Un día descubrí que me encantaba escribir, fotografiar, analizar, relatar, enlazar, preguntar, saber, nunca responder. Un día decidí que la invasión apabullante de medios de comunicación a nuestro alrededor era una realidad, una oportunidad, no una amenaza. Un día decidí que filtrar esos mundos era una obligación.
“La política es lo mismo que el show business”. No, no es una sentencia de alguien crítico con el sistema, de algún ácrata con largas trenzas rastafari. La dijo el hombre que presidió los Estados Unidos durante la década de los 80 (entre 1981 y 1989), Ronald Reagan, un hombre surgido del mundo del cine, donde navegó por las contradictorias aguas de la serie B, es decir, que da popularidad en las sesiones dobles de sábado por la tarde y en westerns de rápido consumo, pero que nunca culminan en una carrera hacia los Oscar.
Tal como desarrolló el pedagogo y teórico de la comunicación Neil Postman (su
Divirtámonos hasta morir, publicado en 1985, es de obligada lectura) durante el mandato de Reagan la historia pasó por una fecha literaria de connotaciones casi proféticas, el 1984 que George Orwell había utilizado para titular un libro casi cuatro décadas antes.
Orwell auguraba un Gran Hermano opresor (exacto, el concepto no lo crea el gran engendro de telebasura de la
socióloga Mercedes Milà), impuesto por una fuerza exterior, cuando la profecía que realmente se ha acabado materializando es la de
Un mundo feliz, de Aldous Huxley, la que hablaba de una sociedad que ama a ese opresor, en forma de unas nuevas tecnologías que anulan su pensamiento y ahogan la verdad en una saturación de información y de vulgaridad. Y no, no hablo otra vez de Tele 5, aunque por ahí va la cosa.
El debate sobre el uso (y abuso) de los medios de comunicación (y, especialmente, la televisión) siempre ha estado encima de la mesa: tiranía, uso y abuso, hipnosis, transmisión interesada de valores, ocio y negocio, banalidad, exceso, engaño, pasividad, pero también formación, información, contacto con el mundo y calidad (siempre subjetiva, claro).
Esta columna que nace hoy, Intermedios, tan sólo pretende ofrecer el punto de vista de alguien que ha crecido en una cultura audiovisual y que ha pasado de los primeros televisores a color a la cultura de la otra pequeña pantalla, la de internet. Desde la televisión como arma de propaganda con el Nodo (ese señor bajito y con bigote inaugurando pantanos y pescando barbos previamente enganchados en su caña por un buzo), pasando por el aluvión del videoclip en los 80 (Michael Jackson entró a trompicones en nuestros hogares), la irrupción a gritos de la telebasura con la entrada de las privadas, la agenda setting (o sea, las mismas
noticias en todos los informativos) y la imposición en los últimos años de la calidad a través del resurgimiento de las series (sí, lo admito, estoy enganchado a
Lost y admiro el equipo de guionistas de
House), nuestra historia reciente está condicionada, abrumada, contaminada, absorbida, pero también explicada, debatida, analizada y criticada por una infinidad inabastable de medios de comunicación.
Intermedios intentará ofrecer, semanalmente, un paseo crítico por esos medios (con especial atención a la televisión, sin olvidar incursiones a la radio, la prensa escrita e internet), con una mirada quizá también contaminada y absorbida, pero en todo momento a la luz de uno de los primeros grandes comunicadores, Jesús.
El medio, en sí mismo, no es malo, habréis oído infinidad de veces, pero eso tampoco justifica el todo vale. Ser espectador, oyente, lector, navegante, no quiere decir no tener criterio, no filtrar. Algunas voces abogan por un mundo sin medios y defienden que se puede vivir sin ellos; no estoy de acuerdo. Transmitir puede ser un arte. Con sus banalizaciones, sus groserías, sus vulgaridades, pero también las hay en la literatura, la música, la pintura. La vida.
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