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Leonard Cohen en Benicàssim

FIB (I)

Festival Internacional de Benicàssim, FIB, 17-20 de julio de 2008 Atardecer sobre la playa de Benicàssim. Domingo, 20 de julio. Una ligera brisa arrastra cualquier sonido, cualquier suspiro, cualquier atisbo de palabra. 30.000 personas entran en una dimensión atemporal, tocada por la magia de uno de los grandes poetas contemporáneos. LEONARD COHEN, sonriente, consigue que su “Hallelujah” –
33RPM AUTOR e-Luthiers 19 DE SEPTIEMBRE DE 2008 22:00 h

Miles de voces coreando el “Hallelujah”; miles de voces entonando en el momento del crepúsculo una canción hecha belleza.

De acuerdo, esos miles de voces harían lo mismo con el “We are the champions” o hasta con algún hype del momento –como los del insufrible Mika, que actuó en el mismo festival un par de días antes–, pero la oración que el rey David, arrepentido después de su caída, levanta a Dios, planeó por encima del escenario principal de Benicàssim de la mano de un gentleman canadiense que, sombrero en mano, saludaba a un público español ¡15 años después de su última visita!.

Cohen nos regaló diez perlas, diez paquetes envueltos con papel de regalo. Desde el vals de “Dance me to the end of love” hasta “So long, Marianne”, pasando por “The future”, “Suzanne”, “I´m your man” o “First we take Manhattan”, en las que el septuagenario músico, trajeado incluso para las pruebas previas de sonido, encandiló con su sonrisa (Cohen no es, precisamente, de la escuela Dylan en este sentido) y su savoir faire casi litúrgico. Cohen ha combinado su vida musical y literaria –igual de prolífica y de una calidad exquisita que le han llevado a estar en numerosas ocasiones en las quinielas de los Nobel– con largas temporadas de retiro, de vida monacal en monasterios tibetanos y, a lo largo de su carrera, se ha mantenido siempre en un curioso segundo plano, siguiendo la estela generacional de voces como las de Bob Dylan o Lou Reed, aunque en una vía alternativa más cercana al malditismo de Nick Drake o del mismo Jeff Buckley.

La etiqueta de cantautor o de canción protesta molesta para referirse a Cohen. Poeta, sería la más adecuada, con una voz grave, cavernosa a ratos, que susurra, acompaña, parafrasea, paladea sus composiciones, como quien degusta un vino surgido de un estante de madera al fondo de una pequeña bodega de un pequeño pueblo de un pequeño país. Cohen rehuye el mainstream stoniano, se deja ver en cuentagotas mientras Dylan continúa en su Neverending tour iniciado ya nadie recuerda cuando, y mantiene intacta su leyenda.

 
Y su sonrisa. Fue, sin duda, el CONCIERTO del último Festival Internacional de Benicàssim (FIB), un punto de encuentro ya consolidado, que también legó al mundo otros grandes momentos.

Sortear hordas de hooligans enfrascados en la caza de una ración de paella (a ocho euros un triste plato) o esparcidos en el suelo, como si un niño travieso se hubiera dedicado a irlos desparramando con una sonrisa burlona, es el único inconveniente para moverse entre los distintos escenarios que durante cuatro días –del 17 al 20 de julio– poblaron el otrora templo indie que es el FIB.

Quedan ya lejos esas primeras ediciones con apenas unos miles de visitantes y carteles encabezados por bandas como Supergrass o Los Planetas. Con los años, el jovencito FIB ha crecido, hasta llegar a una decimocuarta edición, una puesta de largo –y camino de la mayoría de edad– festejada con grandes nombres como el mismo Leonard Cohen, Morrissey, Siouxsie o My Bloody Valentine. La palabra festival nos trae a la mente imágenes de hippies embarrados en Woodstock; de Jimi Hendrix quemando su guitarra o de miles de metalheads invadiendo Donnington a ritmo de melena al viento.

Hoy, un festival se parece más a un parque temático: en Benicàssim se podía encontrar una especie de túnel de lavado del amor; un chiringuito para dar rienda suelta a las típicas poses air guitar –que cualquiera ha ensayado en sus años mozos con una raqueta de tenis– jugando al Guitar Hero en una consola; zonas pseudo chill-out, con butacas y hasta una piscinita donde remojar los pies, y docenas de puestos de comida, a medio camino entre una fiesta mayor de pueblo y el escenario asiático-cibernético de comida non stop de Blade Runner.

Pero, por encima de todo, un festival es hoy día un cámping con música de fondo, con una extraña raza de fiber (gentilicio adjudicado ya por el FIB, y camino de recibir la aprobación de alguna academia de la lengua para aparecer en los diccionarios) que se caracteriza, mayoritariamente, por una piel blanquecina en exceso (el fiber enrojece a las pocas horas), por permitirse el lujo de yacer en la hierba mientras dos o tres conciertos están en marcha (como nota curiosa, recordar que el blanquecino fiber yaciente ha pagado hasta 190 euros por un bono, viaje, raciones de paella y pizza aparte) y por provenir, en más de la mitad de los casos, de Gran Bretaña, por lo que la gran presencia de formaciones anglosajonas les hacen sentir como en casa, ya que, exceptuando el capítulo DJ, la presencia de bandas hispanas se reduce a una decena, aunque muy bien escogida y más que suficiente.

La organización del FIB, y eso hay que reconocerlo, ha creado una maquinaria engrasada, perfecta, con horarios que se cumplen casi al milímetro para dar cabida a casi un centenar de conciertos en cuatro jornadas, sin olvidar una oferta paralela que incluye un festival de cortometrajes, una muestra de teatro, otra de danza, y hasta desfiles de moda para dar a conocer a jóvenes diseñadores.

Eso sí, el precio, literalmente, de poder financiar un festival plagado de cachés, en algunos casos, no precisamente al alcance de cualquier bolsillo, se traduce en una invasión de logos y marcas publicitarias que convierten el paisaje festivalero en una especie de mono de Valentino Rossi o de Lewis Hamilton de miles de metros cuadrados. En ese contexto, es donde cada uno debe trazar su personal hoja de ruta para asistir a sus conciertos inexcusables, para descubrir nuevas joyas o, también, para sonrojarse ante ofertas que, al menos en directo, dejan mucho que desear.

Cohen aparte, durante mis tres próximas entregas del 33 RPM pasearemos por los escenarios del FIB 2008 para conocer quince propuestas integradas en las categorías de inexcusables o de joyas, obviando las sonrojantes. El orden, puramente cronológico, para evitar suspicacias clasificatorias.


Texto y fotos: Jordi Torrents
 

 


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