Los pocos protestantes que fueron detectados en el Nuevo Mundo durantes los siglos XVI, XVII y XVIII enfrentaron juicios inquisitoriales, con las consecuentes penas que incluyeron castigos corporales, despojos de bienes y algunos fueron ejecutados. Para cuando en las primeras décadas del siglo XIX las naciones latinoamericanas forjaron su nuevo destino, ya sin las ataduras del dominio español, los misioneros protestantes y los primeros núcleos de creyentes evangélicos debieron lidiar con la incomprensión de su entorno y el
arrinconamiento a que les sometió una cultura intolerante. Los ánimos persecutorios debieron ser enfrentados casi en el desamparo por parte de los puñados de protestantes, ya que las instituciones gubernamentales eran débiles para sujetar a los perseguidores y/o porque no se atrevían a confrontar al autoritarismo católico.
La extensa historia de persecuciones en contra de los protestantes debe ser, también, la memoria de la resistencia por parte de una minoría acosada. La persecución tuvo, y tiene, particularidades en cada país de Latinoamérica. Sin embargo, en todas las naciones del Continente el pueblo evangélico tiene tras de sí casos de atrocidades infligidas por turbas enardecidas que les atacaron con violencia inusitada. Por su parte los perseguidos desarrollaron tácticas de defensa legal y fueron precursores en la demanda de tolerancia para con sus creencias.
La persecución no fue el factor que hizo que las iglesias y núcleos protestantes crecieran, sino porque estaban creciendo es que fueron perseguidos. Una vez ya desatadas las persecuciones, éstas fueron aprovechadas por los desterrados para extender su fe hacia lugares a los que se vieron impelidos a dirigirse y/o establecerse. Entonces, una medida adversa fue revertida por las víctimas y transformada en un factor de diseminación de la fe que sus opositores querían extirpar.
En cada país las generaciones actuales de evangélicos tienen que saldar una deuda con sus antepasados del siglo XIX y buena parte del siglo XX, rescatar las historias de martirios, de heroicidad que resistió los embates inmisericordes. Pero si desde la perspectiva de la fe puede hablarse de mártires, por el lado de las repercusiones sociales de quienes defendieron su derecho a elegir una nueva creencia en un contexto que tajantemente les negaba ese derecho, debemos reconocerles como precursores en la defensa de los derechos humanos.
Hoy persisten zonas de intolerancia violenta contra los evangélicos en algunas áreas de América Latina. La disminución persecutoria se debe tanto a cambios jurídicos y culturales en la mayor parte de las naciones latinoamericanas, como a la denuncia organizada por parte de los protestantes que exhiben a sus atacantes y señalan la negligencia de funcionarios públicos que incumplen sus deberes de salvaguardar los derechos de una minoría en constante crecimiento. Al denunciar las persecuciones, sean éstas simbólicas (conceptualmente se les sigue endilgando a los evangélicos el peyorativo “sectas”, en distintos medios), o físicas (castigos y expulsiones), los evangélicos contribuyen al fortalecimiento de toda la sociedad, al impedir queden en la impunidad acciones que dañan al entramado social en su conjunto porque atentan contra la convivencia democrática.
Las sociedades tradicionales perciben como amenaza lo distinto, lo que se sale de las normas establecidas por mucho tiempo. En América Latina el protestantismo encuentra desde sus inicios rechazos nacidos del desconocimiento, la ignorancia, la sospecha y la estrechez mental de gran parte de la población. La
otredad protestante es mirada como amenaza destructiva, por ir contra la religión tradicional, el catolicismo.
Aunque las sociedades latinoamericanas nunca fueron religiosamente homogéneas, porque los pueblos indios supieron conservar ciertas creencias y prácticas anteriores a la Conquista española, el conservadurismo decimonónico en América Latina gustaba de evocar una supuesta Edad Dorada, cuando la religión católica no tenía rivales y las sociedades del Continente gozaban de paz y afluencia económica. Pasado idílico que nunca existió, pero cuya evocación era pretexto para levantar muros ideológicos contra la “invasión protestante”
A lo largo del siglo XX, y conforme el protestantismo va profundizando y ensanchando su presencia, se va forjando otra manera de ser latinoamericanos. A la tradición le opone el derecho a cambiar de ideas y sus consecuentes prácticas. El monolitismo comienza a resquebrajarse, a veces imperceptiblemente, de formas subrepticias, pero con avances que consolidan la
otredad y comienzan a hacerla parte del colorido social antes monocromático.
Lo anterior se comprueba con más nitidez en los pueblos originarios.
Es en las poblaciones preponderantemente indígenas donde los conversos tienen que dar la lid por el derecho a cambiar, en comunidades donde se veneran cotidianamente las tradiciones, las cuales deben ser reproducidas procurando su conservación y transmisión a las siguientes generaciones. El cambio, desde la perspectiva tradicional, es atentatorio en sí mismo, corroe instituciones y prácticas que debieran ser, de acuerdo con el tradicionalismo, intocables. De hecho se les tiene por sagradas. Cuando ellas son retadas por el derecho ejercido a la conversión, a los indios e indias evangélicos se les echa en cara que ponen en peligro a la comunidad toda. Es entonces cuando los acusados adoptan reivindicaciones que en otros espacios de las sociedades tienen más tiempo de haberse asentado: la legitimidad de otras creencias, la laicidad de las instituciones del Estado.
Entre la multiplicidad de identidades latinoamericanas, el protestantismo es de las más dinámicas. A su creciente peso numérico todavía no le acompaña el impacto cultural correspondiente. Aunque su influencia ya es perceptible de maneras nunca antes registradas, de tal manera que los protestantes ya no son extraños sino ciudadanos con otra especificidad religiosa.
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