No obstante, fue el genetista ruso, Theodosius Dobzhansky, quien en 1937 convenció al mundo científico de que la genética y el darwinismo podían llevarse bastante bien. Propuso que aunque el efecto de varias mutaciones podía ser mínimo, la selección natural era capaz de jugar con ellas y favorecerlas o eliminarlas a su antojo, provocando así la evolución de las especies. Tales ideas se conocen como la teoría sintética o neodarwinismo.
Pues bien, en la actualidad vuelve a ser otra vez la genética quien viene a rechazar los argumentos de Dobzhansky, a propósito del descubrimiento de los llamados genes Hox. Las mutaciones provocadas en la mosca del vinagre, la famosa Drosophila, se conocen casi desde principios del siglo XX. En 1915 se encontró una mutación que transformaba el cuerpo de la mosca. Cambiaba la parte anterior del tercer segmento del tórax (que suele poseer unos pequeños órganos capaces de estabilizar el vuelo, llamados halterios) por una copia del segundo segmento, que es donde van las alas. El genetista que descubrió esta mutación, Calvin Bridges, la llamó bithorax. Cuatro años más tarde encontró otra mutación, la bithoraxoid, que hacía lo mismo pero con la parte posterior de dichos segmentos. Pues bien,
la combinación de ambas mutaciones daba lugar a una mosca con cuatro alas en vez de dos y ocho patas como las arañas. Una verdadera pesadilla para los neodarwinistas.
Los genes del tipo bithorax donde se producen tales mutaciones reciben el nombre de genes Hox y actualmente se conocen ya docenas de ellos. Se ha descubierto que su función principal es regular a otros genes y que están dispuestos en el cromosoma en fila y en el mismo orden que las partes del cuerpo sobre las que actúa cada uno de ellos.
Pero lo más extraordinario y que ha dejado perplejos a los investigadores es que
tales genes no son exclusivos de la mosca Drosophila sino que existen en todos los animales y en el ser humano. El orden de estos genes es siempre el mismo en todas las especies, a la izquierda los que especifican la cabeza, después los del tronco y a la derecha los del abdomen. Además se ha comprobado que son intercambiables entre especies. Un gen Hox llamado Deformed especifica la cabeza de la mosca, pero también la de un sapo, un ratón y un hombre. Esto significa que un
gen Hox humano puede curar a una mosca que tenga el suyo mutado, pero no le producirá una pequeña cabecita humana sino una de mosca. Estos genes no crean estructuras, sólo seleccionan aquellas que tiene disponible cada especie animal.
Este descubrimiento constituye la mayor sorpresa para los biólogos en los últimos cien años. Desde Darwin se había creído que todas las estructuras de los seres vivos, incluidos los genes, evolucionaban desde lo simple a lo complejo. Los animales primitivos debían tener genes primitivos. Según tal criterio, era de esperar que una mosca tuviera genes mucho más simples que un ser humano ya que su cuerpo es también mucho más sencillo. Además lo lógico sería esperar profundas diferencias entre los genes de seres tan alejados entre sí en la escala evolutiva. Cientos de millones de años de mutaciones y selección natural habrían impedido que genes de mosca y de hombre pudieran siquiera parecerse lo más mínimo. Sin embargo, los genes Hox vienen a decir que todo esto era erróneo y que el darwinismo es incapaz de explicar el genoma de las especies vivas.
El biólogo evolucionista, Javier Sampedro, lo expresa así: “Se trata en mi opinión, del conjunto de hechos más sorprendente y enigmático que la genética ha descubierto en toda su historia, porque revela que toda la deslumbrante diversidad animal de este planeta, desde los ácaros de la moqueta hasta los ministros de cultura pasando por los berberechos y los gusanos que les parasitan, no son más que ajustes menores de un meticuloso plan de diseño que la evolución inventó una sola vez, hace unos 600 millones de años. Y que, sin embargo, es tan eficaz y versátil que sirve para construir casi cualquier cosa que uno quiera imaginar, nade corra vuele o resuelva ecuaciones diferenciales. Nadie, absolutamente nadie, se hubiera imaginado una cosa semejante hace 20 años, no digamos ya en tiempos de Darwin.” (Sampedro, Deconstruyendo a Darwin, Crítica, 2002: 98) Si se sustituye en este párrafo “la evolución” por “el Creador” se entiende mucho mejor la sorpresa que se ha llevado el estamento científico.
Los genes Hox no se han ido gestando lentamente a lo largo de 600 millones de años de evolución gradual, ni se han producido por macromutaciones o según el equilibrio puntuado: estaban ahí desde el principio de la creación.
Si uno de estos genes Hox procedente de un hombre es capaz de curar a su equivalente en la mosca, es evidente que los genes Hox han conservado muy bien su función y no han cambiado a lo largo de las eras.
Las alteraciones en dichos genes producen cambios importantes en los animales que en vez de mejorarlos les perjudican notablemente. Las moscas con cuatro alas y cuatro pares de patas son organismos deficientes incapaces de dejar descendientes fértiles que mejoren la raza.
Quien se empecine en no ver la mano de una inteligencia superior detrás de los genes Hox y quiera seguir apelando a la imposible evolución ciega de la materia, allá él con su conciencia. Pero que no pretenda acusar de fanatismo religioso a quienes concluyen que la lógica y la sensatez de los hechos observados imponen el diseño y no el azar. También hay fanatismo en el seno de la ciencia.
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