Un silencio valioso

Se postró en tierra abandonándose al llanto. Al cabo de un rato experimentó un consuelo reparador y una paz profunda.

Levantó su cabeza y miró a su alrededor con sus ojos aún empañados de lágrimas. Mientras se los secaba se decía: “¿Dónde he venido a parar?”. Aunque creyó se trataba de una iglesia, allí no había púlpito ni bancos ni imágenes ni altar. ¿Quizá era una mezquita por el enmoquetado?

El caso es que se interesó por las personas que regentaban el local. Preguntó a los presentes y nadie sabía de pastores, ni de curas, ni de imanes. Algunos hablaban de un portero que abría el local a las cinco de la mañana y lo cerraba a las doce de la noche. Optó por esperar hasta esa hora para hablar con él.

—La paz de este lugar —le dijo uno de los visitantes sin que él hubiera salido de su perplejidad—me permite hacer autoexamen.
—No he encontrado lugar donde pueda orar —comentaba otro sumándose al grupo—con la paz que encuentro aquí.
—Cuando Dios calla ¿por qué hay siempre quien se empeña en hablar en su nombre? —se preguntaba una anciana arrodillada cerca de ellos— aquí estoy segura de no escuchar voces humanas. Pero es donde más deseo que Dios hable.

Pasado el tiempo distinguió en el dintel de la puerta unas palabras medio borradas que decían: “Tiempo y lugar dedicados a Dios”. Al fin supo que se trataba de un local para uso religioso.

Más tarde apareció el portero y nuestro personaje le detalló lo providencial que fue para él encontrar aquel lugar donde poder llorar dada la situación por la que estaba pasando. Se sentía agradecido y quería compensarlo de algún modo.

—Este lugar había pertenecido a una iglesia que acabó mal —contestó el recién llegado— fieles, diáconos y pastores no se entendieron y se dispersaron. Yo continué con mi trabajo de abrir y cerrar el local. Mantener una iglesia es una gestión complicadísima, pero la necesidad más elemental es disponer de un lugar y de un tiempo para Dios. Y eso lo puede proporcionar un simple portero como yo.
—Me gustaría —dijo con sinceridad— hacer alguna aportación económica para el mantenimiento del local.
—No se preocupe —respondió con decisión el portero— hasta el día de hoy es un gasto que puedo sufragar.
—¿Y entonces?
—La única aportación que le pido es su silencio —concluyó el portero— entre los anteriores ocupantes había reconocidos oradores, y naufragaron. No lo dude, el silencio es tan escaso como valioso. El suyo también es necesario y aquí adquiere un cariz único y especial. Vuelva cuando quiera.