Ya arriba, con anteojos de larga vista y haciéndonos sombra con la mano para tratar de evitar el fulgor de las estrellas que esa noche parecían haberse vestido de sus mejores galas, auscultamos el cielo tratando de ubicar al dichoso cometa. Mientras lo hacíamos, pensábamos con lástima en quienes se habían quedado abajo. Sin embargo, poco nos duró la satisfacción porque de pronto apareció volando por sobre nuestras cabezas en una serie de giros interminables, un avión de la otrora LACSA (Líneas Aéreas Costarricenses, S.A.). Había sido contratado por un grupo de fanáticos peores que nosotros, con el fin de «acercarse» aun más y ver mejor al misterioso personaje itinerante. Nos pasamos toda la noche tratando de distinguir a Halley de las innumerables estrellas de diversos fulgores que no paraban de hacernos guiños. Al final, y cuando ya estaba a punto de amanecer, decidimos quedarnos con la idea de que un fulgor difuso que permanecía estático ante nuestros ojos casi al nivel del horizonte era el cometa.
Nos atraen los fenómenos celestes y daríamos lo que sea por ver despejadas algunas incógnitas que tienen que ver con estas cosas. Nos atraen, asimismo los espectáculos y los show religiosos.
En los últimos años, han alcanzado cierta notoriedad algunos aventureros que sin preocuparles ganarse la fama de astronautas de pacotilla, han gastado cientos de miles de dólares para que alguien los encumbre en un «viaje espacial» de mentira que debe ser tan emocionante como nuestra excursión al Volcán Irazú.
Cuarenta días después de la resurrección de Jesús, se produjo el espectáculo más sorprendente que ojos humanos hayan tenido el privilegio de ver. Desde una colina en las afueras de Jerusalén, el Cristo resucitado ascendía al cielo. Los evangelios y algunas cartas nos dan cuenta del hecho con trazos literarios bastante escuetos y, diríamos, hasta mezquinos.
Hay quienes afirman que los más de quinientos que se mencionan en 1 Corintios 15.6 son los que fueron testigos del acontecimiento. Si tal afirmación es correcta, nuestro primer pensamiento es que todas esas personas eran discípulos de Jesús; gente que se había identificado con él en su vida, en su pasión, en su muerte y en su resurrección. Gente que de alguna manera se había ganado el derecho de observar uno de los pasajes más conmovedores en la vida de Cristo: su regreso a la Casa del Padre con un cuerpo glorificado y la satisfacción del deber cumplido.
Dos cosas nos llaman la atención en este suceso. Uno, que, curiosamente en pleno ascenso, hizo su aparición una nube que ocultó a Jesús de los ojos de la gente. ¡Cuántos de aquellos ojos curiosos se habrán impacientado esperando que la nube se moviera para retomar la visión del Cristo ascendiendo! Pero la tal nube no se movió. Y fue ella la que marcó el fin del espectáculo.
Se nos dice que en ese momento
dos seres angelicales se materializaron junto a la multitud y les dijeron algo. El evangelista Lucas, en el relato que nos ofrece en el primer capítulo de Hechos, dice que hablaron a la gente de una manera específica:
«Varones galileos» les dijeron, «¿por qué estáis mirando al cielo?» La idea encerrada en aquellas palabras, sin embargo, no parece ser esa. Más bien, lo que ellos están queriendo decir es: «¡Señores, el espectáculo ha terminado! Hagan ahora lo que Jesús les ordenó: Váyanse a Jerusalén y esperen allí la venida del Espíritu Santo».
¡Cuánta falta hacen en el día presente estos enviados de Dios para que paren el show! Cantantes, predicadores, sanadores, conjuntos musicales y hasta escritores dan vida a espectáculos religiosos donde se pretende que el personaje central sea Cristo. Programas de televisión donde se pretende reflejar la imagen del Maestro y lo único que se hace es proyectar la sombra de una gran nube que no deja ver al Señor de la gloria.
Hoy hacen falta visitantes celestiales puros o encarnados en creyentes imbuidos del espíritu de Cristo para que pongan fin al show en el cual no tiene participación ni Cristo, que se ha ido, ni el Espíritu Santo que aun no ha llegado.
El relato bíblico nos sugiere que eran quinientos los que presenciaron la ascensión de Jesús. ¿Quiénes conformaban esa pequeña multitud? ¿Discípulos? ¿Creyentes? ¿Invitados especiales? ¿Gente seleccionada? ¿Autoridades políticas y religiosas? ¿Curiosos? Difícilmente podríamos pensar que Jesús y sus discípulos hicieron una lista de las personas a las que iban a invitar a que estuvieran presentes en el acto de la ascensión del Señor. No sabemos cómo llegaron. Ni tampoco sabemos cómo se fueron. Pero lo que sí sabemos es que de esos quinientos, solo ciento veinte acataron la orden del Maestro. «Les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí».
Aparentemente, aquellas personas eran de Galilea. Y a su regreso a casa, sin duda que tenían que pasar por Jerusalén. «No se vayan de allí, sino esperen» fueron las instrucciones. Es probable que hayan esperado, pero no en el lugar donde se reunieron Pedro y los discípulos convertidos ahora en apóstoles y con las mujeres y María, la madre de Jesús y sus hermanos.
¿Qué pasó con esos trescientos ochenta? Como no tenemos una base bíblica para saberlo, podemos suponer varias cosas. Una de ellas es la falta de interés en comprometerse con la nueva fe que empezaba a conmover al mundo.
La falta de compromiso. ¡Qué tendencia más generalizada entre nosotros! Sin compromiso no hay responsabilidad; sin compromiso no hay perseverancia; sin compromiso no hay contribución efectiva a una causa; sin compromiso no hay sacrificios, ni molestias; sin compromiso no hay que darle cuentas a nadie; sin compromiso no hay espíritu de cuerpo; sin compromiso no hay manos extendidas para ayudar. Sin compromiso podemos quedarnos cómodamente sentados mirando cómo los demás luchan, se esfuerzan y se sacrifican por una causa que creen digna.
Trescientos ochenta no estuvieron dispuestos a comprometerse después que Jesús se hubo ido. Disfrutaron viendo al Maestro retornar a la diestra del Padre y de ahí, regresaron a su mediocridad.
¡Cuánta falta hace hoy día comprometernos con aquello en lo que creemos! Más aún si se trata de cosas del Reino.
(*) Por supuesto, estas cifras, con todo lo siderales que pudieran ser, las he sacado de la manga.
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