Atrás quedaron las tierras cálidas, las lluvias copiosas, los vapores volcánicos; atrás quedaron los días calcáreos y las ligeras brumas de primera hora de la mañana; atrás los fragmentos dispersos de cultura atávica, y los frondosos panoramas de bananos y bayas color cereza acotando las carreteras de polvo gris.
Atrás quedaron las napas de petróleo diseminadas entre plantaciones trabajadas con sudores y lágrimas, con manos ásperas y huecas arrugas en la frente. Atrás las lagunas de mercurio, y el viento de plomo. Atrás los susurros del Caribe.
Atrás deberían quedar las diferencias entre ladinos e indios. Atrás la pobreza de las alturas y el ensimismamiento urbano. Atrás la sangre de la herida y las cicatrices sin calma. Atrás el sudor que erosionó la Baja Verapaz, el raro Progreso.
Usumacinta me es ajena, me separó días atrás de un Méjico también tan ajeno y tan poco de mi propiedad como lo es el cinturón de Kuiper, que los narradores de cuentos viejos como la sal afirman que puede contemplarse en las noches templadas… justo detrás del aliento de Dios.
Atrás hemos dejado muchas cosas, pero no los peligros. Como campos inabarcables de amargura y trigo, no podemos olvidarnos de los peligros interpuestos por los que quedaron, y los que hemos llegado, por los que permanecen, y los que nacerán en la cuna de las aves exóticas y los rumores de guerrilla.
En cualquier momento podemos perder algo de nuestro equipaje, que por otra parte no puede ser muy abultado. Ser raudos y astutos mientras atravesamos selvas y blancos troncos de árboles, es nuestra mejor arma para cubrir los peligros que nos encontramos: trozos de vestimenta que se nos aparecen como fantasmas enredados en hojas, carreteras que simbolizan el comprometido avance del hombre vagando sin descanso por el mundo, las fauces sorprendentes del jaguar y el hambre del cocodrilo desplegando sus lágrimas ante el éxtasis de la comida, la falta de admiración ante lo que la selva puede formar por sí misma, sin ayuda de nadie…
Una vez rebasada Sierra Madre, y con El Salvador a unos cuantos kilómetros, comienzo a ser consciente del lugar y la situación donde me encuentro. Miro las copas alargadas de los árboles, y donde sólo aparecen hojas, en el fondo subyace un mensaje de pobreza para algunos, riqueza para otros, y no podemos intuir la variedad de usos de esa madera: desde construcción de balsas y extracción de savia para ungüentos y aceites, hasta fabricación de goma de mascar.
Hallamos un claro entre cúmulos de hoja seca y seguimos avanzando. De vez en cuando me palpo la mochila, y creo que todo sigue en orden. También en ocasiones palpo en mi memoria los motivos que me llevaron a viajar, y cómo ha cambiado todo, de modo que ya no me encuentro para nada en la misma situación, ni con las mismas personas (pues ya no soy el mismo). El cambio trae alegrías, incertidumbres y peligros con los que hay que atreverse a caminar. Incluso la fe que forma parte de mi bolsa de viaje se enfrenta cada día a nuevos accidentes en el terreno, a nuevas cicatrices, que no se podían apreciar en el mapa. Ni siquiera en un terreno donde me siento bien estoy exento del deber de mantenerme alerta.
Llevo una buena colección de heridas en los brazos. Mañana se volverán cicatrices que no quiero esconder. No quiero irme del mundo sin ellas, aunque ya ni recuerde su origen. Pues cuando uno se acostumbra a intuir, o a pretender que conoce el camino, suele equivocarse. Al menos cuando se es tan despistado como yo, que siempre presto atención a las cosas que parecen más inútiles, para acabar por perder en ocasiones el sendero de migas de pan. O de granos de maíz, como se prefiera.
Si quieres comentar o