Nuestros temores no iban descaminados, como mostró la intentona del 23-F, con el apoyo de más poderes fácticos de lo que se se nos ha contado.
Me abstuve en la votación. Quería la libertad, pero allí había elementos que me chirriaban: la monarquía se metía de tapadillo, sin un referendum específico, el título VIII quedaba timorato y había menciones innecesarias a dos poderes que entonces amenazaban con comerse al recién nacido: se le concedía al ejército el status de garante de la constitución y a la Iglesia Católica un lugar especial.
Los que sufríamos la dictadura queríamos una constitución democrática, pero para llegar a ella nos habíamos debatido entre la ruptura democrática y la reforma, y finalmente se había impuesto la segunda. En términos políticos habíamos renunciado al arrepentimiento y el nuevo nacimiento y habíamos optado por el posibilismo de las buenas obras. Como muestra, el monarca había jurado fidelidad a los principios de la dictadura (como le recordaron después los golpistas del 23-F) y había participado también en la liquidación de aquel régimen.
Siempre nos quedará la pregunta de qué habría sucedido si hubiésemos optado por la ruptura democrática, como más tarde hicieron Hungría, Checoslovaquia o la RDA. La única razón por la que no lo hicimos fue el miedo a la reacción de los poderes fácticos del franquismo; renunciamos a exigirles responsabilidades por su opresión continuada para que no nos rompiesen la baraja. Por aquel entonces apoyé este argumento; hoy creo que estaba equivocado.
La ruptura democrática conllevaba riesgos, pero nos habría librado de hipotecas que seguimos arrastrando. “La libertad no se pide, se toma”, pintábamos en las paredes de nuestra universidad, pero muchos seguían pensando que la libertad sólo vendría como una concesión del régimen tardo-franquista y que si no se aceptaba así, corríamos riesgo de una nueva guerra civil.
Pero este país necesitaba reconciliarse con su propia historia, reconocer el desastre de aquellos cuarenta años de longa noite de pedra y abrirse sin complejos a un nuevo sistema democrático; necesitábamos arrepentimiento, perdón y nacimiento de nuevo.
La ruptura democrática habría sido posible si nos hubiésemos tomado en serio el lema “Libertad sin ira”. Libertad, verdad, juicio, pero también perdón y reconciliación, un perdón que no se hace cerrando los ojos, sino abriéndolos a la verdad y al reconocimiento de la agresión, una cuestión que sigue vigente hoy en día porque entonces no la cerramos bien.
Libertad sin ira: legalidad y corazón, ley escrita y actitud.
La democracia no adquirirá su verdadera profundidad mientras no entendamos que se garantiza desde la Constitución escrita en el 78, pero no funciona bien si no se asume desde el corazón, desde la convicción, desde los valores éticos y espirituales; más aún, podríamos desarrollar perfectamente una sociedad democrática sin tener la Constitución del 78, si llevásemos escritos en el corazón los valores de la libertad: los protestantes sabemos bien que es más eficaz la
“ley grabada en nuestros corazones”(1) que la escrita en papel.
En efecto,
una de las sociedades democráticas más antiguas, la británica, carece de constitución, pero no carece de valores ni del espíritu protestante grabado en su corazón colectivo. Este es nuestro reto: convencer a los compatriotas de que las libertades democráticas no se garantizan definitivamente con la Constitución, sino enraizando los valores democráticos en sus actitudes y actuaciones, en su corazón.
1) Heb 10:16
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