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Por qué no te callas (2)

Seguramente todos recordamos aquel breve pero filoso “juego de espadas” sostenido en Santiago de Chile por el rey Juan Carlos y el presidente Hugo Chávez. Y también recordamos cómo, poco tiempo después, cuando ambos se volvieron a encontrar, esta vez en Barcelona, platicaron felices y hasta se abrazaron con la cara llena de risa, echándole tierrita al incidente; tierrita diplomática, claro está, esa que sirve para hacer sonreír cuando por dentro nos está llevando Candanga. ¡Oh, la diplomacia, ve
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 25 DE OCTUBRE DE 2008 22:00 h

Nosotros, en cambio, carentes de tal habilidad, con frecuencia nos hacemos parte de uno o del otro bando llegando a extremos tales que hasta nos damos de pescozones (quizás no necesariamente físicos aunque sí dialécticos) dejando incluso que la sangre llegue hasta el río por una disputa que no nos pertenece y que los que la originaron superaron sin problemas hasta la próxima, la que también superarán con igual displicencia.

Pero no vamos a volver sobre lo mismo en esta ocasión. Aquel ruego del rey, dicho en un tonillo imperativo, lo que lo ubica entre una solicitud y una orden, se viene escuchando casi desde que el mundo es mundo. Para no ir demasiado atrás en los registros históricos, detengámonos un momento en el instante cuando Jesús se aprestaba a entrar, triunfalmente, en Jerusalén. Había mandado a dos de sus discípulos a que desataran y le llevaran un asnillo sobre el cual nadie aun había cabalgado. El evangelista Lucas dice que «toda la multitud de sus discípulos, gozándose, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas que habían visto» (Lc. 19:37). «Toda la multitud» nos sugiere que era mucha la gente que unió sus voces de júbilo en un solo coro armónico por la emoción que significaba tener al Maestro de Galilea «al alcance de la mano».

Porque aquello no era cosa de todos los días.

Jerusalén, con ser la capital religiosa de la nación israelita, no había sido escenario común del quehacer de Jesús. Su misión profética la había comenzado el Señor en Nazaret y aunque, por un lado, los caminos galileanos habían llenado de polvo sus sandalias, por el otro, le habían llenado de gozo el corazón. Nacido en Belén de Judea, a Jerusalén la había mirado de lejos.

¡Mirar de lejos!

¿No fue el rey David quien dijo algo sobre mirar de lejos? Buscamos y encontramos. Salmos 138:6: «Porque el Señor es excelso, y atiende al humilde, mas al altivo mira de lejos».

Jerusalén, sede del gobierno político-religioso de la nación, era una ciudad altiva y altivos los que la controlaban, lo que quedó confirmado poco después de ocurrir los hechos que dieron origen al pasaje que comentamos, cuando coaccionando a autoridades e instrumentalizando al pueblo llevaron a Jesús a la muerte; en cambio, Galilea era una región humilde. Jesús, por lo tanto, y nos atrevemos a interpretar aquí una faceta de la personalidad de Dios, se sentía bien junto a la gente sencilla pero de los que se daban ínfulas prefería mantenerse a distancia. ¿No sigue siendo así en el día de hoy? Dios, el Omnipotente, el Terrible, el Pulento disfruta sentándose a compartir la mesa con los sencillos donde puede haber solo pan y agua, pan y agua que, sin embargo, condimentados con una buena porción de amor saben a cielo al paladar del Señor. Pero a los otros ?póngale usted el calificativo que quiera?, en lugar de sentarse a disfrutar de los manjares que pudieren ofrecerle no para agasajarlo sino para darse ínfulas, precisamente, prefiere desbaratarle las mesas y arremeter, látigo en mano y rostro endurecido por la indignación, contra su hipocresía y sus negocios desarrollados, muchas veces, a la sombra del aparato religioso y, lo que es peor, usando su nombre para beneficio propio.

¿Quieres que Jesús se acerque a ti y se siente a tu mesa? Busca la humildad y búscalo a Él en humildad. ¿Quieres mantener al Señor alejado de ti? Sigue siendo altivo. ¡A ver quién gana!

Volviendo al asunto que nos ocupa, no deja de ser llamativo encontrarnos con que en Jerusalén haya tenido Jesús tantos discípulos y que la gente supiera de los hechos portentosos que había llevado a cabo a lo largo de los tres años que había convivido con el pueblo. Aunque en aquellos tiempos no existían las redes de comunicación que conocemos hoy ni los grandes consorcios manipuladores de noticias que controlan el flujo informativo mundial decidiendo qué se publica y qué no según favorezca a sus intereses por lo general mercantilistas, aparentemente funcionaba tan bien, o mejor, el correo voceado. Las cosas se conocían por la intercomunicación más ágil y antigua. El rumor se transformaba en noticia en alas de la palabra de quienes iban y venían por aquellas tierras de Dios. Jesús, por lo tanto, no era un desconocido en Jerusalén.

El gozo era grande. Y la emoción, mayor. Queriendo decirle a Jesús su admiración y cariño, la gente echaba sus mantos a su paso junto con ramas cortadas de los árboles circundantes, mientras lo acompañaba gritando: «Bendito el rey que viene en el nombre del Señor», «Hosanna al Hijo de David».

A los oídos del Maestro aquello sonaba como un reconocimiento espontáneo a su calidad de Hijo de Dios; sin embargo, hubo quienes sintieron que sus oídos chirriaban de dolor ante tales palabras. Era el establishment el que se sentía molesto. Los que tenían en su poder el control de la autoridad religiosa, política, social e incluso familiar.

El establishment, el de ayer y el de hoy, que no quiere que lo perturben en sus privilegios y ventajas con que vive. La voz del pueblo hay que acallarla. Disgusta, molesta, desafina, responde a deseos espurios, perturba.

«Maestro, reprende a tus discípulos». Entendiendo que aquel «reprende a tus discípulos» no era otra cosa sino una versión embozada del moderno «¡Por qué no te callas!» Jesús les respondió con el mismo vigor con que se refirió a la clase dirigente cuando les dijo: «Sepulcros blanqueados, que por fuera os véis muy respetables pero que por dentro no sois más que podredumbre, huesos de muertos en descomposición, carne comida por gusanos» (paráfrasis de Mateo 23:27) «Os digo que si estos callaran, las piedras clamarían».(*)

En lo que respecta a las voces que se alzan para alabar a Dios y exponer las bondades del Evangelio de Jesucristo, no han faltado los que, a lo largo de la historia, han querido acallarlas. Y usando los más diversos expedientes, incluyendo la agresión física y la muerte, han lanzado una tras otra ofensivas criminales para lograr sus propósitos. Sin embargo, quienes así han actuado no han tenido en cuenta la verdad expuesta por el maestro Gamaliel quien advirtió, en defensa de los primeros apóstoles, que si el movimiento que representaban era de Dios, nadie ni nada los podría hacer callar. Y así ha ocurrido. Después de veinte siglos y de miles de intentos, el Evangelio sigue adelante sin que nadie pueda detener su avance.

En lo que respecta a los pobres de la tierra, ocurre lo mismo. Por más esfuerzos que se hacen por silenciarlos, no se ha podido ni se podrá. Y no se puede ni se podrá porque la voz del pueblo es la voz de Dios. Vox populi Vox Dei. Y a Dios no se lo puede silenciar. El establishment podrá prolongar la agonía de los menesterosos y explotados, pero sus voces de protesta seguirán oyéndose; podrá incrementar en forma alarmante el número de niños que en el mundo mueren por hambre, pero sus voces seguirán oyéndose cada vez más fuerte; podrán seguir destruyendo el medio ambiente a través de una tala criminal de árboles transformando nuestros terrenos cultivables en desiertos, pero sus ambiciones terminarán atosigándolos; podrán seguir acumulando dinero ?que como dice un correo que acaba de entrar en mi ordenador muy pronto no valdrá nada y todos aquellos que se han dedicado a acumular millones y trillones y cuatrillones se quedarán con toneladas de papel verde sin ningún valor? pero las voces de los humildes, las voces de los sin voz, seguirán resonando orbi et orbi.

«Si estos callaran, las piedras clamarían».

«Maquina el impío contra el justo, y cruje contra él sus dientes;
El Señor se reirá de él; porque ve que viene su día.
Los impíos desenvainan espada y entesan su arco, para derribar al pobre y al menesteroso,
Para matar a los de recto proceder.
Su espada entrará en su mismo corazón, y su arco será quebrado.
Mejor es lo poco del justo, que las riquezas de muchos pecadores.
Porque los brazos del impío serán quebrados;
Mas el que sostiene al justo es Jehová»
(Salmo 37:12-17).



(*) Entre las tantas cosas que he leído en mi vida, no recuerdo que alguien haya puesto a mi alcance una traducción actualizada de aquellas palabras de Jesús. Le presento un desafío: Escríbame poniendo en expresiones de hoy Mateo 23:27.
 

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