Orquídea

Alrededor de Nacaome suben y bajan laderas de los colores del caqui y la arena, salpicados de semillas de ajonjolí como la canela sazonando un postre que nunca se acaba, como un archipiélago de lunares en una espalda marina y demasiado afectada por el sol. Una represa sobre el río que da nombre a la ciudad proporciona también agua potable para los cerca de cincuenta mil habitantes que viven abajo del valle.

Desde la represa veo la ciudad como si de un hormiguero se tratase. Desde la represa, Nacaome es una maqueta un poco más grande. Poco se intuye desde aquí acerca de su historia.

Unos metros atrás, bajando (o subiendo, según se mire) un camino retorcido pero no muy generoso para estimular la visión, olvidando a cada pisada el olor a pino, me topo con un ejemplar solitario de orquídea brassalova, la flor nacional. Me acerco a su tallo corto, y sin embargo fuerte, mirando si hay cerca alguna otra. No, ésta es la única que he visto en todo el camino. Sus pétalos blancos como de magnolia se expanden, dejando escapar poco a poco la fragancia del anochecer alimonado. Parece débil, una orquídea aislada del resto del yermo paisaje. Uno se encuentra casualmente por aquí, y en el sitio menos esperado tiene de golpe un mínimo detalle de toda la región por la que pasa como un eterno extranjero.

Vuelvo a la historia de la ciudad. Lo primero que se construyó en Nacaome fue una iglesia, allá por los años 30 del siglo XVI. Unos años antes llegó la paz entre Cholulas y Chaparrastiques, las dos tribus que poblaban el entonces río Chapulapa; entre otros motivos las tribus se fusionaron, llamándose así Naca-ome, “dos razas”, ante el aburrimiento de tanta sangre derramada. Una vez más, la iglesia católica llegó tarde en la auténtica tarea cristiana de reconciliar al hombre con Dios, con el prójimo, consigo mismo, y con las aguas y con la tierra y con los restantes ecosistemas.

Como la orquídea solitaria, alguien puede desprender un aroma dulce y ácido en la noche, pero hay que acercarse, casi tropezarse con su tallo, para reparar en su presencia. No comparo mi experiencia, mi encuentro, con la orquídea, a la presencia o utilidad de las iglesias en el lugar donde éstas se “plantan”. Pero no puedo evitar que quizá hubiera sido más útil para los aborígenes que les hubieran ayudado a encontrar sosiego en sus tristemente conocidas, salvajes y sangrientas batallas. Es increíble la cantidad de veces que el ser humano puede estar de más; la de veces que puede meter la pata, o empezar la casa por el tejado; la de veces que su mejor obra puede consistir, sencillamente, en no hacer nada más que pararse a aprender de los pequeños accidentes en la naturaleza.

Dedico un rato más, ya plenamente consciente de ello, a la contemplación y despertar de la orquídea. Cómo ésta palpita y vive sin estos pensamientos furtivos. Después abrocho los deshilachados cordones de mis zapatos, le doy las buenas noches a la flor, y aparto las cavilaciones profundas.