Las raíces de las plantas se hunden en el suelo para buscar el agua y las sales minerales, mientras que los tallos y las hojas se elevan para recibir la luz del Sol y el dióxido de carbono. Los conejos excavan madrigueras y las aves construyen nidos para poder tener a sus crías. Las arañas fabrican telas pegajosas para capturar presas y alimentarse. Las válvulas del corazón sirven para regular el sentido de la circulación sanguínea. Las células del sistema inmunitario vigilan y protegen el organismo de agentes invasores que podrían matarnos.
Sería posible añadir muchos miles de ejemplos parecidos a éstos. Las preguntas, ¿cuál es su función? ¿para qué sirve? pueden formularse con propiedad a casi todas las estructuras u órganos que se dan en el mundo vivo. Y, desde luego, las respuestas son también precisas y coherentes. De manera que la existencia de la finalidad natural puede considerarse como un hecho bien comprobado ya que el mundo biológico está repleto de formas y mecanismos diseñados con precisión para realizar ciertas funciones.
Esta teleología natural no sólo se aprecia en la disposición de los órganos animales o vegetales, sino también en los comportamientos que se dirigen hacia objetivos concretos. ¿Por qué migran ciertas aves al sur antes de que haga frío en el norte? ¿Cómo es que ciertos pájaros se proveen de espinas para sacar su alimento de las hendiduras de las plantas o llaman la atención de los humanos conduciéndoles hasta los deseados panales de miel? ¿Quién le enseña al albatros su complicado cortejo nupcial y le ordena que se empareje para toda la vida? ¿Por qué unas células del embrión se convierten en músculo mientras sus vecinas se transforman en esqueleto? Quizá donde mejor se aprecie el comportamiento celular dirigido hacia un objetivo claro, sea en el desarrollo embrionario. Un recién nacido es el mejor ejemplo de finalidad.
Pero no sólo en el ámbito biológico la finalidad natural se muestra como un hecho incuestionable, también el mundo físico-químico presenta numerosos rasgos que son necesarios para la existencia de los seres vivos.
Los elementos fundamentales del universo, las partículas subatómicas y las cuatro fuerzas básicas que conocemos, cooperan entre sí y constituyen los sucesivos niveles de organización. Los átomos, moléculas, macromoléculas, orgánulos, órganos y organismos son el producto de tendencias que colaboran para formar sistemas unitarios. Los diversos componentes contribuyen a alcanzar un objetivo común. Todo el cosmos está construido mediante tales tendencias de cooperación, funcionalidad y finalidad. El mundo está repleto de dimensiones teleológicas o finalistas que es imposible negar desde la cosmovisión científica actual.
Además,
los últimos descubrimientos han evidenciado la elevada información que hay en las estructuras naturales, sugiriendo que tal información constituye también una nueva dimensión finalista. Desde la misteriosa fuerza de una partícula subatómica individual hasta la compleja información genética escondida en los cromosomas, todo indica que ha habido una programación hecha de antemano con una finalidad muy concreta. Hay un plan de conjunto premeditado y el ser humano, con sus valores intelectuales, éticos y espirituales, constituye una parte muy especial de dicho plan.
Esta conclusión, que es nueva en el ámbito de la ciencia, sólo ha podido formularse gracias a los progresos realizados durante las últimas décadas del siglo XX.
La nueva cosmovisión abre el camino al estudio de la finalidad en la naturaleza y, desde luego, contribuye al argumento de la existencia de Dios como Creador del universo y Padre amante del ser humano.
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