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Ford no está en el motor… lo inventó

La acción inteligente dirigida a un fin determinado se hace evidente de muchas maneras en la naturaleza. Pongamos un pequeño ejemplo sacado de la psicología animal. Si se construye un complicado laberinto en el que sólo exista una única manera de salir, después de girar correctamente a derecha e izquierda más de cien veces sin cometer ninguna equivocación, y se coloca dentro un ratón blanco con el fin de comprobar cuánto tarda en conseguirlo, lo más probable es esperar que se equivoque muchas ve
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 27 DE SEPTIEMBRE DE 2008 22:00 h

Sin embargo, ¿qué pensaría un investigador si el ratón se dirigiera veloz a la meta durante el primer intento y sin cometer ningún error? Pues, cabría creer que aquél ratón ya conocía de antemano el laberinto y había aprendido por donde pasar para salir pronto de él. Pero lo ilógico, sería pensar que sólo fue un golpe de suerte, una casualidad entre muchas posibles equivocaciones, ya que el ratón habría demostrado conocer bien el laberinto porque eligió acertadamente entre cientos de posibilidades en juego, sólo aquellas que le condujeron a la salida.

Pues bien, en el mundo natural ocurre algo parecido. La estructura íntima del universo y de los seres vivos es tan sofisticada y compleja que sólo se puede explicar satisfactoriamente apelando a una acción inteligente, capaz de escoger unas pocas posibilidades entre millones de otras que fueron sabiamente descartadas. Esto es lo que ha empezado a descubrir la matemática actual.

Pero además, la física y la química permiten investigar también qué facultades no fueron elegidas y por qué lo fueron las otras. Lo que se está viendo es que tal elección no pudo deberse al azar o a los mecanismos de la selección natural sin propósito. Tanto la precisa sincronización del cosmos que maravilla a los cosmólogos, como los minuciosos sistemas bioquímicos que operan en el interior de las células vivas o la ingente cantidad de información albergada en los cromosomas, conducen fácilmente al diseño inteligente y descartan el diseño aparente propuesto por el naturalismo.

La idea de que el diseño empapa el universo ha dejado de pertenecer al ámbito de la filosofía o la teología para invadir los territorios de la ciencia contemporánea, especialmente de la teoría matemática de la información y la complejidad, pero también de la cosmología, física, química y biología.

Cada vez resulta más evidente que las causas naturales por sí solas resultan incapaces para dar cuenta de la inteligencia que se detecta detrás de los procesos descubiertos. De esto se sigue que la demostración del diseño racional del universo ya no puede considerarse como una especulación filosófica o metafísica, sino que debe aceptarse como una deducción lógica de la investigación científica. Como afirma el filósofo y matemático estadounidense, William Dembski: “Las causas naturales son demasiado estúpidas para avanzar al mismo paso de las causas inteligentes. Hemos sospechado esto todo el tiempo. La teoría del diseño inteligente provee una demostración científica rigurosa de esta intuición de largos años” (DEMBSKI, W. A. 1998, The Design Inference: Eliminating Chance Throgh Small Probabilities, Hardcover, USA, p. 10).

¿Qué consecuencias se desprenden de todo esto? En primer lugar, la lógica sugiere que la inteligencia en el universo debe ser anterior a toda ley o acción natural y que no puede ser reducida a ellas. Una cosa son los mecanismos que operan en el mundo y otra muy diferente la sabiduría que los puso en funcionamiento. Por tanto, cualquier método de la ciencia humana que descarte de entrada la posibilidad de que el universo haya sido diseñado por una mente sabia y pretenda explicarlo todo como el simple producto de la casualidad, está de antemano condenado al fracaso y al error.

Esto es lo que explica el matemático cristiano, John C. Lennox, mediante la siguiente ilustración: “Supongamos un automóvil Ford. Cabe imaginar que alguien de una parte remota del mundo que lo viera por primera vez y que no tuviera ni idea de mecánica moderna pensara que dentro del motor hay un dios (el señor Ford) que hace que el coche ande. Podría incluso intuir que, si el motor funciona suavemente, es porque el Sr. Ford está de buenas, y si no funciona es porque el Sr. Ford tiene mal día. Por supuesto, si esa persona aprendiera mecánica y desmontara el motor a piezas, descubriría que dentro no hay ningún Sr. Ford, y que no es preciso implicar al Sr. Ford en el funcionamiento del coche. Para explicar cómo funciona el motor basta una cierta comprensión de los principios impersonales de la combustión interna. Hasta aquí, ningún problema. Ahora bien, si decidiera que la comprensión de los principios de funcionamiento del motor le impide creer que hubo un tal Sr. Ford que inventó el motor en un principio, nuestro personaje estaría equivocándose. ¡Sin un señor Ford que hubiera diseñado el mecanismo, no habría nada que comprender!” (LENNOX, J. C. 2003, ¿Ha enterrado la ciencia a Dios?, Clie, Terrassa, Barcelona, p. 31).

Este es precisamente el error que comete quien confunde las leyes y mecanismos del universo con su causa original o su sustentador. La comprensión de la creación no elimina la necesidad del Creador, más bien es al contrario. Cuando el prejuicio naturalista se empecina en esta actitud atea, se llega a auténticos callejones sin salida que impiden avanzar en el conocimiento de la realidad.

Desgraciadamente, esto es lo que ha venido ocurriendo desde los tiempos de la Ilustración. De ahí que ciertos sectores del conocimiento actual, pertenecientes sobre todo a las ciencias naturales y humanas, tengan que volver a analizarse desde la perspectiva del diseño inteligente. Al darle de lado y eliminar sistemáticamente el concepto de creación, la ciencia ha trabajado con muchas hipótesis equivocadas. Se ha supuesto generalmente, en contra de lo que mostraba la naturaleza, que la complejidad y el orden en el universo eran una adquisición reciente, resultado de la simplicidad y el caos inicial, generados por simple casualidad. Esto ha conducido a una visión reducida de la realidad que ha repercutido negativamente sobre la idea que hoy se tiene del mundo y del propio ser humano. Al querer eliminar al Creador, muchos filósofos y hombres de ciencia han caído en la deificación de la naturaleza. Se ha dotado a la materia de unos poderes míticos que no posee.

Pero, por otro lado, si se aceptan los planteamientos del diseño, ¿no se hace automáticamente imposible la verdadera investigación científica? Si se asume que las complejas leyes o los mecanismos naturales son así porque una inteligencia original los diseñó, ¿para qué continuar investigando si ya se conoce de entrada la respuesta fundamental? Frente a los retos que plantean la biología o la física al conocimiento humano, ¿no cabría el recurso fácil de decir: son así porque Dios los hizo así? ¿Entorpecería tal respuesta la tarea científica y sería como volver al recurso fácil del Dios tapagujeros?

La aceptación del diseño no tiene por qué detener a la ciencia sino que, al contrario, puede incentivarla sobre todo en aquellos asuntos en los que actualmente se encuentra atrapada. El darwinismo insiste todavía hoy en hacer creer cosas indemostrables, como que la compleja fisiología de los seres vivos, así como sus complicados engranajes bioquímicos, pueden explicarse perfectamente mediante el azar. Sin embargo, toda la evidencia científica se opone a esta afirmación y muchos investigadores intuyen que detrás de tales mecanismos existe algo muy ingenioso que hay que llegar a comprender.

Tal debería ser la misión de la ciencia a partir de ahora: analizar el funcionamiento de la inteligencia creadora; intentar responder a cuestiones acerca de por qué se dan ciertos procesos y no otros; si los seres vivos poseen un programa a corto plazo como es el código genético, ¿es posible que en cada especie o grupo exista también otro programa a más largo plazo que aún no se ha descubierto? ¿cómo influye el entorno en el plan interno de cada especie? ¿qué características tiene dicho programa, que hace posible la extraordinaria ubicuidad, la adaptación y el éxito de la vida en la Tierra? (CHAUVIN, R. 2000, Darwinismo. El fin de un mito, Espasa, Madrid).

La genética moderna, por ejemplo, si asume las implicaciones del diseño inteligente, tendría que abandonar la idea de que el llamado “ADN basura” de los cromosomas es un producto residual de la evolución que no sirve para nada. Pues, si todo lo vivo ha sido diseñado con una finalidad, cabría esperar que la mayor parte del ADN sirviera para algo. De hecho, esto último es precisamente lo que parecen sugerir los últimos descubrimientos. Al parecer, esta parte del genoma en las células eucariotas codifica un lenguaje que programa el crecimiento celular y el desarrollo orgánico. El desconocimiento momentáneo de sus funciones no significa que carezca de ellas.

Lo mismo se podría decir también de los denominados “órganos vestigiales” presentes en algunos animales y considerados como restos de estructuras que poseyeron cierta función en el pasado, pero que en la actualidad serían inservibles. En este sentido, antiguamente se creía que el apéndice vermiforme humano, o el coxis, eran estructuras carentes de función. Sin embargo, la investigación médica descubrió después que el primero es un componente funcional del sistema inmunitario, mientras que el segundo constituye un anclaje importante para los músculos conectados al suelo pélvico. Desde luego, ambos poseen una función concreta.

La zoología debería plantearse también, desde la perspectiva del diseño inteligente, por qué es posible clasificar a los animales en grupos perfectamente definidos y delimitados. ¿Qué lógica se esconde detrás de cada género, familia o clase? ¿es esto lo que cabría esperar si se hubiera producido una evolución como la que propuso Darwin? ¿qué programa innato conduce a las distintas especies a reaccionar con el medio ambiente, adaptarse a él y transmitir sus caracteres distintivos a la descendencia? ¿es correcto extrapolar las pequeñas variaciones que se observan dentro de las especies a los asombrosos cambios que requiere el evolucionismo? ¿cuál es el misterioso plan general de la naturaleza que se esconde detrás de esa increíble diversidad de formas y estilos de vida?

El diseño no acaba con la ciencia sino que la enriquece más aún y hace que recobre el espíritu de sus orígenes. Igual que aquellos científicos del siglo XVII, los investigadores de hoy deben acercarse a la naturaleza con respeto y con la admiración de quien está pisando terreno cultivado por la mente del universo. Si Dios ha creado, ¿por qué lo ha hecho precisamente así? ¿qué razones tenía para ello? ¿son las especies todo lo óptimas que podrían ser? ¿ha habido degradación o degeneración desde el momento de la creación? ¿cuál es el propósito de tales diseños? El diseño promueve todo un conjunto de preguntas nuevas y fomenta un nuevo estilo de investigación, capaz de sacar a la ciencia del atolladero en que se encuentra actualmente.

Si los seres naturales fueron diseñados para desenvolverse dentro de ciertos límites, ¿es adecuado, sabio y ético traspasarlos? ¿es posible descubrir tales limitaciones? ¿con qué fin fue diseñado el ser humano? Los descubrimientos científicos en este sentido tendrían importantes repercusiones sociales, bioéticas e incluso espirituales. Quizá muchos de los conflictos y problemas que padece hoy la humanidad se deban precisamente al desconocimiento de la esencia del hombre, así como al origen divino de todo lo material. El respeto a la humanidad y a la naturaleza pueden desvanecerse cuando se cree que sólo somos el producto de una casualidad improbable. Pero si, por el contrario, una inteligencia trascendente es la causa de todo lo que vemos, entonces debe ser también capaz de darse a conocer a sí misma, de manifestarse o revelarse al mayor intelecto conocido de la creación, el ser humano.
 

 


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