Como de lo que se trataba era de sobrevivir en un contexto sumamente hostil, las células evangélicas se valieron de los resquicios a su alcance para hacer labores personales, aprovechando lazos familiares y/o de amistad para difundir sus creencias. También encontraron buenos aliados en los liberales que por toda América Latina estaban reformando a sus naciones, mediante leyes y la creación de instituciones que contuvieran el control de la Iglesia católica.
Protestantes y liberales coincidían en la imperiosa necesidad de alcanzar la separación Estado-Iglesia(s). Por el lado del protestantismo tal objetivo descansaba primordialmente en posiciones teológicas, y de ahí se proyectaba hacia coincidencias políticas. O sea que fue su entendimiento bíblico/teológico lo que moldeó su comportamiento político, porque,
como dijimos en nuestro artículo anterior, el cristianismo evangélico que fue afianzándose en nuestras tierras era el que en Europa y Estados Unidos había enfrentado la idea de una Iglesia territorial, y pugnaba por iglesias libres del apoyo y control de los gobiernos.
En la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX, los protestantismos latinoamericanos van perfilando razones para defenderse y hacerse visibles ante la
invisibilización cultural que los nacionalismos ligados al catolicismo se obstinaban en aplicarles. Argumentan que el catolicismo aunque abrumadoramente mayoritario, ya no tiene –si es que alguna vez lo tuvo- el monopolio de las creencias y conciencias.
Los cristianos evangélicos claman por un lugar en la vida de cada nación, arguyen su derecho a la visibilización al amparo de un Estado laico, el cual debe garantizar espacios para distintas creencias religiosas sin que el mismo profese una en particular.
Junto al desdén invisibilizador, que le auguraba un rotundo fracaso, el protestantismo inicial padece escaladas estigmatizadoras. Es señalado como agente no solamente extraño al ser latinoamericano –construcción ideal, más ideológica que histórica- sino se le tilda de influencia nociva y destructora. De entrada, para quienes por toda América Latina tenían al protestantismo como sinónimo de rapacidad, les caracterizaba por un lado ignorancia de lo que criticaban, y por otro eran presa de un mecanismo de las sociedades cerradas que
satanizan al extraño.
En este tema de la
estigmatización de los protestantes es necesario tener en cuenta lo que Irving Goffman aclara sobre el concepto: “Los griegos… crearon el término
estigma para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el estatus moral de quien los presentaba. Los signos consistían en cortes o quemaduras en el cuerpo, y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor –una persona corrupta, ritualmente deshonrada, a quien debía evitarse, especialmente en lugares públicos-… En la actualidad, la palabra es ampliamente utilizada en un sentido bastante parecido al original, pero con ella se designa preferentemente al mal en sí mismo y no a sus manifestaciones corporales”.
Los protestantes, junto con los liberales y masones, fueron señalados por el conservadurismo latinoamericano decimonónico como el mal en sí mismo. Los subvertidores del paraíso que era la América Latina con una sola confesión religiosa, la católica romana. La unidad religiosa era, en esa perspectiva conservadora, un bien en sí mismo y el sólo hecho de opinar otra cosa denotaba solidaridad con lo avieso, lo antinatural, lo extranjerizante.
Ejemplifiquemos con el caso mexicano lo que con matices e intensidades diferentes vivieron los protestantes por toda América Latina. Cuando las leyes permitieron la expresión pública de creencias distintas al catolicismo, como en México a partir de la Ley de libertad de cultos del 4 de diciembre de 1860 promulgada por Benito Juárez, se le auguraba a las naciones del Continente toda clase de calamidades por atacar el predominio de la Iglesia católica. Los corridos, esa forma mexicana de narrar los acontecimientos, reflejaron los temores y fueron utilizados como armas para enfrentar a Juárez y sus seguidores, quienes habían abierto la “caja de Pandora” del protestantismo. Fue así que en uno de los corridos antijuaristas se cantaba lo siguiente: “Madre mía de Guadalupe, protege a esta Nación; que protestantes tenemos y corrompen la razón”.
El comentario de Jaques Lafaye es certero al enfatizar que “En estos sencillos versos está cifrada la complejidad espiritual de América Latina. La ´razón´ (es decir el modo de pensar de la ´gente de razón´) se confunde con la religión (por cierto, se trata de la ´verdadera religión´, o sea, la católica romana), y la irracionalidad o la perversión del juicio se identifican con la herejía por antonomasia: la protestante. Toda forma de racionalismo ateo, o simplemente heterodoxo, es asimilado a la herejía. A la inversa, la devoción –en especial la devoción a la Virgen María (en sus distintas imágenes nacionales o regionales)- se ha convertido en la expresión suprema de la verdad y la cultura” (
Mesías, cruzados y utopías. El judeo-cristianismo en las sociedades iberoamericanas, México, FCE, 1997, p. 15).
Las respuestas, desde los ámbitos protestantes, a las acusaciones de ser elementos corruptores de la latinoamericanidad fueron variadas. Pero una era reiterada, a los ejercicios estigmatizadores se le anteponía un sentido de dignidad que caracterizaba al protestantismo que se iba naturalizando en tierras de América Latina. Esa dignidad, a ojos de uno de los intelectuales protestantes más agudos y prolíficos que fue presidente del Congreso Evangélico Hispanoamericano de la Habana, Cuba (1929), Gonzalo Báez-Camargo, radicaba en que el protestantismo tenía una vocación libertaria y, en América Latina, sin ligas con la Conquista y sus lastres. En la siguiente cita donde dice México bien puede sustituirse por los distintos países de nuestro Continente, porque siguieron pautas muy similares:
La circunstancia… de haber surgido en México al amparo de la bandera liberal, así como su propio genio libertario y democrático, hicieron que los adeptos del protestantismo nacional se identificaran desde luego con el espíritu y la tradición histórica del liberalismo mexicano.
La enseñanza de la historia y del civismo en las escuelas protestantes se impartió siempre desde el punto de vista democrático y liberal, que entronca con el movimiento de la Independencia y el México oprimido de la Dominación Española.
En resumen, el protestantismo mexicano no tiene absolutamente ninguna liga ni con la Conquista ni con la Dominación Española, ni con las clases que resultaron privilegiadas por dicha dominación, ni con el partido conservador que dichas clases formaron para mantener sus privilegios después de la revolución reivindicadora de la Independencia. Por su propia naturaleza, y por las circunstancias históricas de su aparición en México, el protestantismo ha hecho suya la tradición histórica de los indios conquistados y esclavizados, de las heroicas chusmas insurgentes y de los indómitos chinacos de la Reforma [juarista] (
El cristianismo evangélico en México: su tradición histórica, su actuación práctica, sus postulados sociales, documento del que Báez-Camargo fuera principal redactor, 1934).
Resumimos lo planteado en nuestro artículo: a la invisibilización a que su entorno quería relegarles, los protestantes dieron, y en alguna medida siguen dando, la lid por hacerse visibles y parte de las naciones latinoamericanas. Han ido forjando nuevas formas de ser latinoamericanos, abriendo el abanico de identidades. De cara a los múltiples ejercicios estigmatizadores, que hoy todavía repiten consignas decimonónicas, los cristianos evangélicos elaboraron argumentos que fortalecían su dignidad y sus derechos en sociedades crecientemente diversificadas.
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