Más aún cuando miro el terreno embarrado, las calles intuidas por casas bajas de paredes pastel y hongo, creciendo en medio de pequeñas selvas, con un alumbrado que consiste en unas cuantas faros pendidas de un hilo que provoca zumbidos en la tarde, y alternando con algunas farolas plantadas como cualquier árbol… los perros flacos, las señales de paso de un autobús que pasará en unos días (si alguien no lo remedia, aunque tampoco es algo que preocupe demasiado), y a medida que avanzo arrastrando los pies por la tierra apelmazada gracias a la fina lluvia y persistente, unos sombreros se giran en mi dirección, preguntándose de dónde habré salido, pues es obvio que estoy un poco perdido y lejos de mi hogar.
Encuentro este pueblo que no sale en el mapa, y del que no consigo averiguar su nombre, cuando bajo un trecho sin vegetación hacia el camino que me llevará a Canoas. Apenas mide un kilómetro de punta a punta, y surge inesperadamente tras un raro mosaico de monos saltarines, aguacates, orquídeas un tanto pestilentes, ceibas y ébanos, y después de cruzar un pequeño río de agua fresca y peces plateados ajenos a nuestra visita.
Cuando rodeo una casa de tonos azulados y tejas colocadas a medias, me encuentro con el edificio. He visto varias iglesias parecidas en el camino. Pálidas y cuidadas. Con su propia plaza abierta, encuadrándolas y creando un ambiente previo a la entrada, siempre más oscura, con una bruma invisible para el paso de la claridad al altar y las filas de bancos de madera crujiente color caoba.
Ésta permanece agazapada tras las casas apiñadas irregularmente, sin plaza alrededor, y refleja el intenso sol, cegándonos. La rodeamos y la encontramos sola. En la parte de atrás, por una desvencijada puerta de madera grande y pesada llena de arrugas, accedemos al interior, donde sólo vive el polvo, los bancos y las telarañas. Al fondo, junto a un altar con sombras de cruces que han sido extirpadas, vemos una luz recortando un recuadro donde tuvo de existir una puerta.
Llegamos al umbral, y encontramos flores vaporosas y una vela que pronto se consumirá, carmesí y mortal. Al salir, entre estornudos, puedo escuchar a alguien tras uno de los ventanales, extendiendo algo líquido en las paredes, como arrojando cal. Efectivamente, un par de personas pintan blanco sobre blanco, mojando unas brochas de pelo muy abierto en un cubo que contiene una pintura blanca de textura similar a los tintes sintéticos que suelen utilizarse a tal efecto, pero conservando un brillo especial. Al cubrir la superficie lisa, casi como cubierta por gelatina, de la pared exterior del templo, se crea una sensación de piel resistente a los elementos. Parece que el fin no es otro que el de mantener intacto el lugar para la eternidad y para los despistados que nos aventuramos por estos lugares difíciles de localizar a no ser que se cargue con el mapa de la oportunidad.
Más que por su apariencia y por su arquitectura, las iglesias son los únicos lugares que se definen por el lugar donde se encuentran, y por la función que cumplen en medio de todo lo que las rodea.
Walter no consigue entenderse con los escasos habitantes; quizá hablen en esa rama chol de la lengua maya que oíamos en Chiquimula, pero es una lengua que él no conoce. Lo único que consigue arrancar a un muchacho que corretea descalzo es que los habitantes llevan años pintando la iglesia. Esperan a que la pintura se seque, y vuelven a dar otra capa. Nadie cuida de la iglesia. Nadie busca descanso allí. Únicamente capa sobre capa para siempre.
Tampoco sabemos cómo se mantienen, probablemente se dediquen a la agricultura, al cultivo de… no sabemos, aunque nos tropezamos con alguien que carga un saco de aguacates. Por lo que hemos visto, siguen pintando y repintando la iglesia blanca, brillante. Por ella no ha de pasar el tiempo. Les dejamos así, no nos atrevemos a seguir indagando.
Una pregunta me viene cuando salgo del pueblo y vuelvo insistentemente la vista atrás: “¿lo habré soñado todo?”.
Si quieres comentar o