia vida”, pero él anima a limpiarnos los ojos y a seguir adelante, pues cree en un modo mejor de vivir. Estas letras ya no son inventadas y cantadas sin consecuencia. Hablan de elegir entre el dolor y la nada. Resumen una forma de pensar con la que muchos nos identificamos. Muchos creemos en que hay un modo mejor de vivir que dejarse llevar por los avatares y los dictados de un mundo conformista, que sin negar la apariencia de la gracia, sí que la ignora. Cuando comencé a escuchar voces como estas, que me invitaban a reflexionar y avanzar, sin tener que dejar de lado la personalidad con la que he sido hecho, fue cuando comencé a vislumbrar el valor superior de la música, no sólo en mi vida de ocio, sino en prácticamente todo aquello que me rodeaba, y que no dejaba de tambalearse, de temblar, de amenazar con venirse abajo.
Un domingo de tantos, un tiempo indeterminado más tarde, íbamos los cuatro (mi padre, mi hermano, mi madre y yo) en el ascensor. Entre los crujidos reumáticos que se escapaban entre piso y piso, mi madre nos miró y dijo “Os quiero”. Entonces supe que algo malo ocurría.
(continuará)
P.D.: perdón por el empacho de nombres de grupos y músicos; hice lo que hice, porque tenía que hacerlo.
Artículo escrito por Daniel Jándula
- 7, Blind Willie Johnson –
Trouble will soon be over
- 8, Ben Harper–
Better way
1) Vans: marca de zapatillas deportivas, muy comunes en la cultura skater. Tiene incluso su propio festival de música / graffitti / break-dance: Vans Warped Tour.
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